— Su padre hace mucho que la está esperando. Volveré a la tienda dentro de una hora.
Ictiandro ya no oyó las últimas palabras. Se le nublaron los ojos, se le hizo un nudo en la garganta y la respiración se interrumpió. No podía permanecer más al aire.
— Entonces… me ha engañado usted… — articuló con los labios ya amoratados. El quería hablar, quería expresar toda su pena o enterarse de todo, pero el dolor en los costados se hacía insoportable, casi perdía el conocimiento.
Al fin Ictiandro salió corriendo hacia el acantilado y se lanzó al mar.
A Lucía se le escapó un grito y se tambaleó. Luego corrió hacia Pedro Zurita.
— ¡Pronto! ¡Sálvelo!
Pero Zurita no se movió del sitio.
— No acostumbro a impedir que otros se suiciden, si ellos lo desean — dijo sin inmutarse.
Lucía corrió hacia la orilla con la intención de tirarse al mar. Zurita espoleó al caballo, alcanzó a la joven, la asió de los hombros, la sentó en la silla y salió al galope.
— No acostumbro a molestar a otros, si no me molestan a mí. ¡Así está mejor! ¡Tranquilícese de una vez, Lucía!
La joven no respondía. Estaba inconsciente. Sólo al llegar a la tienda recobró el sentido.
— ¿Quién era ese joven? — indagó Pedro. Lucía lo miró con ira y masculló:
— Suélteme.
Zurita frunció el ceño. «Boberías — pensó —. Su príncipe azul se tiró al mar. Tanto mejor.» Y dirigiéndose a la tienda, Zurita exclamó:
— ¡Baltasar!
Baltasar salió corriendo.
— Aquí tienes a tu hija. Y dame las gracias. Acabo de salvarla; quería tirarse al mar detrás de un apuesto joven. Es la segunda vez que le salvo la vida y sigue despreciándome. Pero esa terquedad se acabará muy pronto. — Y soltó una risotada, como era costumbre de él —. Regresaré dentro de una hora. ¡Y no olvides lo convenido!
Baltasar, con humillantes reverencias, recibió su hija de las manos de Pedro.
El jinete espoleó el caballo y se fue.
Padre e hija entraron en la tienda. Lucía se sentó desconsolada y tapó la cara con las manos.
Baltasar cerró la puerta y, andando por la tienda, comenzó a hablar atropelladamente. Pero nadie le atendía. Con el mismo éxito les podía haber soltado un sermón a los animales disecados que tenía en los anaqueles.
«Se tiró al agua — pensaba la joven, recordando el rostro de Ictiandro —. ¡Desdichado! Primero Olsen, luego ese absurdo encuentro con Zurita. ¿Cómo se habrá atrevido a decirme novia? Ahora todo se vino abajo…»
Lucía seguía sin poder contener el llanto. Sentía enorme pena por Ictiandro. Tan sencillo, tan tímido; ¿acaso podían compararse con él los frívolos y arrogantes jóvenes de Buenos Aires?
«¿Qué hacer ahora? — pensaba —. ¿Tirarme al mar como Ictiandro? ¿Suicidarme?»
Y Baltasar seguía hablando sin cesar:
— ¿Comprendes, hija? Sería nuestra ruina. Todo cuanto ves en nuestra tienda le pertenece a Zurita. Mi propia mercancía no constituye ni la décima parte. Todas las perlas nos las suministra Zurita. Pero si le niegas la mano otra vez, se llevará toda su mercancía y no volverá a tener negocio conmigo, ¡Y eso será la ruina! ¡La ruina absoluta! Sé buena, ten compasión de tu anciano padre.
— Acaba ya y cásate con él.
— ¡No! — respondió Lucía.
— ¡Maldición! — exclamó desesperado Baltasar —. ¡Si te empeñas, ya… ya… no seré yo, será Zurita quien te haga entrar en razón! — Y el anciano se retiró a su laboratorio dando un portazo.
BATALLA CAMPAL CONTRA PULPOS
Al tirarse al mar, Ictiandro olvidó temporalmente sus desventuras en la tierra. Después de la permanencia en el caluroso y sofocante ambiente, el frescor del agua lo tranquilizó y alivió. Los punzantes dolores en los costados desaparecieron. Respiraba profunda y uniformemente. Necesitaba reposo absoluto, por eso trataba de no pensar en lo sucedido en la tierra.
