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Había aún poco tráfico en la autopista y cuando la abandoné por la salida de Cutter Road eran las ocho y cinco. Voigt Motors era el concesionario oficial de Mercedes-Benz, Porsche, Jaguar, Rolls-Royce, Bentley, BMW y Aston Martin. Dejé el VW en una de las diez plazas vacías y me dirigí a la puerta. El edificio parecía una plantación sureña, un homenaje de vidrio y hormigón al espíritu aristocrático y el buen gusto. Un discreto rótulo, escrito a mano con letras de oro, indicaba que se trabajaba de lunes a viernes de 8.30 de la mañana a 8 de la noche, los sábados de 9 de la mañana a 6 de la tarde, y los domingos de 10 de la mañana a 6 de la tarde. Me hice visera con la mano y pegué la nariz al escaparate ahumado en busca de actividad en el oscuro interior. Vi seis o siete automóviles imponentes y una luz al fondo. A la derecha subía una escalera. Toqué una melodía golpeando el cristal con los nudillos y me pregunté si la oiría alguien.

Kenneth Voigt apareció en lo alto de la escalera al cabo de unos momentos y se inclinó sobre la barandilla para ver quién llamaba. Bajó, cruzó el reluciente suelo de mármol y avanzó hacia mí. Vestía un traje chaqueta de rayas muy finas, camisa azul claro y corbata azul marino. Tenía todo el aspecto de ser uno de los concesionarios más prósperos del condado de Santa Teresa. Se desvió ligeramente de la ruta inicial para encender las luces interiores que bañaron en un haz de blancura inmaculada los vehículos en exposición. Abrió con llave la puerta principal y me invitó a entrar.

– Veo que ha recibido el mensaje.

– He ido temprano a la oficina. Y he pensado que podríamos hablar personalmente.

– Tendrá que esperar un momento. Tengo que llamar a Nueva York. -Cruzó el salón y avanzó hacia una serie de despachos de vidrio, todos iguales, donde se gestionaban las transacciones durante la jornada laboral. Le vi sentarse en la silla giratoria de otro. Marcó un número y se acomodó en el asiento. Sin duda contestaron porque vi que se le animaban las facciones. Se puso a gesticular mientras hablaba. Incluso de lejos se le notaba el nerviosismo y la desmesura.

No lo eches a perder, me dije. Mantén la boca cerrada. Era cliente de Lonnie, no mío, y no me podía permitir el lujo de provocar su hostilidad. Anduve por el salón de muestras con la esperanza de dominar mi natural tendencia a precipitar las cosas. El despido me había bajado un tanto los humos. Me concentré en la aureola de buen gusto que me rodeaba.

El olor a cuero y pintura de coche perfumaban el aire. Me pregunté qué se sentirá cuando se tiene suficiente dinero en el banco para comprar un vehículo que cuesta más de doscientos mil dólares. Imaginé una escena con muchas risas de campechanía y poco regateo. Quien puede permitirse un Rolls-Royce tiene que saber que a cambio se le van a abrir muchas puertas. ¿Qué había que discutir, la entrada del Bentley?

Me fijé en un Corniche III, un deportivo descapotable pintado de rojo. Tenía bajada la capota. El interior estaba tapizado en cuero beige muy claro con ribetes rojos. Me volví para mirar a Voigt. Como estaba totalmente enfrascado en la conversación telefónica, abrí la portezuela del conductor del Rolls y me senté ante el volante. No estaba mal. En la guantera había un manual de instrucciones encuadernado en piel y cuyas hojas imitaban el pergamino. Parecía la carta de vinos de un restaurante de lujo. Poner precios era demasiado vulgar, pero me enteré de que los embellecedores pesaban 2,430 kilos y de que el portaequipajes tenía una capacidad de 0,27 metros cúbicos. Inspeccioné todos los contadores y mandos del salpicadero de nogal. Absorta, empecé a mover el volante de un lado a otro mientras imitaba con la boca el chirrido de los neumáticos. James Bond al ataque. Iba por una carretera de montaña de los alrededores de Montecarlo y me disponía a tomar una curva peligrosísima cuando alcé los ojos y vi a Voigt junto al vehículo. Noté que se me encendían las mejillas.

– Es fabuloso -murmuré. Aunque lo había dicho sólo para darle coba, ciertamente no mentía.

Abrió la portezuela opuesta y se sentó a mi lado. Contempló con cariño la consola de mandos y acarició la tapicería del asiento.

– Para tapizar el interior de un Corniche se emplean catorce pieles. A veces vengo a sentarme aquí un rato, después de cerrar.

– ¿Es usted el propietario de la concesión y no posee ninguno?

– Aún no puedo permitírmelo. Si ganamos el juicio, seguramente me compraré uno. -Tenía los músculos en tensión-. Por lo que me ha contado Rhe, al parecer usted no se detiene ante nada. Amenaza con demandarles a usted y a Lonnie.

– ¿De qué va a acusarnos?

– No lo sé. En la actualidad, al parecer no hace falta un motivo de peso para presentar una demanda judicial. Sólo Dios sabe con qué ojos se contemplará mi caso. A usted la contrataron para entregar citaciones, no para que saliera por la tangente.

– Yo no puedo enfocar la situación desde el punto de vista jurídico; eso es trabajo de Lonnie…

– Pero, ¿cómo ha sucedido? No lo entiendo.

Me esforcé por no adoptar una actitud defensiva y le conté lo de la charla con Barney y lo que había averiguado desde entonces, con algunos pormenores relativos a la responsabilidad de Tippy en la muerte del anciano. Voigt no me dejó terminar.

– Pero es ridículo. ¡Absurdo! Morley llevaba meses trabajando en el caso y en ningún momento se habló de Tippy ni de ningún atropello.

– Eso no es del todo exacto. Morley seguía la misma pista que yo. Incluso había fotografiado ya la camioneta del padre, justamente lo que yo iba a hacer. Enseñé las fotos a la testigo e identificó la camioneta como el vehículo que había visto en el lugar del atropello. Arrugó el entrecejo.

– Por el amor de Dios… Después de los años transcurridos, esa identificación no constituye ninguna prueba. Está usted poniendo en peligro millones de dólares, ¿y qué ha sacado en claro?

– Pues una charla con Tippy durante la que confesó que había sido ella.

– ¿Y qué importancia puede tener esto? ¿Sólo porque Barney dice que la vio aquella noche? Bobadas.

– Quizás usted no comprenda la importancia del hecho, pero un jurado tal vez sí. Espere a que Herb Foss se entere. Seguro que le saca todo el partido posible a la cuestión de las horas.

– Pero, ¿y si ocurrió antes? No puede usted hablar con tanta seguridad sobre la hora que era.

– Por supuesto que puedo. Hay un testigo. He hablado con él y la ha confirmado.

Se pasó la mano por la cara y la mantuvo en la boca durante unos segundos.

– A Lonnie no le va a gustar esto -dijo-. ¿Ha hablado ya con él?

– Vuelve esta noche. Hablaré con él entonces.

– No sabe usted cuánto he invertido en este asunto. Me ha costado ya miles de dólares, y eso sin mencionar las tensiones y dolores de cabeza que me ha producido. Ahora se ha venido abajo por su culpa. Y todo por un maldito atropello que sucedió hace seis años.

– Un momento. El peatón está tan muerto como Isabelle. ¿Cree que su vida carece de importancia sólo porque tenía noventa y dos años? Hable con el hijo de la víctima y sabrá lo que son las tensiones y los dolores de cabeza.