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– ¡No!

– ¿Quién, pues?

– ¿Cómo voy a saberlo? Quizá la robaron para ir por ahí.

– Vamos, Tippy, no me salgas ahora con ésas. Tú conducías la camioneta, lo sabes perfectamente, así que no te líes y admítelo.

– ¡No conducía yo!

– Tienes que afrontar los hechos. Lo siento por ti, pequeña, pero tendrás que responsabilizarte de lo que hiciste.

Guardó silencio, bajó los ojos y adoptó la actitud malhumorada de quienes se niegan a responder. Al cabo de un rato dijo:

– Ni siquiera sé de qué me habla.

– ¿Estabas borracha acaso? -insinué para picarla.

– No.

– Tu madre me ha dicho que te habían retirado el carnet de conducir. ¿Cogiste la camioneta sin decírselo a tu padre?

– No tiene usted pruebas de lo que dice.

– Vaya…

– ¿Cómo va a demostrarlo? Hace seis años de aquello.

– Para empezar, cuento con dos testigos oculares -dije-. Uno te vio cuando te alejabas del lugar del accidente. El otro te vio poco después, en la salida de la autopista que cruza con San Vicente. ¿Quieres contarme lo que pasó?

Rehuyó mi mirada y el rubor le subió a las mejillas.

– Quiero un abogado.

– Me gustaría oír tu versión de los hechos.

– No tengo por qué contarle nada -dijo-. Sólo hablaré en presencia de un abogado. Lo dice la ley. -Se recostó en el sillón y cruzó los brazos.

Sonreí de lado y elevé los ojos al techo.

– La ley no, tus derechos. Y es a la poli a quien has de exigir que se cumplan tus derechos, no a mí. Yo soy detective y juego con reglas distintas. Vamos, cuéntame lo que pasó. Te sentirás mejor.

– ¿Por qué tendría que hacerlo? Ni siquiera me cae usted bien.

– Permíteme improvisar entonces. Vivías en casa de tu padre, él no estaba, tus amigos te llamaron y te invitaron a dar una vuelta. Te subiste a la camioneta, los recogiste y los tres, o los cuatro, no importa cuántos erais, fuisteis a la playa a vaciar un par de cajas de cerveza. Antes de que te dieras cuenta eran las doce de la noche, comprendiste que te convenía volver antes de que regresara tu padre y llevaste a los amigos a su casa. Ibas camino de la tuya, a toda velocidad, cuando atropellaste al viejo. Te asustaste y te diste a la fuga porque sabías que te meterías en un buen lío si te cogían. ¿Qué te parece? ¿Se acerca a lo que ocurrió? -Mantenía la expresión impenetrable, pero me di cuenta de que se esforzaba por contener las lágrimas y por impedir que le temblaran los labios-. ¿Nadie te ha hablado del anciano que atropellaste? Se llamaba Noah McKell, tenía noventa y dos años y estaba internado en la clínica que hay en aquella misma calle. Le gustaba pasear, según su hijo porque quería volver a su casa. ¿Verdad que es lamentable? El pobre viejo vivía antes en San Francisco. Creía que seguía allí y estaba preocupado por su gato; había olvidado que el animal había muerto hacía años. Quería volver a su casa para darle de comer, pero no pudo llegar.

Se llevó un dedo a la boca, como para impedir que se abriera. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– He hecho todo lo posible por ser buena. Lo digo en serio. He estado alcoholizada y conseguí dejarlo.

– Claro que sí, y nadie puede negarte el mérito. Pero seguro que por dentro oyes una vocecita que te murmura cosas. Al final volverás a beber para no oírla.

La voz se le desplazó hacia el registro del gimoteo.

– Lo siento mucho, Dios mío, y pido perdón. Pero fue un accidente, fue sin querer. -Se rodeó con los brazos y se dobló en dos entre sollozos tan sonoros como los de una criatura, pues en el fondo no era otra cosa. La observé con compasión, pero no traté de consolarla. Mejorar el mundo no era de mi incumbencia. Que experimentara el remordimiento, el dolor y la culpa. Yo no podía saber si Tippy asimilaría plenamente las consecuencias de sus actos. Las lágrimas le brotaban entre espasmos incontenibles, con sollozos aparatosos que le retorcían la boca del estómago y parecían sacudirla de pies a cabeza. Parecía más un animal aullando que una niña muerta de vergüenza. Dejé que las cosas siguieran su curso natural, aunque apenas fui capaz de mirarla hasta que la aflicción se le pasó un poco. Al final se despejó la tormenta igual que un ataque de risa incontenible que se pierde en el vacío. Cogió el bolso y sacó un paquete de pañuelos de papel, con uno de los cuales se enjugó los ojos y se sonó la nariz-. Dios mío. -Se llevó el pañuelo arrugado a la boca y estuvo a punto de reanudar el llanto, pero pudo contenerse-. No he probado una gota de alcohol desde aquella noche. Me ha costado un gran esfuerzo. -Sentía lástima de sí misma, puede que con la esperanza de suscitar piedad o la absolución.

