– Cuando el caballero quiera -exclamó el viejo clérigo a mi espalda-, podemos volver a la hostería.
– Os estamos profundamente agradecidos, frade, por vuestra amabilidad. Pero, si no os incomoda, mi hijo y yo nos quedaremos un rato rezando al santo.
– ¡Veo que san Juan ha despertado vuestra piedad! -advirtió gozoso. -Alzaremos plegarias por una hija de mi hermano que lleva años esperando concebir un hijo.
– ¡Hacéis bien, hacéis bien! Sin duda, san Juan os otorgará lo que pedís. Os esperaré en casa con vuestra amiga judía. Quedad con Dios.
– Id vos con Él.
En cuanto hubo desaparecido, Jonás se volvió hacia mí y me escudriño.
– ¿Qué os pasa? No tenemos ninguna prima estéril.
– Atiende, muchacho.
Le cogí por el pescuezo y moví su cabeza, como si fuera la de un pelele de trapo, hacia el capitel de la Anunciación.
– Observa bien al viejo san José.
– ¡Otra Tau! -exclamó alborozado.
– Otra Tau -convine-. Y mira ese rayo de luz que está desapareciendo; todavía la ilumina un poco.
– Si aquí hay una Tau -afirmó, soltándose de mi pinza con un cabeceo-, sin duda hay también otro escondite de tesoros templarios.
– Claro que lo hay. Y yo sé dónde está.
Me miró con los ojos muy abiertos y brillantes.
– ¿Dónde, sire?
– Haz memoria, muchacho. ¿Qué fue lo que más nos llamó la atención en Eunate?
– La historia del rey Salomón y todos aquellos animales extraños de los capiteles.
– ¡No, Jonás! ¡Piensa! Sólo había un capitel que era distinto a los demás. Tú mismo me lo señalaste.
– ¡Ah, si, aquel de la resurrección de Lázaro y el ciego Bartimeo!
– Exacto. Pero si recuerdas bien, la frase cincelada en la cartela de la escena de la resurrección era incorrecta. En ella, Jesús, mientras resucitaba a su amigo, decía: Ego sum lux, pero, según los Evangelios, Jesús no pronunció esas palabras en aquel momento. ¿Y qué tenemos aquí, en San Juan de Ortega?
– Tenemos una Tau y un rayo de luz que la alumbra.
– Y un santo taumaturgo que, según el frade de este lugar, era experto en resucitar difuntos, como la escena del capitel de Eunate y como la del capitel de la iglesilla templaria de Torres del Río, ¿recuerdas? También allí había un solo capitel de apariencia normal con el motivo de la resurrección de Jesús.
– ¡Es verdad! -exclamó, golpeándose el muslo con el puño cerrado. No podía negarse que era hijo mío. Incluso sus gestos más irreflexivos eran un mal remedo de los míos-. Pero eso no nos dice dónde está escondido el oro.
– Si nos lo dice, pero por si quedase alguna duda, también disponemos de la información recogida en la iglesia templaria de Puente la Reina.
– ¿Qué información?
– Recordarás lo que te conté acerca de las pinturas murales de Nuestra Señora dels Orzs. -El chico afirmó-. Pues bien, encima de un árbol en forma de Y griega, o de Pata de Oca, símbolo de las hermandades secretas de pontífices y arquitectos iniciados (y recuerda que san Juan de Ortega era uno de ellos), un águila mayestática examinaba una puesta de sol. Como ya sabes, el águila simboliza la luz solar, y el ocaso allí dibujado se corresponde con esta hora en la que ahora nos hallamos; ese rayo de sol que ha iluminado la Tau es un rayo de luz crepuscular.
– Bueno, bien, pero ¿dónde está el oro? -se impacientó.
– En el sepulcro de san Juan de Ortega.
– ¡En el sepulcro! Queréis decir… ¿dentro del sepulcro?
– ¿Por qué no? ¿No recuerdas los capiteles? Las lápidas estaban siempre apartadas a un lado para permitir la salida del muerto redivivo. Así ocurrió con el muro que cubría la cripta de santa Oria, y apuesto lo que quieras a que encontrarán el tesoro de santa Orosia de Jaca dentro de alguna sepultura a la que haya que quitar una pared. Aunque…
– Aunque… ¿qué?
