– No se sabrá nada hasta después del entierro.
– ¿Irá usted al sepelio?
– Ésa es mi intención.
Mientras me dirigía a la oficina de Morley, estuve a punto de rendirme ante la inseguridad. Era ridículo. Me resultaba imposible concebir que Morley hubiera ingerido un producto cualquiera sazonado con lejía o con detergente en polvo. Nunca fue un sibarita, pero a la primera cucharada de lavavajillas o de insecticida se habría dado cuenta. Sobre las medicinas que tomaba no habría sabido opinar. No se había vaciado ningún frasco ni por otro lado había ninguno con tan poco contenido como para sospechar que hubiera tomado una sobredosis, por casualidad o de cualquier otro modo. Las cápsulas de dos fármacos que tomaba por prescripción facultativa habían podido adulterarse, desde luego. Como la puerta trasera de la casa solía quedarse abierta, cualquiera podía haber entrado furtivamente y sustituido los medicamentos por cualquier sustancia mortal.
Llegué a la oficina de Morley y estacioné el coche en el sendero del garaje. Di la vuelta a la construcción y me dirigí a la puerta principal, arrastrando la bolsa de plástico como un Santa Claus errante. Era la segunda vez que estaba allí y el lugar me parecía más deprimente que durante la primera visita. El revestimiento exterior de madera estaba pintado con un brillante color azul turquesa, mientras los marcos de las ventanas y el alero eran de un blanco enhollinado. Los rótulos encajados entre los copos de nieve que decoraban el escaparate anunciaban que en el salón se hacían ya peinados estilo Catarata y teñidos Semáforo. Entré.
El local estaba vacío en esta ocasión y Betty, a quien supuse la propietaria, se tomaba un café y fumaba un cigarrillo en la parte trasera mientras cuadraba la contabilidad.
– ¿Y el personal?
– Han salido a comer. Hoy es el cumpleaños de Jeannie y tengo que ocuparme yo de los teléfonos. ¿Qué se te ofrece?
– Tengo que volver a entrar en el despacho de Morley.
– Tú misma -dijo con un encogimiento de hombros.
Habían bajado las persianas. La luz que se filtraba por el papel agrietado inundaba la habitación de un resplandor beige. Junto con el olor a moho y a polvo de alfombra percibí otro a colillas viejas que se mezclaba con el aroma del café y del tabaco reciente que entraba del salón adjunto y por el conducto de la calefacción.
Un registro rutinario de los cajones de la mesa y de los archivadores me reveló que allí no había sustancia tóxica alguna. En el cuarto de baño encontré una caja de Comet tan vacía que los restos de detergente se habían condensado en bolitas que rodaban en el fondo como guisantes secos. En el botiquín sólo encontré un frasco medio lleno de jarabe para la tos. Lo metí en la bolsa de plástico por si habían introducido raticida, vidrio molido o naftalina. Puestos a representar un melodrama, lo representé hasta el final. Tras constatar que la papelera del lavabo estaba vacía, volví al despacho para inspeccionar la papelera que había bajo la mesa de Morley, pero no la vi por ninguna parte. La busqué intrigada. La había visto durante la visita anterior.
Abrí la puerta que comunicaba con la peluquería y asomé la cabeza.
– ¿Dónde está la papelera de Morley?
– En el porche.
– Gracias. ¿Puedes hacerme otro favor?
– Lo intentaré -dijo.
– Cabe la posibilidad de que se haya cometido un crimen aquí dentro. Yo tengo que volver dentro de un par de días: ¿podrías mantener el despacho cerrado?
– ¿Quieres decir que no debo dejar que entre nadie?
– Exacto. No toques ni tires nada.
– Está tal como la dejó Morley -dijo.
Cerré la puerta y recogí la papelera del porche delantero, que ya estaba cubierto de serpenteantes regueros de hormigas. La sacudí unas cuantas veces con no poca aprensión, me senté en el peldaño superior y empecé a vaciar lo que contenía. Papeles, catálogos, pañuelos de papel usados, vasos de café desechables. La caja de cartón y el pastel medio comido que había dentro eran ahora la única fuente de alimentación de la multitudinaria colonia de hormigas. Puse la caja junto a mí y examiné el contenido. Todo indicaba que Morley se había detenido en la pastelería camino de la oficina para comprar un strudel. Se había comido la mitad y tirado el resto a la basura, porque quebrantar el régimen alimenticio debió de provocarle remordimientos de conciencia. Observé el strudel con atención, pero sin saber con certeza lo que buscaba. No vi ni rastro de fruta, pero ¿con qué se hace el strudel de frutas, si no hay frutas? Cogí los restos con cuidado y los envolví en el papel que había dentro de la caja.
