– Lamento haber sido el causante de vuestra desgracia.
– ¡Oh, no, sire Galcerán! ¡Pero si me habéis hecho un favor! -replicó con firmeza, retirándose el pelo de la cara y enganchándolo suavemente tras las orejas-. Si vos no hubierais removido el fango, probablemente yo hubiera seguido toda mi vida en el agonizante gueto de Paris. Cuando supe por una buena amiga, dama también de la corte, que las tropas se apresuraban a detenerme por orden de Mafalda, comprendí que había estado perdiendo el tiempo y que aquello era una señal para que me pusiera en marcha y llevara a cabo lo que de verdad deseaba hacer.
– ¿Y qué es ello? -pregunté intrigado.
– A vos no voy a mentiros, puesto que también vuestra vida está involucrada con los Mendoza. Pero lo que voy a contaros deberéis guardarlo siempre en secreto y vuestros labios no proferirán nunca una sola palabra de lo que ahora os voy a confesar.
– Os juro por mi hijo -dije, y recordé cuántas veces había jurado en falso a lo largo de mi vida para obtener información-, que jamás diré nada a nadie.
– Cuando Manrique de Mendoza tuvo que escapar de Francia, le prometí que le seguiría en cuanto me fuera posible. Ya supondréis que éramos amantes.
– ¡Pero si él es monje! -objeté escandalizado.
– ¡Y vos sois bobo, micer Galcerán! -exclamó riendo-. Manrique no es ni el primero ni el último que cohabita con mujer. ¿En qué mundo vivís?
– Escuchad, Sara, en las órdenes militares el voto de castidad es uno de los más importantes. Tanto el Temple, como la Orden Teutónica o la del Hospital de San Juan de Jerusalén castigan severamente el trato carnal con mujeres. El monje acusado de ello pierde el hábito y la casa, sin posibilidad de perdón.
– ¿También vuestra nueva Orden de Montesa castiga con el mismo rigor?
Sus labios mostraban una sarcástica sonrisa mientras me reprochaba la falsa identidad que yo había utilizado -mal- ante ella, en Paris. Levanté las cejas y apreté los labios, con una mueca divertida de disculpa y, siguiendo la broma, asentí con la cabeza.
– Pues entonces -repuso ella con desprecio-, os perdéis lo más bello que hay en la vida, sire. Yo aceptaría de buen grado ser expulsada del mundo, si hiciera falta, a cambio del placer del amor.
Sí, hubo un tiempo muy lejano en que yo también opinaba como ella. Pero entonces las cosas eran distintas y también yo era otra persona.
– Así pues, ¿vais a reuniros con Manrique?
– Me dijo que le buscara en Burgos, que allí le encontraría. Y allí voy.
– También nosotros vamos a Burgos. Sabréis que en el convento de las Huelgas profesó Isabel de Mendoza. Es curioso que ambos hermanos se encuentren, años después, en la misma ciudad -dije reflexionando sobre ello-. Quiero volver a ver a la madre de mi hijo y quiero que los dos se conozcan, y quiero también que Jonás conozca allí su verdadero origen.
– ¿Es ése el motivo de vuestro viaje?
Aunque hubiera querido, no habría podido contarle la verdad, entre otras muchas razones porque Sara amaba a un templario y yo estaba buscando, sin demasiado éxito, el oro de los templarios para el Papa y para mi Orden. ¿Cómo insinuarle ni remotamente el fin último de nuestra peregrinación? Y, por otro lado, ¿cómo hacer camino con ella intentando encontrar los tesoros sin que se diera cuenta? En cualquier caso, para llegar a Burgos sólo faltaban dos o tres días, así que tampoco el riesgo era excesivo. Luego, Sara se quedaría con Manrique y nosotros continuaríamos nuestra marcha hasta Compostela.
– En efecto, reunir a Jonás con Isabel, su madre, es el motivo de nuestro largo viaje.
– Dejad que os pregunte, micer Galcerán: ¿culminasteis con éxito la misión que os llevó a París?
– Así es, Sara, y gracias a vos. Los documentos de Evrard fueron muy útiles para corroborar las sospechas que motivaron aquella investigación.
– ¿Y ese extraño viejo que os acompaña, ese tal Nadie?
