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Doña María de Almenar volvió con un gesto adusto en la cara.

– Seguidme, don Galcerán.

Salimos a un bello claustro de grandes proporciones que abandonamos al momento, girando dos veces hacia la siniestra por un carrejo que nos dejó en otro claustro más pequeño y de aspecto mucho más antiguo.

– Esperad aquí -dijo-. Doña Isabel vendrá pronto. Os halláis en la parte del monasterio que llamamos «las Claustrillas». Era el jardín de la antigua mansión de recreo que los reyes de Castilla utilizaban para holgar lejos de los problemas del reino. Es por ello que este cenobio se llama Las Huelgas.

Yo no la estaba escuchando y tampoco noté su ausencia cuando desapareció. Con la mirada fija en los parterres, estaba muy ocupado intentando detener los impetuosos latidos de mi corazón. Tenía tanto o más miedo que en mis lejanos días de batalla cuando, armado hasta los dientes y cubierto por la armadura, me lanzaba al galope hacia el campo enemigo siguiendo la estela de mi gonfalón. Sabía que debía matar -y morir si llegaba el caso-, pero mis piernas no flaqueaban, ni temblaban mis manos como en aquellos momentos. Me hubiera gustado vestir hábitos nuevos y lucir la barba limpia y bien peinada, ir armado con espada y cubierto por el largo manto blanco con la cruz negra ochavada de los hospitalarios. Pero, lamentablemente, sólo vestía la mísera indumentaria de un jacobípeta pobre, y eso no era mucho para una dueña como Isabel de Mendoza.

Isabel de Mendoza… Todavía podía escuchar su risa infantil resonando por los corredores del castillo de su padre y ver el brillo de las llamas reflejado en sus hermosos ojos azules. Recordaba muy bien, para mi desgracia, el tacto aterciopelado de su joven piel y las formas de su cuerpo y, sin gran esfuerzo de memoria, podía revivir aquellos instantes en que se me entregaba entera, arrebatados ambos por la pasión propia de la mocedad. En uno de aquellos escasos momentos, fuimos descubiertos por su vieja aya -doña Misol se llamaba, jamás olvidaré su nombre-, que corrió a informar de nuestro delito a su padre, don Nuño de Mendoza, muy amigo del mío, en cuya casa estaba sirviendo yo como escudero. Aquello hubiera podido representar el final de mis posibilidades de ser nombrado caballero (don Nuño pidió al obispo de Álava un juicio de honor contra mí), pero, por intercesión de mi padre, tuve la suerte de poder profesar en la Orden Militar del Hospital de San Juan de Jerusalén. Fui separado de Isabel y de mi familia y enviado a Rodas a la edad de diecisiete años, sin que nadie me informara nunca del nacimiento de Jonás.

– Mi señor Galcerán de Born… -exclamó una voz a mí espalda. ¿Era la voz de Isabel? Podía serlo, pero no estaba seguro. Habían transcurrido quince años desde la última vez que la escuché y ahora sonaba más aguda, más estridente. ¿Era Isabel quien estaba detrás de mí? Podía serlo, pero no estaría seguro hasta que no me diera la vuelta, y no tenía fuerzas para hacerlo. Me ahogaba. Con un firme acto de voluntad, conseguí avasallar mis miedos y giré sobre mí mismo.

– Mi señora doña Isabel… -atiné a pronunciar.

Unos ojos azules me miraban con curiosidad y espanto. En torno a ellos, el grueso óvalo de una cara desconocida, aunque lejanamente parecida a la de Jonás, enmarcaba unas cejas finas y una amplia frente depilada, así como unos pómulos cortantes que yo no recordaba. Gran cantidad de afeites, polvos y colores distorsionaban su apariencia. ¿Quién era aquella mujer?

– Es un placer volver a veros después de tantos años -dijo secamente, desmintiendo con el tono sus palabras de bienvenida. Sus ropajes negros conforme a la Regla bernarda (cubiertos, eso sí, de hermosas joyas), y la toca que escondía sus cabellos, me desconcertaron. No la reconocía. Entrada en años y en carnes, en nada se parecía a mi preciosa Isabel. No, no sabía quién era aquella dueña de avanzada edad y semblante agriado.

