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— ¿Qué hacía usted aquí? ¿Buscaba perlas?

— Debo confesarle que sus inquisiciones me están importunando — profirió Olsen con tono malhumorado —. Y, si no hubiera tenido algunas referencias sobre usted por parte de Lucía ya le habría tirado del barco, y asunto acabado. Y deje quieto el cuchillo. Le puedo quebrar la cabeza con en remo antes de que le dé tiempo a levantarse. No obstante, no estimo necesario ocultarle que estaba buscando realmente perlas.

— ¿La perla grande que yo lancé al mar? ¿Lucía le contó eso?

Olsen asintió.

Ictiandro cantaba victoria.

— Yo le había dicho que usted la admitiría. Le propuse que se la transmitiera a usted, pero no accedió, y ahora usted mismo la está buscando.

— Sí, efectivamente, porque ahora no le pertenece a usted, sino al océano. Y si la encuentro no le voy a deber nada a nadie.

— ¿Tanto le gustan las perlas?

— No soy una mujer para que me encanten esas boberías — objetó Olsen.

— Pero las perlas se pueden… ¿cómo es eso? ¡Ah, sí! Vender — recordó Ictiandro ese vocablo tan poco comprensible para él —, y obtener mucho dinero.

Olsen volvió a mover la cabeza afirmativamente.

— Entonces, ¿a usted le gusta el dinero?

— ¿Qué quiere usted de mí? — inquirió Olsen evidentemente irritado.

— Yo necesito saber por qué Lucía le regala a usted las perlas. ¿Quería casarse con ella?

— No, no me proponía casarme con Lucía — dijo Olsen —. Y aunque quisiera, ahora ya es tarde. Lucía es esposa de otro.

Ictiandro palideció y le agarró la mano a Olsen.

— ¿Del bigotudo? — inquirió horrorizado.

— Sí, contrajo matrimonio con Pedro Zurita.

— Pero ella… Me parecía que me amaba a mí — dijo muy quedo Ictiandro.

Olsen lo miró compasivo y, tras prender lentamente una pipa cortita, dijo:

— Sí, creo que le amaba a usted. Pero usted, en presencia de ella, se tiró al mar y se ahogó: así, por lo menos, pensaba ella.

Ictiandro miró asombrado a Olsen. El joven jamás le había dicho a Lucía que podía vivir bajo el agua. Nunca se le había podido ocurrir que su salto, desde el acantilado al mar, pudiera ser interpretado por ella como un suicidio.

— Anoche he visto a Lucía — continuó Olsen —. La muerte de usted le ha causado profundo dolor. «Soy culpable de la muerte de Ictiandro», me ha dicho.

— Pero ¿por qué se ha casado tan pronto con otro? Pues ella… pues yo le he salvado la vida. ¡Sí, sí, le he salvado la vida! Me parecía que Lucía era la chica que yo había salvado en el océano. La saqué a la orilla y me escondí entre las rocas. Luego vino el hombre del bigote — a él lo conocí en seguida — y la hizo creer que él la había salvado.

— Lucía me contó ese caso — dijo Olsen —. Ella no llegó a saber quién fue realmente su salvador: Zurita o el ser extraño que se le apareció cuando recobraba el conocimiento. ¿Por qué no le ha dicho que usted la salvó?

— Me resultaba violento decírselo yo mismo.

Además, no estaba del todo seguro de que era precisamente Lucía hasta que vi a Zurita. Pero ¿cómo ha podido conformarse? — preguntaba Ictiandro.

— Yo mismo no acabo de entender — articuló lentamente Olsen — cómo ha podido suceder eso.

— Cuénteme lo que sepa — suplicó Ictiandro.

— Soy receptor de ostras en la fábrica de botones. Allí conocí a Lucía. Cuando el padre estaba ocupado en otros asuntos del negocio, la mandaba a ella a entregar las ostras. Nos conocimos, hicimos amistad. De vez en cuando nos veíamos en el puerto, paseábamos por la orilla del mar. Ella me contaba sus penas: un español acaudalado pedía su mano.

— ¿Ese mismo? ¿Zurita?

— Sí, Zurita. El indio Baltasar, padre de Lucía, estaba sumamente interesado en ese matrimonio y persuadía a la hija a que accediera a la petición de tan distinguido pretendiente.

— ¿Distinguido? Pero si es un viejo repugnante, apestoso — le interrumpió Ictiandro sin poder contenerse.

— Zurita es para Baltasar el yerno más idóneo. ¿Por qué? Muy sencillo. Baltasar había contraído una cuantiosa deuda con Zurita, y un no rotundo por parte de Lucía podría suponer la ruina para su padre. Es fácil imaginarse la vida de la desdichada joven en esas circunstancias. Por un lado los importunos requiebros del novio; por el otro, el padre con sus constantes reproches, regañinas, amenazas…

— ¿Por qué Lucía no le dio con la puerta en las narices? ¿Por qué usted, tan corpulento y fuerte, no le dio una buena zurra a ese Zurita?