– No lo dudo -dije-, y me parece digno de elogio. Se nota que te ha resultado muy difícil. Pero ha llegado el momento de la verdad. No puedes eludirlo y obrar como si no hubiera sucedido nada.

– No hace falta que sermonee.

– Yo diría que sí. Has tenido seis años para pensártelo, pequeña, y aún no has hecho lo que debías. Escucha una cosa: si vas a la policía por voluntad propia, seguramente lo tendrán en cuenta. Sé que fue sin querer. Estoy convencida de que te sentiste horrorizada, pero la verdad es la verdad. Voy a darte un margen de tiempo para que reflexiones, pero el viernes tengo intención de contárselo a la policía. Si tienes dos dedos de frente, ve a Jefatura antes que yo.

Me levanté y me eché al hombro el bolso de cuero. No hizo nada por seguirme. Cuando llegué a la puerta de la calle, me di la vuelta.

– Una cosa más y te dejo a solas con tu conciencia. ¿Viste a David Barney aquella noche?

– Sí -dijo con un suspiro.

– ¿Quieres añadir algo?

– Casi le atropellé al salir de la autopista. Oí el golpe, me asomé por la ventanilla y vi que me miraba.

– ¿Te das cuenta de que habrías podido exculparle hace años si hubieras confesado?

No esperé a oír la respuesta. Empezaba a dar la sensación de que era una pobre víctima del destino, y yo no tenía ganas de hacerme cargo de aquello.

15

Al salir de casa de Tippy me dirigí directamente a la mía y me preparé una comida rápida, que engullí sin interés. Quedaba poca cosa en el frigorífico y me vi obligada a abrir una lata de crema de espárragos que, según creo, había comprado con la intención de guarnecer otro plato. Dicen que las cocineras novatas recurren continuamente a este viejo truco. Chuletas de cerdo cubiertas con crema de apio, a 170 grados durante una hora. Filete de ternera cubierto con crema de champiñones, el mismo tiempo, a la misma temperatura. Pechuga de pollo y media taza de arroz cubiertos con crema de ave. Las combinaciones son infinitas y lo mejor de todo es que si invitas a alguien a comer ya no vuelves a verlo en la vida. Aparte de lo dicho, sé hacer huevos revueltos y preparar ensaladas de atún, nada más. Como muchos bocadillos, de mantequilla de cacahuete con pepinillos y de queso con pepinillos, por ejemplo. También me gustan los bocadillos de pan integral con rodajas de huevo duro, mucha sal y mahonesa baja en calorías. En mi opinión, el arte culinario sólo sirve para tener las manos ocupadas mientras se piensa en otra cosa.

Lo que me rondaba a la sazón era la muerte de Morley. ¿Y si la paranoia de David Barney estaba justificada? En lo demás había tenido razón. ¿Y si Morley se había acercado demasiado a la verdad y le habían eliminado precisamente por ello? Estaba indecisa: por una parte, que hubiese sido un homicidio me parecía muy rebuscado; por la otra, no quería que el crimen quedara impune. Oscilaba de un extremo a otro y analizaba las posibilidades. Tal vez la conversación con David Barney hubiera acicateado la curiosidad de Morley, y éste, sin saberlo, hubiese dado con algo de trascendencia capital. ¿Le habían cerrado la boca para siempre? La sola idea me horrorizaba. Demasiado folletinesco. Morley había fallecido a consecuencia de un ataque al corazón. El certificado de defunción lo había firmado su médico de cabecera. No dudaba que hubiese productos capaces de provocar o simular los síntomas del paro cardíaco, pero me costaba imaginar cómo habrían podido administrárselos. Morley no era tonto. Consciente de lo precario de su salud, resultaba inconcebible que se dedicara a tomar fármacos que no le hubiera recetado su propio médico. Tenía que haber sido un veneno, estaba casi segura, aunque la información de que disponía no me confirmaba la posibilidad. ¿Y quién era yo para entrometerme y turbar la paz de la achacosa viuda? Ésta tenía ya bastantes problemas y lo único que yo podía ofrecer eran conjeturas.