– Lo mismo digo, señora. Mucho es el tiempo que ha pasado, en efecto.

Como por ensalmo desaparecieron mis temores, mis angustias y mis dolores. Todo mi trastorno se desvaneció en humo.

– ¿Y cuál es el motivo de vuestra extraordinaria visita? Habéis levantado verdadero revuelo en el cenobio, y la Alta Señora no sabe bien qué pensar sobre vos y vuestros documentos.

– Aclaradle a la Alta Señora que los documentos son auténticos y que están en regla. Mucho me está costando haberlos conseguido, pero doy mis esfuerzos por bien empleados.

– Paseemos, don Galcerán. Las Claustrillas, como veis, es un lugar apacible.

De fondo se escuchaba el ruido del agua de una fuentecilla y el canto de los pájaros. Todo era paz y serenidad…, incluso en mí corazón. Iniciamos así un recorrido por las galerías, cuyos arcos, sobrios y carentes de adornos, descansaban sobre columnas pareadas.

– Decid, señor, a qué debo el honor de esta visita.

– A nuestro hijo, doña Isabel, al joven García Galceráñez, abandonado en el cenobio de Ponç de Riba hace poco más de catorce años.

La dueña reprimió un sobresalto encubriendo su confusión con una sonrisa seca.

– No existe tal hijo -mintió.

– Sí que existe. Es más, ahora mismo se encuentra en el vecino albergue del Hospital del Rey, descansando, y os aseguro que nadie en su sano juicio podría negar lo evidente: tiene vuestra misma cara, fielmente reproducida por la naturaleza hasta en los menores detalles. Sólo en el genio, la voz y la estatura se parece a mí. Hace poco, señora, que lo encontré donde vos ordenasteis dejarlo.

– Os equivocáis, señor -rechazó obstinadamente, pero el temblor de sus manos cargadas de anillos la delataba-. Nunca tuvimos un hijo.

– Mirad, dueña, que no estoy para chanzas ni pamplinas. Hace tres años -le expliqué-, trajeron a la enfermería de mi hospital, en Rodas, a un pobre mendigo comido por la lepra. No le quedaban muchas horas de vida y ordené trasladarlo a la sala de los moribundos. Al yerme, el hombre me reconoció: era vuestro criado Gonçalvo, ¿os acordáis de él?, uno de los porquerizos del castillo Mendoza, el más joven. Fue Gonçalvo quien me contó vuestro parto, ocurrido a principios de junio de 1303, quien me explicó que doña Misol y vos le entregasteis al niño para que lo llevara al lejano monasterio de Ponç de Riba, a cambio de lo cual obtuvo la libertad (de lo que deduzco que vuestro padre estaba detrás del asunto), y quien me explicó que habíais profesado como dueña bernarda en este cenobio de Burgos.

– ¡No fui yo la que parió aquel día! -exclamó con vehemencia. Su voz sonaba muy aguda, señal de que se encontraba atrozmente alterada-. Fue doña Elvira, mi dama de compañía, aquella que os hacía reír con su gracejo.

– ¡Dejad de mentir, dueña! -bramé, deteniendo mi paseo y mirándola fijamente-. El niño abandonado por Gonçalvo en Ponç de Riba portaba al cuello el amuleto judío de azabache y plata con forma de pez que yo os regalé cierta noche, ¿lo recordáis? Había colgado siempre sobre mi pecho, bajo las ropas, desde que mí madre lo puso allí el día de mi nacimiento hasta que vos os encaprichasteis de él porque os lo habíais clavado en la piel mientras estabais conmigo. Y en la nota dejada junto al niño ¿qué nombre pedíais que recibiera en el bautismo? García, el mismo que me dabais a mí en secreto porque os gustaba mucho desde que habíais oído un poema cuyo héroe se llamaba así.

Isabel, que me había estado contemplando con ojos extraviados y húmedos, se calmó de pronto. Una fría corriente de aire pareció atravesar su cuerpo, calmando su ánimo y dejando cristales de hielo en su mirada. Sus labios se curvaron en una mueca que pretendía ser una sonrisa y me observó con desprecio: