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«No creo que vuelvan. Zurita se la llevó» — concluyó su relato Baltasar. Su expresión evidenciaba satisfacción por lo ocurrido.

Tal fue la indignación que me causó el relato de Baltasar que le espeté: «¡Le acaban de raptar a la hija en su presencia y usted lo cuenta con esa tranquilidad y hasta con alegría!»

«¿Por qué he de preocuparme? — asombróse Baltasar —. Si fuera otro, pero a Zurita le conozco tantos años. Con lo tacaño que es, si no escatimó dinero para el automóvil es que le gusta de veras. Y si se la llevó, se casará. Para ella será una buena lección: no seas terca. Los novios ricos no andan tirados. Ella no tiene motivos para lamentarse. Zurita tiene una propiedad, la hacienda «Dolores», en las proximidades de la ciudad de Paraná. Allí reside su madre. Allí se habrá llevado, seguramente, a mi Lucía.»

— ¿Y usted no ha vapuleado a ese Baltasar? — inquirió Ictiandro.

— De hacerle caso a usted, tendría que estar peleando sin cesar — respondió Olsen —. Voy a serle franco, mi primer impulso fue abofetear a Baltasar. Pero después pensé que así sólo haría fracasar la empresa. Aún abrigaba esperanzas de que no todo estaba perdido… No voy a entrar en detalles. Como ya le había dicho, conseguí verme con Lucía.

— ¿En la hacienda «Dolores»?

— Sí.

— ¿Y usted no mató a ese canalla de Zurita y no liberó a Lucía?

— Vuelve usted a las andadas: vapulear, matar. ¿Quién iba a decir que usted fuera tan sanguinario?

— No soy sanguinario — exclamó Ictiandro con lágrimas en los ojos —. ¡Pero todo esto es tan indignante!

Ictiandro despertó en Olsen profunda lástima y compasión.

— Ictiandro, tiene usted toda la razón — profirió Olsen —, Zurita y Baltasar son gente detestable, merecedora del odio y el desprecio. Deberían ser castigados con severidad. Pero la vida es más complicada de lo que usted, seguramente, se imagina. Lucía se negó a huir de Zurita.

— ¿Ella misma? — exigió confirmación Ictiandro. No podía creerlo.

— Sí, ella misma.

— ¿Por qué?

— En primer lugar, ella está convencida de que usted se suicidó, se tiró al agua por ella. Su muerte la aflige en sumo grado. Por lo visto, la desdichada estaba enamorada de usted. «Ahora mi vida ya no tiene valor alguno, Olsen — me dijo —, ahora ya no necesito nada. Todo me es indiferente. Tal era mi abatimiento que permanecía casi inconsciente cuando el cura, invitado por Zurita, nos casó. Nada se hace sin la voluntad divina — dijo el sacerdote al ponerme el anillo —. Y lo que une Dios, no debe ser destruido por el hombre. Seré una desgraciada con Zurita, pero no quiero ser objeto de la ira divina y por eso no le abandonaré.»

— ¡Pero eso no son más que estupideces! ¿Qué Dios ni que ocho cuartos? ¡Mi padre dice que Dios es un cuento para niños! — exclamó Ictiandro con fervor —. ¿Acaso no ha podido persuadirla?

— Lamentablemente, Lucía cree en ese cuento. Los misioneros consiguieron hacer de ella una beata: traté hace mucho de disuadirla, pero amenazó incluso con romper nuestra amistad si seguía manifestándome contra Dios y la iglesia. Había que esperar. Y en la hacienda yo no tenía tiempo para persuadirla. Sólo pude cambiar con ella unas palabras. ¡Ah, sí! Me contó otra cosa que puede ser de interés. Concluida la ceremonia del casamiento, Zurita exclamó alegre: «Bien, una cosa está hecha, el pajarito está enjaulado; ahora falta pescar el pez». Y él le explicó a Lucía y ella a mí, de qué pez se trataba. Zurita viaja a Buenos Aires con el propósito de pescar al «demonio marino», y entonces Lucía será millonaria. ¿No se referirá a usted? Usted puede permanecer bajo el agua sin que eso le perjudique, asusta a los buscadores de perlas…

La cautela le impedía a Ictiandro descubrirle a Olsen su secreto. Además, lo mismo, no habría podido explicárselo. Y, sin responder a la pregunta, él mismo indagó:

— ¿Para qué necesita Zurita al «demonio marino»?

