– ¿Y qué? ¿Qué importa que diera a luz un hijo? ¿Qué importa un bastardo más o menos en este mundo? No fui la primera ni seré la última en parir ilegítimos. También la Alta Señora tuvo un hijo con un conde antes de profesar y nadie viene a recordárselo ni a echárselo en cara.
– No habéis entendido nada -murmuré apenado.
– ¿Qué tengo que entender, que habéis venido con nuestro hijo a sacarme de aquí, que queréis formar una familia a la vejez? ¡Eso es…! -me escupió a la cara-. ¡Queréis una boda entre monje y monja, con nuestro bastardo como obispillo!
– ¡Basta! -grité-. Basta…
– No sé qué pretendíais al venir, pero sea lo que sea, no lo conseguiréis.
– Vos no erais así antes, Isabel -me lamenté-. ¿Qué os ha pasado? ¿Por qué os habéis vuelto tan ruin?
– ¿Ruin? -se sorprendió-. He pasado quince años de mi vida, los mismos que tenía cuando llegué, encerrada entre estos muros por vuestra culpa.
– ¿Por mi culpa? -pregunté asombrado.
– Vos, al menos, fuisteis enviado a ultramar. Viajasteis, conocisteis mundo y estudiasteis, pero ¿y yo? Yo me vi confinada a la fuerza en este cenobio, sin más entretenimiento que los rezos ni más música que los cantos litúrgicos. Aquí dentro la vida no es fácil, señor… Mi tiempo pasa entre chismorreos, comadreos y murmuraciones. Lo que más me entretiene es crear alianzas y enemistades que invierto, por gusto, al cabo de un tiempo. Lo mismo hacen las demás, y la vida se nos pasa en estos vacuos menesteres. Excepto la Alta Señora y las sórores más próximas a ella, y las cuarenta legas que llevan la casa, las demás no tenemos gran cosa que hacer. Y así un día tras otro, un mes tras otro, un año tras otro…
– ¿De qué os quejáis? Vuestra vida no hubiera sido muy diferente fuera de aquí, Isabel. Si nuestros abolengos hubieran sido parejos y nos hubieran casado, o si os hubieran casado con otro, ¿qué cosas distintas habríais hecho?
– Habría hecho traer a los mejores juglares del reino para escucharles junto al fuego en las noches de invierno -empezó a enumerar-, habría paseado a caballo por nuestras tierras, como paseaba por las de mi padre, y habría tenido con vos muchos hijos que hubieran ocupado mi tiempo. Habría leído todos los libros y os habría convencido para que peregrinásemos a Santiago, a Roma e, incluso -dijo riendo-, a Jerusalén. Habría dirigido vuestra casa, vuestra hacienda y vuestros criados con mano firme, y os habría esperado cada noche en el lecho…
Se detuvo de pronto, con la mirada perdida, dejando la frase en el aire.
– No pudimos prever que doña Misol nos descubriría -murmure.
– No, no pudimos, pero el caso es que nos descubrió y que nos separaron, y que vos no hicisteis nada para impedirlo, y que, nueve meses después, de mí nació un niño que me quitaron, y que luego me trajeron aquí y que aquí sigo, y que aquí seguiré hasta mí muerte.
– Yo no podía hacer nada contra vuestro padre y el mío, Isabel.
– ¿No…? -inquirió con desprecio-. Pues yo, de haber sido vos, sí que hubiera podido.
– ¿Y qué hubierais hecho, eh? -quise saber.
– ¡Os hubiera raptado! -exclamó sin un asomo de duda en la cara. ¿Cómo podía explicarle que su padre me había hecho azotar hasta casi matarme, que me había encerrado en la torre-cárcel del castillo, y que allí me retuvo a pan y agua hasta que, inerte y privado, me entregó a los hombres del Hospital? Después de todo, nuestras vidas ya no tenían arreglo, pero había otra vida que silo tenía, y era por eso que yo estaba allí.
– Debí raptaros, si… -acepté apesadumbrado-. Pero os suplico que penséis alguna vez que si vos, por vuestra parte, no tuvisteis opción, yo, por la mía, tampoco la tuve. Pero el futuro que a nosotros nos quitaron, Isabel, podemos dárselo a nuestro hijo.
– ¿De qué estáis hablando? -preguntó con acritud.
