Ictiandro yace supinado. La tempestad pasó. Los truenos se oyen en la lejanía, hacia oriente. Pero sigue lloviendo a raudales. Cierra los ojos y expone gustoso el rostro a la lluvia. Al fin abre los ojos, se incorpora, permaneciendo hasta la cintura en el agua, y mira alrededor. Está en la cresta de una gran ola. Se ve envuelto en cielo, océano, viento, nubes, aguacero, olas; todo se fundió en una vorágine diabólica que ruge y produce un estrépito infernal. Se riza la espuma en las crestas de las olas y serpentea enojosamente al desvanecerse éstas. Corren con ímpetu hacia arriba las montañas de agua, para precipitarse seguidamente cual aludes, repiquetea el aguacero, rugen los desenfrenados vientos.
Todo cuanto atemoriza al hombre, alegra a Ictiandro. Claro, debe ser prudente, pues se le puede venir encima una montaña de agua. Pero Ictiandro conoce las olas tan bien como cualquier pez. Lo que hace falta es saber sus mañas: una simplemente te sube y te baja, te sube y te baja; otra puede darte un revolcón. El también sabía lo que sucedía bajo el agua, sabía cómo desaparecían las olas, cuándo cesaba el viento: sabía que primero desaparecían las olas pequeñas y después las grandes, pero la marejada baja duraba mucho más. Le encantaba retozar en la ola costera, pero era consciente del riesgo que corría. En cierta ocasión una ola revolcó a Ictiandro y le estrelló la cabeza contra el fondo, haciéndole perder el conocimiento. Un hombre común y corriente se habría ahogado, pero Ictiandro se recuperó en el agua.
La lluvia cesó. La corriente se lo había llevado tras la tormenta hacia oriente. Pero el viento cambió. Del norte tropical sopló un aire cálido. Las nubes comenzaron a rasgarse, formando claros. Los rayos solares se abrieron paso hacia las olas. En el sureste, en un cielo todavía oscuro y tenebroso, apareció un doble arco iris. El océano estaba desconocido. Ahora ya había perdido aquel color plomizo oscuro, para convertirse en azul con manchas esmeralda, en los lugares alcanzados por los rayos solares.
¡El sol! En un instante el cielo, el océano, la costa y hasta las lejanas montañas se transformaron. ¡Qué aire tan delicioso, liviano, húmedo queda después de la tempestad y la tormenta! Ictiandro ora respira a pleno pulmón el puro y sano aire de mar, ora pasa a respirar intensamente con las branquias. De todos los humanos sólo Ictiandro sabe lo bien que se respira después de que la tempestad, la tormenta, el viento, las olas, la lluvia mezclan el cielo con el océano, el aire con el agua, enriqueciendo así el agua en oxígeno. Eso reanima a los peces, a toda la población marina.
Tras la tempestad y la tormenta de las selvas submarinas, de las grietas en las rocas y de los caprichosos «matorrales» de corales salen pequeños peces, tras ellos los grandes, agazapados en las profundidades, y, por último, las débiles medusas, y otra morralla más menuda del fondo marino.
Un rayo de luz solar cae sobre la ola y el agua se pone verde, relucen las pequeñas burbujas, se deshace la espuma… Cerca de Ictiandro retozan sus amigos, los delfines, que lo miran con curiosidad, alegría y picardía. Brillantes sus lomos negros entre las olas, juguetean, resoplan, se persiguen. Ictiandro ríe, juega con los delfines, nada, bucea con ellos. Se le antoja que ese océano, esos delfines, ese cielo y ese sol están creados sólo para él.
Ictiandro alza la cabeza y entornando los ojos mira al Sol. Va inclinándose hacia occidente. Pronto caerá la tarde. Hoy no tiene deseos de volver a casa temprano. Seguirá meciéndose así hasta que el cielo se ponga oscuro y aparezcan las estrellas.
