Pero no habían terminado allí las numerosas sepulturas que contenía aquel lugar: hacia el ábside, una escalera de madera permitía acceder a los restos del primitivo monasterio formado por muretes que unían criptas en las que se enterraban en vida los primeros monjes de aquel extraño cenobio. Una de las criptas llamó particularmente mi atención por el hecho de estar tapiada con una pared ante la cual se veían abundantes ramos de flores frescas.
– ¿A quién pertenece esa hornacina? -pregunté a un benedictino que pasaba en aquellos momentos por allí.
– Es la celda donde se emparedó santa Oria, patrona, junto con san Millán, de este sagrado lugar.
– ¿Cómo que se emparedó? -quiso saber, aterrada, la pobre Sara, poco acostumbrada a ciertas penitencias y martirios cristianos.
El monje hizo como que no la había oído (ni visto) y comenzó a explicarme a mí la historia de santa Oria, que había llegado a Suso en 1052, a los nueve años, acompañada por su madre, doña Amuña. Como era lógico, sintió de inmediato la llamada del Señor, y quiso dedicar su vida a la oración y la penitencia. Sin embargo, su deseo de profesar allí fue rechazado por tratarse de un cenobio de varones y por estar poco implantada en la zona la costumbre de que las mujeres adoptaran la vida de los anacoretas. A pesar de que Oria suplicó, lloró e insistió, la negativa se mantuvo, así que la niña decidió emparedarse de por vida en una celda cercana a la iglesia donde su presencia no perturbara a los monjes, que lo único que hicieron por ella durante veinte años (tiempo que tardó en morir) fue arrojarle comida y agua a través de un minúsculo ventanuco.
– ¡Es la historia más horrible que he escuchado en toda mi vida! -exclamó Sara cuando el benedictino desapareció, muy satisfecho, ladera abajo-. ¡No puedo creer que una niña de nueve años exigiera ser emparedada hasta la muerte! Eso debió ser cosa de su madre.
– ¿Y qué más da? El caso es que se emparedó -murmuré distraído, mirando fijamente la pared que cubría la celda-sepulcro. Era un muro sólido de piedras unidas con argamasa.
¿Eran imaginaciones mías… o estaba viendo lo que creía que estaba viendo? No podía dar crédito a mis ojos. Fui dibujando paso a paso un semicírculo en torno al muro para cerciorarme.
– ¿Se puede saber qué estáis haciendo? -clamó la hechicera con tono de pocos amigos. La miré con los ojos brillantes y llenos de entusiasmo.
– ¡Venid aquí! ¡Ven tú también, Jonás! Poneos aquí, si, aquí, y así, para que apreciéis bien las piedras con el sol a contraluz. ¿Qué veis? Invisible salvo con la luz enfrentada, y sólo desde un único punto del arco -cualquier variación insignificante hacia un lado o hacia otro provocaba la desaparición de la figura-, una cruz en forma de Tau se destacaba en el muro que cerraba la celda de Oria. Sara se fijaba cuanto podía pero no veía nada.
– ¡La Tau! ¡De nuevo la Tau! -exclamó Jonás triunfante.
– ¿Cómo de nuevo? -me sorprendí.
– ¿Acaso no me contasteis que en la catedral de Jaca habíais encontrado otra?
Otra, otra, otra… Las palabras de Jonás rebotaban y volvían a rebotar dentro de mi cabeza, como si alguien las gritase en el interior de una profunda cueva y el eco las devolviera una y otra vez. Otra Tau. Sí, otra Tau en Jaca, en la catedral, en la capilla de Santa Orosia. Santa Orosia, Orosia… Oria, santa Oria. ¡Cristo! ¡No podía ser! ¡Era demasiado hermoso! ¡Demasiado evidente! La deformación de los nombres de las supuestas santas me había confundido. En ambos, la clave estaba en el diptongo latino «au», que se había transformado, como en francés, en «o». «Au» de «Aureus», oro, y Oria venia de «Aurea», que quiere decir «de oro», y Orosia, «Aurosea», «del color del oro», ambas muy bien señaladas por sus respectivas Taus. «Tau-Aureus», como rezaba el mensaje de Manrique de Mendoza a su compañero Evrard, «la señal del oro». Eso era lo que los dos leones del tímpano de la catedral de Jaca estaban gritando a quien supiera oírles.
