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– Veréis, señora, soy físico, y pertenezco a una escuela médica radicada en Toledo, en el reino de nuestro soberano Alfonso XI de Castilla. Recientemente llegaron a nuestras manos unos extraños documentos (perdonad que no pueda aclararos su procedencia, pues se verían involucrados muchos importantes caballeros francos), en los cuales se aseguraba que vuestro… amigo, el guardasellos del rey Felipe el Bello, Guillermo de Nogaret -hubo aquí una primera conmoción de telas en el vestido de mi señora Beatriz-, había fallecido de una muerte terrible: totalmente demenciado, entre gritos espantosos y vómitos de sangre, y retorcido por unos insoportables calambres que le enroscaban el cuerpo. Aquellos documentos venían acompañados por una carta, cuyos sellos impresionaron incluso a nuestros más notables profesores, en la que se nos pedía que informásemos de manera confidencial acerca de cuál podía ser la enfermedad que lo había matado y, en caso de no tratarse de una enfermedad, qué tipo de veneno era el que el asesino había utilizado. -Aquí hubo una segunda conmoción de telas, acompañada de un cambio de postura del cuerpo-. No me preguntéis, señora, a quién pertenecían los sellos de la carta porque, ni a vos os conviene saberlo, por vuestra cercanía a dicha persona, ni a mí revelároslo, por prudencia y para cumplir un juramento. Pero veréis, ni nosotros, ni los físicos de otras eminentes escuelas a quienes discretamente hemos consultado, han podido nombrar una dolencia que provoque esos síntomas y, en cuanto al veneno… Ni siquiera nuestros más expertos herbolarios (y os aseguro que Toledo no sólo tiene, como sabréis, los médicos más excelentes, sino también los mejores pharmacopolae) han podido determinar la sustancia mortífera. Por todo ello, mi escuela ha decidido enviarme a París por si aquí pudiera recoger alguna información que nos sirviera para responder adecuadamente a la petición de esa persona principal que antes os mencionaba.

Después de mi discurso tenía dos certezas: la primera -que ya sospechaba de antemano-, que la amante de Nogaret estaba al tanto de que, en la muerte del guardasellos había algo turbio, y dos, que ese algo turbio estaba relacionado con un veneno; ergo, Beatriz d‘Hirson sabía algo sobre el veneno que había matado a Nogaret.

– Bien, caballero De Born… -comentó la dama con voz neutra-. ¿Y en qué puedo ayudaros yo? Todo lo que habéis dicho me sorprende y acongoja sobremanera. No tenía idea de que hubiera podido morir envenenado ni, mucho menos, de que… alguien poderoso e importante de la corte de Francia tuviera interés en desvelarlo.

¡Ahí estaba el punto flaco, el talón de Aquiles, la puerta franqueable!

– ¡Oh, sí, mi señora! Y, como ya os he dicho, alguien muy, muy importante.

– ¿Alguien como el rey? -preguntó con voz insegura.

– ¡Por Dios, mi señora Beatriz, he hecho un juramento!

– ¡Muy bien, no os forzaré a incumplir vuestra palabra, caballero! -exclamó sin mucha convicción-. Pero, imaginemos, sólo imaginemos, que fuera el rey… -su voz tembló de nuevo-. ¿Para qué querría saber una cosa así después de tres años?

– No se me ocurre ninguna explicación. Acaso vos lo sepáis mejor que yo.

Calló unos instantes, sumida en la reflexión.

– Veamos… -dijo al fin-. ¿Quién os animó a entrevistaros conmigo? ¿Quién puso mi nombre a vuestra disposición?

– En uno de los documentos llegados a Toledo se afirmaba que vos fuisteis la primera persona en acudir a la cámara del guardasellos real cuando comenzaron sus gritos y que estabais a su lado cuando murió. Por eso pensé que quizá podríais facilitarme algún detalle, algo que, aunque a vos os pueda parecer insignificante, resulte vital para mi trabajo.