— Pedro se propone obligar al «demonio» a buscar perlas. Por eso, si el «demonio marino» es usted, cuídese.

SEGUNDA PARTE — EL CAMINO

Los preparativos de Ictiandro fueron brevísimos. Recogió el traje y los zapatos de la orilla y los amarró a la espalda con la correa que sostenía el cuchillo. Se puso las gafas, los guantes, y partió.

En el golfo Río de La Plata estaban atracados numerosos transatlánticos, vapores, goletas, barcazas. Entre ellos navegaban pequeños vapores de cabotaje. Desde debajo del agua sus fondos parecían escarabajos de agua, desplazándose de una parte para otra. Las cadenas y los cables de las anclas se alzaban desde el fondo cual delgados troncos en un bosque submarino. El fondo del golfo estaba cubierto con basura, chatarra, montones de carbón y de escoria, trozos de mangueras, retazos de velas, botellas quebradas, latas de conserva y, más cerca de la orilla, cadáveres de perros y gatos.

«Qué sucia es la gente — pensó al examinar con repugnancia el fondo —, más bien parece un muladar.» Iba nadando por el medio del golfo, por debajo de las quillas de los barcos. En las contaminadas aguas le resultaba difícil respirar, como a cualquier persona en un recinto con el aire viciado.

En algunos lugares encontró en el fondo cadáveres de personas y esqueletos de animales. Uno de los cadáveres tenía quebrado el cráneo, y en el cuello se le veía una soga con una piedra. Testimonio de crímenes sin despejar. Ictiandro se apresuró a abandonar aquellos macabros lugares…

Cuanto más se adentraba en el golfo, más fuerte era la corriente frontal. Resultaba difícil nadar. En el océano también suele haber corrientes, pero allí le ayudaban: el joven las conocía perfectamente. El las utilizaba, igual que el marinero el viento favorable. Pero aquí la corriente era sólo una, la frontal. Ictiandro era magnífico nadador, pero le fastidiaba avanzar tan lento.

Algo pasó casi rozándole. Había anclado uno de los barcos. «Nadar por aquí es peligroso» pensó Ictiandro y miró hacia atrás. Vio que un gran vapor se le venía encima.

Ictiandro profundizó más y, cuando el barco pasaba por encima, se agarró de la quilla. Los pólipos habían cubierto el hierro de una masa áspera que le permitía asirse. Viajar en esa posición no era muy cómodo, pero estaba protegido y avanzaba rápido remolcado por el vapor.

El barco dejó atrás el delta y siguió navegando Paraná arriba. Las aguas del río transportaban enorme cantidad de limo. Las manos se habían agarrotado, entumecido, pero no quería soltar el barco. «Lástima que no haya podido realizar este viaje con Leading» pensó recordando al delfín. Pero podrían matarlo en el río, pues Leading no habría podido pasar todo el viaje sumergido. Incluso Ictiandro temía emerger, el tránsito era demasiado animado.

Las manos se cansaban cada vez más. Comenzaba a sentir hambre, se había pasado el día sin comer.

Se vio obligado a hacer un alto. Abandonó la quilla del vapor y descendió al fondo.

Oscurecía. Ictiandro examinó el fondo cubierto de limo, pero no halló lenguados tendidos ni ostras. Por su lado pasaban peces de agua dulce, pero él no conocía sus mañas y le parecían más astutos que los marinos. Resultaba difícil pescarlos. Sólo cuando cayó la noche y los peces se durmieron, Ictiandro consiguió un gran lucio. Su carne era dura y tenía sabor a cieno, pero el hambre era tan feroz que se tragaba grandes pedazos con espinas y todo.