– En Torres del Río una nube de humo salía del sepulcro abierto. De hecho, las dos figuras femeninas, las dos Marías del Evangelio, más parecían cadáveres que otra cosa. Es posible, Jonás, es muy posible que el sepulcro de san Juan de Ortega contenga alguna trampa, algún veneno volátil suspendido en el aire.
– Pues no se lo digáis al conde Le Mans -dejó escapar alegremente-. Debe estar a punto de aparecer. Que lo abra él. ¿No es lo que desea?
– Si -afirmé con una sonrisa parecida a la suya-, es una idea excelente. No digo que no sienta tentaciones de dejarle morir envenenado. Pero esta vez, muchacho, el tesoro lo recuperaremos nosotros. Le Mans no tiene que enterarse hasta que no hayamos visto el interior de esa tumba.
– ¡Pero moriremos nosotros!
– No, porque sabemos que ese riesgo existe y pondremos los medios necesarios para impedir que ocurra. Y ahora, joven Jonás, aunque te cueste un esfuerzo enorme, pon cara de ángel serMico y abandonemos esta iglesia como si hubiéramos estado rezando piadosamente: ni un gesto, ni un movimiento que delate lo que sabemos, ¿entendido? Recuerda que los esbirros de Le Mans nos observan.
– Tranquilo, sire, y fijaos en mí.
De repente se desmoronó. Su abatimiento y tristeza eran tan exagerados que tuve que darle un coscorrón.
– ¡No tanto, zoquete!
Si volvíamos al santuario, Le Mans se enteraría, así que debíamos encontrar una buena excusa que hiciera razonablemente lógica una nueva visita. Por fortuna, nos la proporcionó el propio clérigo del lugar:
– Debo ir a la iglesia a apagar las velas de las lámparas y los cirios del altar -murmuró desperezándose y dando un largo bostezo.
Estábamos sentados frente a un fuego, envueltos en viejas y agujereadas mantas de lana. Sara dormitaba, inquieta, en su asiento; estaba nerviosa porque al día siguiente se iba a encontrar en Burgos con el de Mendoza. También yo me sentía alterado por la cercanía del encuentro con Isabel, pero no sabía qué era lo que más me afectaba, si ver a la madre de Jonás después de tantos años o que Sara encontrara a su amado Manrique.
– Dejad que vaya mi hijo -propuse.
– ¡Oh, no! Tengo por costumbre rezar a san Juan todos los días a estas horas mientras apago las candelas.
– Está bien, pues dejad que vayamos mi hijo y yo y, en agradecimiento por lo bien que nos habéis tratado, ambos rezaremos al santo por vos y en vuestro lugar.
– ¡No es mala idea, no señor! -profirió encantado.
– Es muy buena idea -corroboré para no darle tiempo a pensar-. Jonás, coge el apagavelas del frade y vamos.
Jonás cogió de un rincón el cayado con el cucurucho de latón en lo alto y se quedó de pie junto a la puerta, esperándome. Yo me incorporé y me acerqué a Sara para decirle que nos íbamos, pero estaba tan dormida que no lo advirtió. Hubiera podido ponerle la mano en el hombro para despertarla y nadie hubiera pensado nada malo de mi; hubiera podido, incluso, cogerle una mano y acariciarsela, y tampoco hubiera ocurrido nada extraordinario; hubiera podido rozarle el peio suavemente, o la mejilla, y ni el buen cura se hubiera escandalizado. Pero no hice nada de todo aquello, porque yo sí hubiera sabido la verdad.
– Sara, Sara… -susurré cerca de su oído-. Id a la cama. Jonás y yo volveremos ahora mismo.
Atravesamos la explanada alumbrados por la luz del plenilunio. La iglesia estaba igual de vacía que cuando la dejamos, aunque más silenciosa porque el mosconeo, felizmente, había desaparecido.
– ¿Cómo haremos para levantar la tapa del sepulcro? -susurró Jonás.
– «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», dijo Arquímedes.
– ¿Quién?
– ¡Vivediós, Jonás! ¡No has recibido la menor educación!
– ¡Pues ahora vos sois el único responsable de ella, así que ya sabéis!
Hice como que no le había oído y saqué de debajo de mi saya una azuela y la daga de Le Mans y, enarbolándolas, me acerqué a la sepultura.
– Toma -dije alargándole el estilete-, raspa la argamasa por el otro lado y cuando hayas terminado trae el apagavelas.