– Tengo oído -comenzó ella, que seguía mortificada por la identidad de esa «persona principal»-que el rey estaba preocupado por ciertos rumores que afirmaban que tanto su padre como Guillermo habían muerto a manos de los caballeros del Temple. ¿Conocéis la historia?

– Todo el mundo la conoce, mi señora. El gran maestre de los templarios, Jacques de Molay, maldijo al rey, al papa Clemente y a vuestro amigo mientras ardía en la hoguera. Quizá Felipe el Largo quiera conocer la verdad sobre la muerte de su padre -dije admitiendo así, de manera indirecta, la identidad del misterioso personaje que tanto preocupaba a la dama.

– Y debe quererlo con muchas ganas o no habría enviado secretamente cartas y documentos hasta las escuelas médicas de Toledo.

– Así es -confirmé de nuevo, aumentando a propósito su angustia-. Y puesto que lo habéis adivinado, no voy a mentiros: no me extrañaría nada que, además de pedirnos a nosotros esos informes, hubiera solicitado alguna otra investigación.

Aquella noche, el corazón de la antigua amante de Nogaret no hacía otra cosa que saltar del fuego a la olla y de la olla al fuego. Hacia casi una hora que conversábamos en el carruaje; por muy grande que fuera Paris, los centinelas de la muralla acabarían por sospechar si seguían viéndonos pasar una y otra vez.

– Haremos un trato, sire Galcerán de Born. Si yo os facilito información para que elaboréis con éxito ese informe, ¿seríais vos capaz de jurar por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo que me eximiríais de toda responsabilidad y que libraríais mí nombre de sospechas para siempre?

– ¡Le matasteis vos, mí señora Beatriz! -exclamé con muchos aspavientos, sabiendo como sabía que no era cierto.

– ¡No, yo no le maté! ¡Puedo jurarlo ante Dios! Pero tengo fundados recelos para sospechar que me utilizaron para matarle, y vuestra presencia aquí, y todo lo que me habéis contado, me llevan a creer que los verdaderos asesinos desean hacerme parecer culpable ante los ojos del rey.

– Juro por Dios, por la santísima Virgen y por mi propia vida -dije poniéndome la mano en el pecho, por si ella pudiera advertirlo-, que, si es cierto que vos no le matasteis, mi informe os librará para siempre de toda sospecha.

– Que Jesucristo os condene si incumplís vuestro juramento -apuntó con voz grave.

– Lo acepto, mi señora. Y ahora contadme, pues no debéis tener ya mucho tiempo y no quisiera dejaros sin conocer la verdad.

Beatriz d‘Hirson se aclaró la garganta antes de comenzar y dio una ojeada a la calle, tan negra como nuestro cubículo, levantando ligeramente la cortinilla de la portezuela.

– Vos, señor físico, no tenéis ni idea de las cosas que pasan en la corte, de los crímenes, las ambiciones y las luchas por el poder que se desarrollan cada día dentro de los muros de palacio… Guillermo era un hombre muy inteligente; él y el consejero Enguerrando de Marigny tenían toda la confianza del rey Felipe IV y podría decirse que gobernaban el país. Guillermo y yo éramos amantes desde la época de los enfrentamientos con Bonifacio VIII, desde que él regresó de Anagni, después de la liberación del Papa por la sublevación popular. ¡Qué tiempos…! Yo era entonces viuda reciente y él era el hombre más poderoso de la corte. -Suspiró con melancolía-. Luego vino el problema de los templarios. Guillermo decía que había que terminar con ellos porque eran un «Estado podrido dentro del Estado sano». El fue quien organizó toda la campaña contra la Orden, quien retuvo a Molay y quien realmente lo quemó en la hoguera. Aquel día… -Se quedó en suspenso un momento, pensativa-. El día de la muerte de Molay estaba enfermo de rabia. «Me matarán, Beatriz -me dijo totalmente convencido-, esos bastardos me matarán. Su gran maestre lo ha ordenado desde la pira antes de morir, y puedes estar segura de que no viviré más allá de un año.» Cuando el Papa pereció, el estado de salud de Guillermo, de salud mental me refiero, se deterioró mucho.