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Tras haber limpiado la gruta de pulpos grandes, Ictiandro decidió amueblar su vivienda submarina. Trajo de casa una mesa con pies de hierro y tabla de mármol, y dos jarrones chinos. Colocó la mesa en medio de la gruta. Llenó los jarrones de tierra, plantó en ellos flores marinas y los puso sobre la mesa. Parte de la tierra, erosionada por el agua, se mantuvo cierto tiempo en suspenso sobre los jarros, pero posteriormente el agua se aclaró. Y las flores, movidas por el agua ligeramente agitada, se mecían cual si la brisa las acariciara.

El muro de la cueva submarina tenía un saliente, algo así como un apoyo natural, en el que el nuevo inquilino se tendió satisfecho. Aunque la superficie no estaba pulida en el agua el cuerpo apenas la sentía.

Infinidad de peces acudieron a curiosear, a presenciar el insólito estreno del nuevo domicilio, extraño habitáculo submarino con jarrones chinos en la mesa. Pasaban entre los pies de la mesa, subían y se aproximaban a las flores como queriendo oliscarles; pasaban bajo la cabeza de Ictiandro, que descansaba sobre su propia mano. Una japuta se asomó a la gruta y salió coleando asustada. Por la blanca arena apareció caminando un enorme cangrejo, alzó y volvió a bajar una pinza — como saludando al dueño —, y se acomodó bajo la mesa.

A Ictiandro le entretenía este pasatiempo. «¿Con qué adornar más mi vivienda? — pensó —. Colocaré a la entrada las plantas más hermosas, cubriré el suelo de perlas, y junto a las paredes, por los bordes, colocaré ostras. Si Lucía pudiera ver esta habitación submarina… Pero ella me engaña. O, tal vez, no. Pues no le ha dado tiempo a contarme lo que quería sobre Olsen.» Ictiandro entristeció. Tan pronto dejó de trabajar volvió a sentirse solo, distinto de los demás humanos. «¿Por qué nadie puede vivir bajo el agua? Yo soy el único. Tan pronto regresa mi padre, se lo preguntaré…»

Sintió el prurito de mostrar su nueva vivienda submarina a algún ser viviente. «Leading» pensó Ictiandro, recordando al delfín. Tomó la caracola, emergió y la hizo sonar varias veces. Pronto se oyeron los familiares resoplidos: el animal se mantenía siempre cerca de la bahía.

Cuando el delfín se aproximó, Ictiandro lo abrazó con cariño y le dijo:

— Ven conmigo, Leading, te mostraré la nueva habitación. Tú nunca has visto una mesa ni jarrones chinos.

Y, al sumergirse, Ictiandro le ordenó que lo siguiera.

Leading resultó ser un invitado muy inquieto. Con su enorme cuerpo y su torpeza agitó tanto el agua en la gruta que los jarros se tambalearon. Por si fuera poco, se las ingenió para golpear con el morro un pie de la mesa y volcarla. Los jarros, como es natural, cayeron; si hubiera sucedido eso en la tierra se habrían hecho añicos. Pero allí tuvo un fin feliz, si descontamos el susto del cangrejo, quien emprendió una extraña carrera — de costado — para ir a refugiarse entre las rocas.

«Qué torpe eres» pensó Ictiandro, mientras ponía la mesa en el fondo de la gruta y levantaba los jarros.

Ictiandro abrazó al delfín y volvió a persuadirle:

— Quédate conmigo, Leading.

Pero el cetáceo comenzó muy pronto a sacudir la cabeza y a mostrarse inquieto. No podía permanecer por mucho tiempo bajo el agua. Necesitaba aire. Impulsándose con las aletas abandonó la gruta y emergió.

«Ni Leading puede vivir conmigo bajo el agua — pensó con tristeza Ictiandro al quedarse solo —. Los únicos en condiciones de hacerme compañía son los peces. Pero son tan necios y asustadizos…»

Apenado, se tendió en su lecho de piedra. Al ponerse el sol la gruta quedó en tinieblas. El agua mecía al joven con su ligero vaivén.

Extenuado por los disgustos y el trabajo, Ictiandro quedó adormilado.

