Acabé la sopa, fregué el bol y lo dejé en el escurreplatos junto con mi única cuchara. Si era capaz de mantener el ciclo de cremas y cereales con leche, me alimentaría durante una semana entera sin ensuciar más vajilla. Inquieta e intranquila, paseé por la casa. Quería hablar con Lonnie a toda costa, pero para ello debía coger el coche y conducir durante una hora hasta llegar a su casa, en Santa María. Ida Ruth me había dado a entender que no le haría gracia la intrusión, pero lo cierto es que había que avisarle de lo que se nos venía encima. El caso estaba en el desorden más absoluto y no sabía cómo arreglarlo antes de que volviera.
Era jueves por la tarde. El entierro de Morley tendría lugar el viernes, y si dudaba a propósito de la causa de su defunción, debía apresurarme. Una vez que se le enterrase, el asunto se enterraría con él. Como se había atribuido su muerte a causas naturales, recelaba que nadie se hubiera molestado en investigar las actividades de sus últimas cuarenta y ocho horas de vida. Yo seguía ignorando adónde había ido o a quién había visto. Lo único que podía afirmar con certeza era que había fotografiado las camionetas. Suponía que sus movimientos se habían basado en la conversación sostenida con David Barney, pero no estaba segura. Puede que hubiera comentado el caso con Dorothy o con Louise.
Llamé a la casa. Se puso Louise al primer timbrazo.
– Hola, Louise. Soy Kinsey. ¿Ha visto la bolsa que dejé?
– Sí, y muchas gracias. Lamento no haber estado en casa, pero Dorothy quiso ir a la funeraria para ver a Morley. En cuanto llegamos nos dimos cuenta de que usted había pasado por aquí.
– ¿Cómo está Dorothy?
– Bien, dentro de lo que cabe. Es un hueso duro de roer. Las dos lo somos, en el fondo.
– Mmmm… Una cosa, Louise. Sé que resultará una molestia, pero, ¿podría hablar con las dos esta misma tarde?
– ¿De qué?
– Preferiría decírselo personalmente. ¿Está Dorothy con ánimo para recibir visitas?
Advertí que no acababa de decidirse.
– Es importante -añadí.
– Aguarde un segundo. Voy a preguntárselo. -Puso la mano en el auricular y oí el murmullo de la conversación. Se puso al habla otra vez-. De acuerdo, pero tendrá que ser breve.
– Estaré ahí dentro de un cuarto de hora.
Por tercera vez en el curso de dos días, me dirigí a Colgate, a la casa de Morley. El sol de primera hora de la tarde acababa de aparecer. Diciembre y enero son en realidad nuestros mejores meses. Febrero es lluvioso a veces, y casi siempre está nublado. La primavera en Santa Teresa es como en cualquier otro lugar del país. A principios del verano nos invade una neblina oceánica que ya no nos abandona y el día comienza con el resplandor ceniciento de la niebla y termina con una luz dorada de extraños matices. Hasta el momento, diciembre había mezclado las dos estaciones de manera incomprensible, de modo que, si un día era verano, al otro era como si estuviéramos en otoño.
Me abrió Louise en cuanto llamé a la puerta y me hizo pasar a la salita, donde vi a Dorothy arropada en el sofá.
– Voy a preparar el té -murmuró Louise y salió de la estancia. Al cabo de unos segundos oí el tintineo de los platos que cogía de la alacena.
Dorothy seguía vestida con la falda y el jersey que se había puesto para salir. Se había quitado los zapatos y tenía las piernas cubiertas por un edredón. Un pie delgado, frágil como la porcelana, sobresalía por el borde. Puede que Louise y Dorothy tuvieran más aspecto de hermanas antes de que la enfermedad hubiera palidecido la cara de la segunda. Las dos eran de esqueleto pequeño, ojos azules y piel fina. Dorothy llevaba una peluca de color rubio platino, al estilo «despeinado». Al notar que la observaba, sonrió y se arregló las mechas.