– No tengo ni idea de quién es. Sólo sé que, al poco de cruzar los Pirineos, apareció en nuestra vida y no hemos conseguido librarnos de él.
– Hay algo extraño en ese hombre -declaró Sara con enojo, frunciendo la frente-, algo que no termina de gustarme.
¡Un momento!, me dije, Sara tenía razón. Yo había experimentado la misma desconfianza desde el primer momento y esa sensación provenía de que algo no encajaba bien en la historia de Nadie.
– ¿Qué os pasa, sire Galcerán? Os habéis quedado muy pensativo.
¿Quién demonios era el viejo? ¿Por qué sabía tantas cosas y por qué había demostrado tanto interés en obstaculizar nuestra visita a los lugares templarios en Puente la Reina y Torres del Río? Ciertamente, Nadie podía ser cualquiera, me dije receloso, podía ser cualquiera porque, en realidad, no era nadie, como bien indicaba su mote, pero ¿cómo averiguar su auténtica identidad?
– Sire…
– No preocuparos, Sara -resoplé agobiado-. Simplemente, acabo de darme cuenta de algo que puede ser importante.
– ¿Queréis contármelo?
– Mejor será que no os diga nada todavía, pero no debéis alarmaros. Este asunto lo voy a resolver muy pronto. Lo que necesito saber es si os incomodaría mucho hacer a pie el trecho que nos falta hasta Burgos. Es muy probable que debamos prescindir de nuestros caballos.
– Me gustará caminar con Jonás y con vos, freire.
– ¡No, no! -exclamé aterrado-. ¡No debéis darme ese apelativo!
– ¿Por qué? ¿Acaso no sois monje?
– Sí, silo soy -reconocí-. Pero en este viaje, por motivos particulares, no puedo asumir mi verdadera personalidad. Como habréis podido observar, Jonás responde por su verdadero nombre de García Galceráñez y yo por mi condición de caballero. Viajamos como padre e hijo, como peregrinos que cumplen penitencia de pobreza hasta Santiago. Así que, os lo suplico, no nos descubráis.
– ¿Que no descubra qué?
– Lo de nuestras identidades falsas -declaré sorprendido.
– ¿Qué identidades falsas? -preguntó con sonsonete zumbón.
En verdad, aquella hechicera tenía la capacidad de alterar mis nervios, pero en aquel momento no podía perder tiempo irritándome con sus juegos verbales: me devanaba los sesos pensando cómo deshacerme de Nadie lo antes posible. No me cabía ninguna duda de que la compañía del viejo era peligrosa y, aunque pudiera estar equivocado y el buen hombre fuera un santo, no tenía sentido prolongar una asociación que no había sido de mi gusto desde el principio. Y mucho menos ahora que Sara iba a viajar con nosotros.
De repente, se me ocurrió una idea brillante.
– Sara, ¿habría por ahí una jícara para calentar agua?
Me miró desconcertada.
– Supongo que si, tendría que buscar en la cocina.
– Traedla, por favor, y mirad también si la esposa de Judah tiene centeno y pasas de Corinto.
– ¿Qué queréis hacer? -preguntó enarcando las cejas.
– Ahora lo veréis.
Mientras ella desaparecía en el interior de la vivienda, yo abrí mí escarcela sobre el mostrador y busqué la talega de hierbas que había preparado en Ponç de Riba por si nos hacia falta algún remedio durante el viaje.
Sara regresó enseguida con un pocillo de cobre rebosante de agua y un par de bolsas de tela.
– ¿Necesitáis algo más?
– Poned la jícara al fuego. Cuando el agua escalfó, eché las pasas de Corinto y el centeno, para que la base de la cocción fuera dulce y suave. Luego, abriendo un par de saquitos recuperados de la talega de los remedios, eché en el cocimiento un puñado de hojuelas de Sene de Alejandría, y, con el puñal, tomé una punta generosa de corteza en polvo de la temible Rhamnus frangula, conocida como arraclán, arraclanera, frángula o avellanillo, según la zona, cuyo sabor amargo y áspero quedaría cubierto por la pulpa dulce de las pasas. Cuando el centeno empezó a reventar, calculé el tiempo y, retirándolo de la lumbre, lo dejé decantar unos minutos y luego lo eché en un paño que dejó colar en mi calabaza un liquido bilioso y fluido como la orina.