UN NUEVO AMIGO

Olsen estaba en su barcaza y miraba por la borda cuanto sucedía en el agua. El sol acababa de asomarse por el horizonte y alumbraba, con sus oblicuos rayos, hasta lo más profundo las transparentes aguas de la pequeña bahía. Varios indios andaban en cuclillas por la blanca arena del fondo. De vez en cuando emergían para tomar aliento y volver a sumergirse. Olsen seguía atentamente la labor de aquellos hombres. Pese a ser muy de mañana el sol ya calentaba, hacía calor. «¿Por qué no refrescarme, no bucear un par de veces?» pensó, quitándose inmediatamente la ropa y zambulléndose en un abrir y cerrar de ojos. Olsen no había buceado nunca, pero le gustó, y comprendió que podía permanecer bajo el agua más que los avezados indígenas. Se sumó a los buscadores, sintiéndose muy pronto atraído por aquella, nueva para él, ocupación.

Cuando fondeó por tercera vez vio a dos indios que, hasta entonces hincados de rodillas en el fondo, emergían presurosos cual si les persiguiera un tiburón o un pez sierra. Olsen se volvió, tratando de descubrir el motivo de la espantada, y vio que se le acercaba un extraño ser: semihombre-semirana, con el cuerpo cubierto de plateadas escamas, enormes ojos saltones y manos de rana. Avanzaba rápidamente, impulsándose como los batracios con los que guardaba semejanza.

Antes de que Olsen pudiera adoptar posición vertical el monstruo ya estaba a su lado y le asía por el brazo con su mano de sapo. Pese al susto, Olsen advirtió que aquel ser tenía rostro humano con perfectas facciones, al que sólo le desmerecían los brillantes ojos reventones. Aquel extraño ser, olvidándose de que estaba sumergido en el agua, comenzó a hablar, a decir algo. Pero Olsen no podía oír sus palabras, sólo veía cómo se movían sus labios. Aquel desconocido ser le sujetaba con fuerza el brazo. Olsen se impulsó con un fuerte movimiento de piernas y emergió, ayudándose con el brazo libre. El monstruo le siguió sin soltarlo. Tan pronto salió a la superficie, Olsen se agarró de la borda, echó un pie arriba, se encaramó en la barcaza y se sacudió a aquel humanoide con manos de rana, de tal suerte que lo tiró al agua con gran ruido. Los indios que estaban en la embarcación saltaron al agua, procurando alcanzar la orilla lo antes posible.

Pero Ictiandro volvió a aproximarse a la barcaza y se dirigió a Olsen en españoclass="underline"

— Óigame, Olsen, necesito hablar con usted sobre Lucía.

Esto le asombró tanto como el inesperado encuentro en el fondo. Olsen era un hombre valiente y sereno. Comprendió en seguida que si aquel extraño ser conocía su nombre y el de Lucía tenía que ser un hombre, y no un monstruo.

— Suba, estoy a su disposición — respondió Olsen. Ictiandro subió a la embarcación, se sentó en la proa, encogió las piernas y cruzó las manos en el pecho.

«¡Son gafas!» pensó Olsen al examinar atentamente los brillantes y saltones ojos del desconocido.

— Me llamo Ictiandro. Soy quien le rescató del fondo del mar un collar de perlas.

— Sí, pero entonces tenía ojos y manos de persona, normales.

Ictiandro esbozó una sonrisa y agitó sus manos de rana.

— Todo es postizo — repuso sin explayarse.

— Me lo imaginaba.

Los indios observaban con curiosidad aquel extraño diálogo desde las rocas costeras, aunque no podían distinguir lo que decían.

— ¿Usted ama a Lucía? — inquirió Ictiandro tras una breve pausa.

— Sí, la amo — respondió sencillamente Olsen. Ictiandro suspiró profundamente.

— ¿Y ella lo ama a usted?

— Sí, me ama.

— Pero, ¿cómo es posible? Ella me quiere a mí.

— Eso es asunto de ella — Olsen se encogió de hombros.

— ¿Cómo que asunto de ella? ¿Acaso no es su novia?

Olsen se mostró asombrado y respondió con la misma tranquilidad:

— No, no es mi novia.

— ¡Usted miente! — exclamó Ictiandro —. Yo mismo he oído cómo el hombre de los bigotes dijo desde el caballo que era novia.

— ¿Mía?

Ictiandro se turbó. No, el hombre del mostacho no dijo que Lucía era novia de Olsen. Pero no puede ser que una joven sea novia de ese bigotudo, viejo y desagradable. ¿Acaso suele pasar eso? El del mostacho será su pariente… Ictiandro decidió llevar sus indagaciones por otra vía.