Olsen no pudo contener la sonrisa y el asombro: se veía que Ictiandro era un muchacho listo, pero ¿cómo podía preguntar semejantes cosas? ¿En qué medio se habría formado?

— Eso no es tan fácil como pueda parecerle a usted — repuso Olsen —. Zurita y Baltasar contarían con el respaldo de la ley y de la policía. — Ictiandro siguió sin entender lo que eso significaba —. Total, eso no podía ser.

— Bien, ¿por qué entonces no se escapó?

— Escapar era más fácil. Ella se decidió a abandonar el hogar paterno, y yo le prometí ayuda. Hacía mucho que me había propuesto abandonar Buenos Aires e instalarme en los Estados Unidos, y le propuse a Lucía partir conmigo.

— ¿Usted quería casarse con ella? — inquirió Ictiandro.

— ¡Vaya! — exclamó Olsen dibujando una condescendiente sonrisa —. Ya le he dicho que no éramos más que amigos. Lo que después pudiera suceder, no lo sé…

— ¿Por qué no se marcharon?

— Por falta de dinero para el viaje.

— ¿Tan caro es el viaje en el «Horrocks»?

— ¡En el «Horrocks»! En el «Horrocks» sólo viajan millonarios. Qué le pasa, Ictiandro, ¿está en babia?

Ictiandro se turbó, se ruborizó y decidió no preguntar nada más, para evitar que Olsen se enterara de que desconocía las cosas más elementales.

— No nos alcanzaba el dinero siquiera para viajar en un vapor mixto. Además, al llegar tendríamos gastos. Trabajo no se encuentra en cualquier parte.

Ictiandro estuvo a punto de hacerle otra pregunta a Olsen, pero se abstuvo.

— Y entonces Lucía decidió vender su collar de perlas.

— ¡Si yo lo hubiera sabido! — exclamó Ictiandro, al recordar sus tesoros submarinos.

— ¿Si hubiera sabido qué?

— No, nada… Continúe, Olsen.

— Todo estaba listo para la fuga.

— ¿Y qué iba a ser de mí…? ¿Cómo es posible? Perdón… pero eso significa que se proponía abandonarme a mí también.

— Todo esto comenzó cuando aún no se conocían ustedes. Y luego, según tengo entendido, ella quería advertirle a usted. Tal vez quisiera proponerle viajar juntos. En última instancia, si ella no hubiera tenido oportunidad de hablar con usted sobre la huida, podría escribirle durante el viaje.

— ¿Pero por qué con usted y no conmigo? ¡Se aconsejaba con usted, y se proponía partir con usted!

— A mí me conoce más de un año, y a usted…

— Continúe, no preste atención a lo que yo diga.

— Bien. Como ya le había dicho, todo estaba listo — prosiguió Olsen —. Pero usted se tiró al agua en presencia de Lucía, y Zurita les vio juntos casualmente. Bien de mañana, antes de ir a la fábrica, pasé por casa de Lucía. Yo solía hacer eso con frecuencia. Baltasar admitía esas visitas con benevolencia. Probablemente lo hiciera por temor a mis puños, o me tuviera como reserva, por si a Zurita le cansara la terquedad de Lucía. Por lo menos, Baltasar no nos molestaba, sólo nos suplicaba que Zurita no nos viera. El viejo indio no sospechaba, naturalmente, los planes que estábamos fraguando. Aquella mañana debía comunicarle a la joven que ya tenía los pasajes para el vapor y ella debía estar lista para las diez de la noche. Pero me recibió Baltasar, muy emocionado. «Lucía no está. Y… no sé cuándo volverá — me dijo Baltasar —. Hace media hora llegó Zurita en un automóvil flamante. ¡Qué le parece! — exclamó Baltasar —. Un coche en nuestra calle, y esa rareza para a la puerta de mi casa. Lucía y yo salimos a la calle. Zurita ya había bajado del coche, estaba junto a la puerta abierta, se ofrecía para llevar a Lucía al mercado y traerla de vuelta. El sabía que la joven iba todas las mañanas a esta hora al mercado. Lucía miró admirada el brillante vehículo. Usted comprenderá la tentación que eso supone para una chica joven. Pero Lucía es astuta y desconfiada. Ella rechazó, con delicadeza, el ofrecimiento. «¡Habráse visto chica tan terca!» — exclamó indignado Baltasar, pero trocó muy pronto la ira en gracia. Zurita reaccionó inmediatamente-: «Veo que se ruboriza usted — dijo —, permítame que la ayude». La tomó en brazos y la sentó en el automóvil. Sólo tuvo tiempo para gritar: «¡Padre!» y el vehículo desapareció.