– ¡Jonás! -grité-. Baja a San Millán de Yuso y busca acomodo para esta noche. ¡Al precio que sea! ¡Y lleva a Sara contigo!
Eché a correr monte arriba como un pobre loco poseído y me dediqué a buscar cantales y ramas que pudieran servirme como mazo y cincel, herramientas que esa noche iba a necesitar para tirar abajo el muro de la tumba de la pobre niña, cuya existencia física real empezaba a poner seriamente en duda. Crear leyendas, mitos, modificar vidas, construir santos o bendecir falsas reliquias es la inveterada costumbre de la Iglesia de Roma.
– Lo habéis hallado, ¿no es cierto?
La voz me sobresaltó. Giré medio cuerpo hacia mi izquierda y me encontré cara a cara con el conde Joffroi de Le Mans. Su porte patibulario volvió a impresionarme. A pesar de las ropas, que eran sin duda de una gran elegancia, su corpulencia abrupta y esa frente rocosa y protuberante le conferían un carácter marcadamente criminal.
– En la tumba de santa Oria, ¿no es verdad? -continuo.
¿Por qué enfadarme? Allí tenía al representante del Papa en persona, al mismísimo Juan XXII camuflado de soldado esperando ávidamente su oro. Lo que sea que yo hubiese encontrado ni era mío ni lo sería nunca, así pues ¿por qué ofuscarme?
– En efecto -mascullé con desagrado-, en la tumba de santa Oria. Sólo hay que echar abajo el muro que la cubre. Lo más probable es que se halle enterrado bajo el suelo o tras alguna roca de las paredes de la cueva. No será difícil sacarlo a la luz.
– Esa tarea me corresponde a mí, freire. Vos habéis terminado. Continuad viaje.
– Os equivocáis, conde -exclamé cargado de ira-. No hemos terminado en modo alguno. Por si os interesa saberlo, lo que hallaréis en la tumba de santa Oria no es más que una ínfima parte, una pequeña partida de las riquezas que hay escondidas a lo largo del Camino. Y necesito estar presente cuando las desenterréis porque puede haber algún indicio que me ayude a proseguir la búsqueda. Os diré que podréis encontrar más oro en la catedral de Jaca. Enviad allí un emisario o lo que os plazca. En la capilla de la patrona de la localidad, santa Orosia, probablemente tras la pared que se halla a espaldas de la figurilla de una Santísima Virgen sedente, que porta una cruz en forma de Tau, encontraréis lo que probablemente sea la primera remesa de oro templano a este lado de los Pirineos. Pero atended: exijo una relación detallada de todo lo que aparezca.
Le Mans me miró inexpresivamente y, tras unos instantes, asintió. Era probable que él estuviera limitándose a cumplir con un trabajo más o menos rutinario, pero yo había llegado a aborrecerle de tal modo que le consideraba, más que a cualquier otra persona en el mundo, mi principal enemigo.
– Ni la mujer ni el niño podrán estar delante. Sólo vos.
– Muy bien -repuse y, dándole la espalda, descendí ladera abajo, despreocupado ya de cuanto pudiera hacer falta para los trabajos de la noche. ¿No estaba el conde a cargo del tesoro? Pues que estuviera también a cargo de cuantas pesadas tareas ocasionara. No pensaba mover ni un dedo para sacarlo a la luz. En el fondo, él tenía razón: mi única obligación era encontrarlo; todo lo demás era de su competencia.
Jonás estaba impaciente por saber. Sara y él me esperaban en la puerta del albergue sentados junto a una hoguera con un grupo de peregrinos bretones. Al verme, el muchacho dio un res-pingo y quiso incorporarse para correr hacia mi. Sin embargo, un gesto disimulado de Sara, que le sujetó levemente con la mano, le contuvo. De nuevo me di cuenta de que aquella judía era una mujer admirable. No sabia nada de lo que yo estaba haciendo pero, en lugar de preguntar, indagar o sonsacar, aceptaba tranquilamente el misterio y vigilaba el apasionado temperamento del muchacho para que no despertara los recelos de nadie, como si intuyera que muchos ojos podían estar observándonos.
Sin decir nada, me senté junto a ellos y permanecimos de charla con los bretones hasta la hora de la cena, bebiendo un vino excelente que aquéllos portaban en un pellejo de cabrito que fue pasando de mano en mano. Los monjes nos sirvieron en las escudillas una espesa sopa de cebolla y calabaza, acompañada con pedazos de tocino seco y hogazas de pan de trigo.