– Dejad que le diga a García cuál es su auténtico origen, entregadle cartas de legitimidad como Mendoza y yo haré lo propio como De Born. No he querido contarle la verdad sin tener vuestro consentimiento. Es cierto que mi padre puede adoptarle si se lo pido, pero vuestro linaje es superior al mío y, como imaginaréis, me gustaría que él lo tuviera. Vos no perderíais mucho (vuestro hermano y vos sois los últimos Mendoza y ambos carecéis de descendencia legítima) y él obtendría el lugar que le corresponde por nacimiento. Cuando vuelva a Rodas, lo dejaré al cuidado de mi familia para que sea nombrado caballero al cumplir los veinte años. Es un muchacho admirable, Isabel, es bueno e inteligente como vos, y extremadamente guapo. Sólo os diré que, en París, alguien que conocía a vuestro hermano Manrique le asoció rápidamente con vuestra familia. Es, quizá, demasiado alto para su edad; a veces temo que se le descoyunten los huesos, porque está muy flaco. Y ya exhibe bozo en la cara.
Hablaba sin parar. Quería crear en Isabel vínculos afectivos con su hijo. Pero, desgraciadamente, no tuve éxito. Quizá si hubiera recurrido a un ardid, a una estratagema, lo hubiese conseguido, pero ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Soy un mentiroso y un perjuro, es verdad, pero hay ciertas cosas con las que mi conciencia no transige.
– No, don Ga1cerán, no acepto vuestra propuesta. Os repito, por si no me habéis oído con suficiente claridad, que, amén de cuestiones hereditarias ya resueltas en este momento y que se verían gravemente alteradas, yo no tengo ningún hijo.
– ¡Pero eso no es cierto!
– Si lo es -repuso firmemente-. A mí me enterraron aquí a los quince años y muerta estoy, y los muertos no pueden hacer nada por los vivos. El día que crucé el umbral de este cenobio por primera y última vez supe que todo había terminado para mí y que sólo me restaba esperar la muerte al cabo de unos años. Yo ya no existo, dejé de existir cuando profesé, sólo soy una sombra, un fantasma. Tampoco vos existís para mí, ni existe ese hijo que está ahí afuera… -Me miró sin expresión-. Haced lo que queráis, contadle quién es su madre si os place, pero decidle que jamás podrá conocerla. Y ahora, adiós, don Galcerán. Se acerca la hora nona y debo acudir a la iglesia.
Y mientras Isabel de Mendoza desaparecía para siempre por debajo de las hojas y las flores de piedra que ornaban el arco de la puerta, sonaron las campanas del monasterio llamando a las dueñas a la oración. Allí quedaba la mujer que había marcado mi vida para siempre tanto como yo había marcado la suya. Ninguno de los dos hubiéramos sido los que éramos en aquel momento de no habernos conocido y enamorado. De algún modo, su destino y el mío, aunque a distancia, permanecerían entrelazados, y nuestras sangres, unidas, cruzarían los siglos en los descendientes de Jonás… ¡Jonás…!, recordé de pronto. Debía regresar sin tardanza al albergue.
Abandoné el cenobio y salvé en un suspiro la distancia que me separaba del Hospital del Rey. Estaba oscureciendo rápidamente y ya cantaban los grillos en la espesura. Encontré al muchacho jugando en la explanada, frente al edificio, con un enorme gato pardo que parecía tener malas pulgas.
– ¡Ya están sirviendo la cena, sire! -gritó al yerme-. ¡Daos prisa, que tengo hambre!
– ¡No, Jonás, ven tú aquí! -le grité a mi vez.
– ¿Qué ocurre?
– ¡Nada! ¡Ven! Echó una carrera hacia mí con sus largas piernas y se plantó a mi lado en un instante.
– ¿Qué queríais?
– Quiero que mires bien el monasterio de dueñas que tienes delante.
– ¿Hay en él alguna pista templaria que desvelar?
– No, no hay ninguna pista templaria. ¿Cómo empezar a contarle…?
– ¿Entonces? -me urgió-. Es que tengo mucha hambre.
– Mira, Jonás, lo que tengo que decirte no es fácil, así que quiero que me prestes atención y que no digas nada hasta que termine.
Todo se lo expliqué sin tomar un maldito respiro. Empecé por el principio y terminé por el final, sin omitir nada ni ahorrarle nada, sin disculparme, aunque disculpando a su madre, y cuando hube acabado -para entonces era ya noche cerrada-, di un largo suspiro y me callé, agotado. El silencio se prolongó durante largo rato. El muchacho no hablaba, ni siquiera se movía. Todo a nuestro alrededor estaba en suspenso: el aire, las estrellas, las sombras elevadas de los árboles… Todo era quietud y silencio, hasta que, de pronto, inesperadamente, Jonás se puso en pie de un salto y, antes de que yo tuviese tiempo de reaccionar, echó a correr como un gamo en dirección a la ciudad.