Pero la inactividad le aburre muy pronto. Cerca de allí perecen ahora pequeños animales marinos que requieren su ayuda y él puede salvarlos. Se incorpora y mira la lejana orilla. ¡Hacia el bajío y el banco de arena! Allí es donde más necesitan su ayuda. El oleaje está causando estragos.
Esa rabiosa marejada lanza, después de cada tormenta, a la orilla cantidades enormes de algas y habitantes del mar: medusas, cámbaros, estrellas de mar y, a veces, hasta a algún delfín descuidado. Las medusas perecen muy pronto, algunos peces consiguen llegar al agua, pero muchos perecen en la orilla. Los cámbaros casi todos retornan al océano. Hay veces que ellos mismos salen a la orilla para aprovecharse de las víctimas del oleaje. A Ictiandro le encanta salvar a los animales marinos lanzados a la orilla.
Después de cada tempestad se pasaba largas horas caminando por la orilla y salvando a cuantos aún se podía salvar. Para él era una alegría ver cómo un pez devuelto por él al agua se alejaba por sí solo. Se alegraba siempre de que peces medio dormidos, que ya nadaban de costado o panza arriba, se recuperaran. Cuando recogía en la orilla un gran pez, Ictiandro lo llevaba en brazos al agua; y si el animal comenzaba a dar coletazos, el joven reía y lo persuadía a no tener miedo y a no ser impaciente. Por supuesto, un día de hambre, se comería ese mismo pez si lo pescara en el océano. Pero ese era un mal inevitable. Aquí, en la orilla, él era el protector, el amigo, el salvador de los habitantes del mar.
Habitualmente Ictiandro regresaba a la orilla del mismo modo que se iba, valiéndose de corrientes submarinas. Hoy se mostraba renuente a sumergirse por mucho tiempo, estaban tan bellos el océano y el cielo. El joven se sumergía, nadaba bajo el agua un trecho y volvía a emerger, como los pájaros que andan a la caza de peces.
Se extinguieron los últimos rayos de sol. En occidente aún se divisaba una franja amarilla. Las lúgubres olas, cual grises sombras, seguían persiguiéndose en su constante carrera.
Tras el contacto con el aire fresco, el agua era más acogedora y tibia. La oscuridad era absoluta, pero no infundía miedo. A esta hora nadie podría atacar. Los voraces peces diurnos ya estaban durmiendo, y los nocturnos, no habían salido a cazar todavía.
Esto precisamente necesitaba: una corriente procedente del norte y próxima a la superficie del océano. El oleaje de fondo no se había apaciguado todavía y hacía oscilar la altura del río submarino, pero éste seguía obstinadamente su rumbo — del cálido Norte al frío Sur —. Mucho más abajo corría en dirección contraria — de Sur a Norte — una corriente fría. Ictiandro utilizaba con frecuencia esas corrientes, cuando hacía largas travesías por rumbos paralelos a la costa.
Hoy se había alejado considerablemente hacia el Norte. Ahora esta tibia corriente lo llevará hasta el túnel. El problema estaba en no dormirse, pues podría pasar de largo, como ya le sucedió una vez. Mientras la corriente lo lleva hacia el Sur, él hace ejercicios con los brazos y las piernas. El agua tibia y los lentos ejercicios le tranquilizan.
Ictiandro levanta la vista y ve una bóveda cubierta por completo de diminutas estrellas. Son las noctilucas que encendieron sus faroles y subieron a la superficie del océano. En la oscuridad se ven en algunas partes nubosidades azuladas y rosadas: densas colonias de microorganismos fosforescentes. Pasan lentamente esferas que irradian una suave luz verdosa. Muy cerca de Ictiandro reluce una medusa, que parece una lámpara cubierta con caprichosa pantalla, adornada con encajes y largos flecos. Al menor movimiento de la medusa los flecos se balancean, cual si un suave aire los acariciara. En los bajíos ya se encendieron las estrellas de mar. En las grandes profundidades se mueven rápidamente las luces de los grandes peces voraces nocturnos. Ellos se persiguen, dan vueltas, se apagan y vuelven a encenderse.