Lo demás no parecía interesante. Volví a meterlo en la papelera y dejé ésta detrás de la puerta, que cerré con llave a mis espaldas. Regresé al coche y llevé la colección de desechos a la oficina del coroner; se la dejé a la secretaria para que a su vez se la entregase a Burt.
La jornada había llegado a su fin y puse rumbo a mi casa. Todo el asunto me producía dolor de estómago. Me sentía frustrada y deprimida. Lo único que había conseguido hasta el momento era poner patas arriba el caso de Lonnie. Gracias a mi celo, la declaración del testigo de cargo se había puesto en duda y el acusado había conseguido una coartada. Otro pequeño esfuerzo de mi parte y el abogado de Barney tendría material suficiente para pedir el sobreseimiento del caso. La ansiedad me palpitaba ya a la altura del esternón y comenzaba a notar ese miedo que se siente en la boca del estómago y que yo no experimentaba desde el bachillerato. Todavía no había motivo para echarse a llorar de desesperación, pero sin duda sufría una crisis de confianza en mí misma cuyo origen se remontaba al despido de La Fidelidad de California. Siempre había actuado por instinto. En el curso de una investigación sufría contrariedades con frecuencia, pero trabajaba con la seguridad que me daba la convicción de que, al final, el trabajo me saldría redondo. Jamás me había sentido tan insegura como entonces. ¿Y qué ocurriría si me ponían de patitas en la calle por segunda vez en el curso de seis semanas?
Una vez en casa me puse a fregar como Cenicienta en sus peores momentos. Era lo único que se me ocurría para calmar el nerviosismo. Cogí trapos, estropajos y detergente y la emprendí con el cuarto de baño del piso superior. No sé qué harán los hombres para afrontar las tensiones menores de la vida cotidiana. Puede que jueguen al golf, o se pongan a reparar el coche, o a beber cerveza mientras ven la tele. A las mujeres que conozco (las que no son adictas a la comida preparada ni a ir de compras) les da por limpiar la casa. Así pues, me lancé a la carga con el trapo y el mocho y me dediqué a eliminar microbios con los generosos chorros de espumas y líquidos desinfectantes que aplicaba a todas las superficies visibles. Los microbios que no maté salieron francamente malparados.
Hice un alto a eso de las seis. Las manos me olían a lejía. Además de desinfectar todo el cuarto de baño de arriba, había cambiado las sábanas, limpiado el polvo y pasado el aspirador por el dormitorio. Iba a emprenderla con los cajones del tocador cuando me di cuenta de que era ya hora de descansar un poco y tomar un bocado. Tal vez, incluso daría por terminada la faena. Me di una ducha rápida y me puse unos tejanos limpios y otro jersey de cuello alto. El brío que había puesto en la limpieza se me esfumó cuando me vi sola ante el peligro culinario. Cogí el bolso y una cazadora y me dirigí al bar de Rosie.
Hasta cierto punto me desanimó encontrarlo tan lleno como la noche anterior. En vez de jugadoras de bolos, había un equipo de béisbol, hombres uniformados con pantalón deportivo y camisa de manga corta, y que en la espalda ostentaban bordado el nombre de una compañía local de material eléctrico. Mucho humo, muchas jarras de cerveza en alto, y muchos estallidos de carcajadas violentas, de las que suele propiciar el alcohol. Era como uno de esos anuncios televisivos de cerveza, donde los clientes de los bares parecen disfrutar mucho más que en la realidad. La máquina de discos berreaba a tanto volumen que no había manera de identificar la canción. El televisor que había a un extremo de la barra estaba encendido y emitía fragmentos sincopados de no sé qué polvorienta e interminable carrera de coches. Pese a que nadie le prestaba la menor atención, lo habían dejado también a todo volumen para aportar su granito de arena al ruido y la furia dominantes.