– Siempre he deseado ser rubia -dijo con tristeza mientras me alargaba la mano-. Usted es Kinsey Millhone. Morley me lo contaba todo sobre usted. -Nos estrechamos la mano. La suya era ligera y fría, tan correosa como la pata de un pájaro.
– ¿Morley le hablaba de mí? -dije con sorpresa.
– Siempre decía que usted llegaría muy lejos si aprendiera a contener la lengua.
Me eché a reír.
– Me temo que todavía no he acabado de dominarla, pero gracias por el cumplido. Es una lástima que Morley y Ben no se reconciliaran.
– Los dos eran unos cabezotas -dijo con enfado fingido-. Morley se olvidaba siempre del motivo de la pelea. Oh, siéntese, por favor, Louise vendrá enseguida con el té.
Tomé asiento en una silla tapizada.
– No quisiera molestar y le agradezco que me haya recibido. Debe de estar rendida.
– Calle, calle, ya estoy acostumbrada. Le pido perdón de antemano, pero si me quedo dormida, siga hablando tranquilamente con Loo. Acabamos de llegar de la funeraria, para eso que llaman «contemplación».
– ¿Qué aspecto tiene?
– Bueno, los difuntos no tienen nunca buen aspecto. Parecen deshinchados. ¿No se ha dado cuenta? Como si les extrajeran la mitad de lo que tienen dentro -dijo. Hablaba con sentido práctico, como si comentara el estado de un colchón y no el del hombre con el que había estado casada más de cuarenta años-. No quisiera parecer insensible. Le quería mucho y su muerte ha representado un gran golpe para mí. Durante todo el año hablamos mucho sobre la muerte, pero yo creía que nos referíamos a la mía.
Louise entró en la sala de estar.
– El té está casi listo. ¿Por qué no nos cuenta mientras tanto el motivo de su visita? -Se sentó en el brazo del sillón de cuero de Morley.
– Quisiera despejar un par de incógnitas y pensé que ustedes quizá podrían ayudarme. ¿Les habló Morley en algún momento del caso en que trabajaba? Si ya están informadas, no perderé el tiempo poniéndolas en antecedentes.
Dorothy se arregló el edredón.
– Morley me hacía comentarios sobre todos los casos en que trabajaba. Por lo que sé, el tal Barney ya había sido procesado por homicidio. Y el ex marido de la víctima, ha presentado una demanda para demostrar que Barney es culpable de muerte en circunstancias sospechosas, con el fin de heredar los bienes de la mujer.
– Exacto -dije-. David Barney se puso ayer en contacto conmigo, en dos ocasiones. Dice que habló con Morley el miércoles de la semana pasada. Y me dio a entender que Morley, instado por él, iba a investigar un par de detalles. ¿Les comentó Morley lo que se traía entre manos? Me gustaría resolver este rompecabezas, pero no quisiera sacar conclusiones precipitadas, si puedo evitarlo.
– Vamos a ver. Sé que el hombre se puso en contacto con él, pero no me dio más detalles. Yo había ido a terapia el miércoles por la tarde y me encontraba fatal. Solíamos pasar juntos un buen rato al caer la tarde, pero el cansancio pudo más y me fui a la cama. Dormí toda la noche y buena parte del jueves.
Miré a Louise.
– ¿Y a usted? ¿Le dijo algo?
La aludida negó con la cabeza.
– Nada concreto. Sólo que habían sostenido una charla y que tenía cosas que hacer.
– ¿Le dio la sensación de que creía lo que David Barney le había contado?
Meditó unos instantes y negó con la cabeza.
– No sabría decirle. Pero algún crédito tuvo que darle, de lo contrario no se habría movido.
– Loosie -intervino Dorothy-, eso no es del todo cierto. Le dijera Barney lo que le dijese, Morley se esforzaba por ser imparcial. Consideraba ridículo hacer suposiciones mientras no estuvieran todas las cartas sobre la mesa.