Ictiandro buscaba actividad, algo que requiriera dinamismo. ¿En qué ocuparse? Le encantaba saltar al agua desde el acantilado, en las oscuras noches, hasta tocar fondo. Pero ahora el sol estaba en el cénit y el mar, plagado de lanchas pesqueras.
«Buena idea. Pondré en orden la gruta» pensó Ictiandro.
En el acantilado de la bahía había una gruta con un gran arco, desde el que se descubría una magnífica vista panorámica a la meseta que descendía en ligero declive y se perdía en el fondo del mar. Ictiandro hacía mucho que le había puesto el ojo a esa gruta. Pero antes de acomodarse en ella era menester desalojar a varias familias de pulpos.
Ictiandro se puso las gafas, cogió un cuchillo largo, corvo y afilado, y se dirigió decidido a la boca de la gruta. Entrar resultaba demasiado riesgoso, por eso decidió provocar la salida del enemigo para darle la batalla campal fuera. En una lancha hundida había advertido hacía mucho una fisga. La empuñó y desde la boca de la gruta comenzó a moverla. Los pulpos, descontentos por la irrupción del desconocido, se inquietaron. Ictiandro retiraba la fisga antes de que los tentáculos del pulpo tuvieran tiempo de atraparla. Ese juego se prolongó varios minutos. Al fin, decenas de tentáculos, cual la cabellera de la Medusa Gorgona, se agitaron al borde del arco. Un viejo, enorme pulpo, perdió la paciencia y decidió castigar al intruso. El animal salió de la grieta moviendo los tentáculos de modo amenazador. Se dirigió lentamente hacia el enemigo cambiando de color para asustar a Ictiandro. Este se hizo a un lado, tiró la fisga y se preparó para el combate. Ictiandro sabía lo difícil que era combatir con dos brazos contra un enemigo que disponía de ocho largos tentáculos. Apenas se le corta uno, los otros siete le neutralizan los brazos al hombre. Por eso el joven decidió atacar con su cuchillo al cuerpo del pulpo. Dejando aproximarse al monstruo de modo que lo alcanzaran sólo las puntas de sus tentáculos, Ictiandro se lanzó súbitamente hacia adelante, al mismo nudo de los tentáculos, a la cabeza del pulpo.
Esta insólita táctica siempre sorprendía al pulpo. El animal requería no menos de cuatro segundos para recoger los extremos de los tentáculos y envolver al enemigo. Pero ese tiempo le bastaba a Ictiandro para asestar un rápido y certero golpe, cortar el cuerpo del monstruo, afectándole el corazón y destruyéndole los nervios motores. Y los enormes tentáculos, que ya enrollaban su cuerpo en un abrazo mortal, se aflojaban súbitamente y caían sin vida.
— ¡Uno la espichó!
Ictiandro volvió a echar mano de la fisga. Esta vez le salieron al encuentro dos pulpos. Uno de ellos iba directamente a él, mientras el otro realizaba un movimiento envolvente para atacarlo por la espalda. Esto ya era peligroso. Ictiandro se lanzó con arrojo al pulpo que tenía delante, pero antes de que pudiera matarle, el que tenía detrás le enlazó el cuello. El joven cortó rápidamente el tentáculo, pinchándolo junto a su mismo cuello. Luego se volvió de cara a él y le cercenó los tentáculos. El pulpo mutilado descendió lentamente al fondo. Ictiandro ya destruía al que le vino en ataque frontal.
— Ya son tres — siguió llevando la cuenta el joven. No obstante, tuvo que interrumpir la batalla.
De la gruta salía todo un destacamento de pulpos, pero la sangre derramada enturbió el agua. En esas circunstancias los pulpos podrían verse favorecidos, pues ellos localizaban al adversario a tientas mientras que Ictiandro no podría verlos. El se replegó al agua limpia y allí dejó sin vida a otro que salió de la sanguinolenta nube.
Con algunos intervalos, la batalla se prolongó varias horas.
Cuando fue muerto el último pulpo y el agua se tornó transparente, Ictiandro vio en el fondo los cuerpos sin vida y los tentáculos cercenados moviéndose convulsivamente. Ictiandro entró en la gruta. Todavía quedaban varias crías del tamaño de un puño y los tentáculos no más gruesos que los dedos de la mano. Quiso matarlas, pero sintió lástima. «Debo intentar domesticarlos. No estaría mal tener ese tipo de guardianes.»