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– Bien se ve que mañana Nadie no podrá viajar con nosotros -musitó la hechicera con una sonrisa pícara en los labios.

– Habéis comprendido mi idea.

– ¡Demasiado bien, me temo!

Regresé al albergue y me introduje subrepticiamente en el dormitorio, al fondo del cual ardía una lamparilla de sebo frente a una imagen de Nuestra Señora. Sigiloso como un gato y aguzando los sentidos para prevenir cualquier mal trance, agarré la calabaza de Nadie y vertí en su interior parte del contenido de la mía, mezclándolo con el agua. Si todo funcionaba como yo tenía previsto, Nadie bebería un gran trago nada más despertarse, según su costumbre, y aunque pudiera percibir un sabor extraño en el liquido, seria demasiado tarde para sus intestinos. Con un poco de suerte, cabía incluso la posibilidad de que, amodorrado, no se diera ni cuenta.

Y, en efecto, con las primeras luces de la mañana, el viejo bebió y, al poco, el purgante comenzó a surtir efecto: sus gemidos de dolor se escucharon por todo el albergue mientras él corría -casi volaba- en camisa hacia los establos sujetándose el vientre con las manos. Jonás le miraba divertido desde el lecho, profundamente admirado de la velocidad que el viejo imprimía a sus piernas para ir a descargar las tripas.

– ¿Está enfermo? -preguntó, siguiendo con la mirada la nueva carrera de Nadie hasta la puerta. -No creo. Debe ser un simple trastorno por la cena de anoche.

– Pues ya ha hecho cuatro viajes a la cuadra. No habrá quien entre allí a buscar los animales. ¿No podéis darle nada que le mejore?

– Me temo -repuse ocultando una sonrisa- que no hay nada que pueda aliviarle.

No obstante, mientras nosotros desayunábamos nuestras sopas de pan y leche, la mirada dolorosa del enfermo me conmovió y le recomendé que tomara tres veces al día arcilla bien diluida en agua para cortar la flojedad de vientre. Si no mejoraba, le dije, lo mejor sería que acudiera al hospital de Santiago, en las afueras de la ciudad.

– Desde luego, no me siento con fuerzas para seguir viaje -musitó.

– Nosotros no podemos detenernos, amigo. Recordad que Sara tiene prisa por llegar a Burgos cuanto antes y que nos está esperando ahora mismo en la aljama.

En su cara apareció un rictus de malevolencia.

– Los caballos son míos y se quedan conmigo, así que decidid qué queréis hacer.

– Pues os damos las gracias por la ayuda que nos habéis prestado para dar con nuestra amiga -precisé-, pero, como comprenderéis, ahora que la hemos encontrado debemos proseguir el viaje con ella y no con vos.

La mirada del viejo manifestó una muda incredulidad.

– Pero vuestra amiga viaja a caballo -protesto.

– No, ya no.

– Pues os daré alcance en uno o dos días -se trataba casi de una amenaza.

– Estaremos contentos de recuperaros como compañero de viaje -mentí.

Recogimos a Sara en las puertas de la aljama y desanduvimos camino para salir de Nájera por delante de Santa María la Real en dirección a Azofra. Íbamos risueños y eufóricos mientras atravesábamos las tierras rojas, repletas de viñedos, que flanqueaban la senda. Desaparecida como por ensalmo la distancia creada por Nadie entre Jonás y yo, el muchacho volvía a parecer el mismo chico listo, despierto e inteligente que había demostrado ser durante nuestro viaje a Paris. El cielo seguía nublado y la luz era triste y plomiza, pero la conversación que manteníamos era tan animada que ni nos dimos cuenta de las incomodidades que suponía volver a pisar con los pies la masa de barro que cubría los caminos.

En Azofra nos desviamos hacia San Millán de la Cogolla para pedir comida al mediodía. Nos sorprendió mucho comprobar que San Millán, al contrario de lo que pudiera parecer, no era un solo monasterio, sino dos bien separados: San Millán de Suso -de Arriba-y San Millán de Yuso -de Abajo-. Al monasterio de arriba, el de Suso, se llegaba a través de un bosquecillo que venia a dar, directamente, a la explanada en la que se hallaba una iglesia en verdad hermosa de ejecución visigótica y mozárabe. Un lugar como he visto pocos a lo largo de mi vida. Allí se había criado y había vivido el célebre poeta Gonzalo, llamado de Berceo por haber nacido en esa localidad. Gonzalo fue quien escribió los Milagros de Nuestra Señora, veinticinco poemas en los que la intercesión milagrosa de la Virgen salva a sus devotos concediéndoles el perdón. Pero también era el autor de obras tan conocidas como el Poema de santa Oria, compañera espiritual de san Millán, y la Vida de santo Domingo de Silos. Su merecida fama le venía de haber sido el primero en redactar sus obras en la lengua vulgar del pueblo y no en latín, como él mismo explicaba en unos versillos: «Quiero fer una prosa en roman paladino, en cual suele el pueblo fablar a su vecino, ca non son tan letrado por fer otro latino, bien valdra como creo un vaso de bon vino.»

La tumba de alabastro de san Millán, un alabastro negro hermosamente tallado, se encontraba situada frente a la entrada del templo, al cual se accedía por una galería llena de sepulcros. Una vez en el interior, se vislumbraba una nave partida en dos por una curiosa arquería que, culminada por sendos arcos, daba acceso a dos capillas gemelas a los pies del recinto.

Pero no habían terminado allí las numerosas sepulturas que contenía aquel lugar: hacia el ábside, una escalera de madera permitía acceder a los restos del primitivo monasterio formado por muretes que unían criptas en las que se enterraban en vida los primeros monjes de aquel extraño cenobio. Una de las criptas llamó particularmente mi atención por el hecho de estar tapiada con una pared ante la cual se veían abundantes ramos de flores frescas.

– ¿A quién pertenece esa hornacina? -pregunté a un benedictino que pasaba en aquellos momentos por allí.

– Es la celda donde se emparedó santa Oria, patrona, junto con san Millán, de este sagrado lugar.

– ¿Cómo que se emparedó? -quiso saber, aterrada, la pobre Sara, poco acostumbrada a ciertas penitencias y martirios cristianos.

El monje hizo como que no la había oído (ni visto) y comenzó a explicarme a mí la historia de santa Oria, que había llegado a Suso en 1052, a los nueve años, acompañada por su madre, doña Amuña. Como era lógico, sintió de inmediato la llamada del Señor, y quiso dedicar su vida a la oración y la penitencia. Sin embargo, su deseo de profesar allí fue rechazado por tratarse de un cenobio de varones y por estar poco implantada en la zona la costumbre de que las mujeres adoptaran la vida de los anacoretas. A pesar de que Oria suplicó, lloró e insistió, la negativa se mantuvo, así que la niña decidió emparedarse de por vida en una celda cercana a la iglesia donde su presencia no perturbara a los monjes, que lo único que hicieron por ella durante veinte años (tiempo que tardó en morir) fue arrojarle comida y agua a través de un minúsculo ventanuco.

– ¡Es la historia más horrible que he escuchado en toda mi vida! -exclamó Sara cuando el benedictino desapareció, muy satisfecho, ladera abajo-. ¡No puedo creer que una niña de nueve años exigiera ser emparedada hasta la muerte! Eso debió ser cosa de su madre.

– ¿Y qué más da? El caso es que se emparedó -murmuré distraído, mirando fijamente la pared que cubría la celda-sepulcro. Era un muro sólido de piedras unidas con argamasa.