Era menester descansar. En este río, por lo menos, se podía dormir tranquilo, sin temor a que pudieran aparecer tiburones o pulpos. La preocupación era otra, que durante el sueño no se lo llevara la corriente río abajo. Ictiandro halló en el fondo varias piedras, las colocó en fila y, abrazado a una de ellas, se acostó.
No obstante, el sueño fue corto. Sintió muy pronto la aproximación de un barco. El joven abrió los ojos y vio sus luces. El barco iba río arriba y él se aprestó a engancharse. Pero era una motora con el fondo absolutamente liso. Ictiandro, haciendo vanos esfuerzos por engancharse, por poco cae en el radio de acción de la hélice.
Pasaron varios vapores río abajo, hasta que, al fin, logró engancharse a un barco de pasajeros que iba hacia arriba.
Así llegó Ictiandro hasta la ciudad de Paraná. La primera parte de su viaje había concluido. Pero quedaba la más difícil, la terrestre.
Por la mañana temprano Ictiandro se alejó a nado del tumultuoso puerto hacia un lugar desierto, se cercioró de que no había nadie y salió a la orilla. Se quitó las gafas y los guantes y los enterró en la arena, secó el traje al sol y se vistió. Con aquel vestido tan arrugado parecía un vagabundo. Pero eso era lo que menos le preocupaba.
Ictiandro, siguiendo las indicaciones de Olsen, caminó a lo largo de la margen derecha, preguntando a los pescadores si sabían dónde se hallaba la hacienda «Dolores» de Pedro Zurita.
Los pescadores lo miraban recelosos y meneaban negativamente la cabeza.
Pasaban las horas, el calor apretaba, y las pesquisas no daban resultado. En tierra Ictiandro no sabía orientarse en lugares desconocidos. El bochorno lo fatigaba, le producía mareos, se le nublaba el entendimiento.
Para refrescarse, Ictiandro se zambulló varias veces.
Al fin, a eso de las cuatro de la tarde, dio con un viejo campesino, a juzgar por su aspecto, un peón. Tras escuchar a Ictiandro, el anciano le hizo una señal con la cabeza y dijo:
— Siga por este camino, a través de los campos. Llegará a un gran estanque, cruce por el puente, suba a un cerrillo y se verá ante doña Dolores la bigotuda.
— ¿Por qué la bigotuda? «Dolores» es una hacienda.
— Sí, una hacienda. Pero la anciana dueña de la hacienda también se llama Dolores. La madre de Pedro Zurita. Una anciana obesa y bigotuda. No se le ocurra contratarse a trabajar en su hacienda. Lo exprimirá como un limón. Es una auténtica bruja. Se rumorea que Zurita ha traído una joven esposa. La suegra la atormentará — el locuaz campesino le informó todos los pormenores.
«El hombre se refería a Lucía» pensó Ictiandro.
— ¿Queda lejos? — inquirió.
— Llegará usted con el crepúsculo — respondió el lugareño, tras orientarse por el Sol.
Habiéndole agradecido cortésmente al anciano la información, Ictiandro salió a paso ligero por el camino que serpenteaba entre trigales y maizales. El rápido caminar le fatigó. El camino se extendía como una blanca cinta interminable. Los trigales se sucedían por pastizales en los que pacían enormes rebaños de ovejas.
Ictiandro se sentía extenuado, se intensificaban los dolores punzantes en los costados. La sed lo martirizaba. En todos los alrededores ni una gota de agua. «Ya podía aparecer pronto el estanque» pensaba ansioso Ictiandro. En su rostro aparecieron enormes ojeras, las mejillas se hundieron, la respiración era siempre más dificultosa. Sentía hambre. ¿Qué podía comer aquí? En una lejana pradera pacía un rebaño de carneros guardado por pastores y mastines. Tras un muro de piedra se veían melocotoneros y naranjos exhibiendo en abundancia sus frutos. Pero estos parajes no son como el océano, aquí todo pertenece a alguien, todo está repartido, vallado, guardado. Sólo las aves no son de nadie, revolotean libres a lo largo del camino. Pero no hay modo de cazarlas. Y no se sabe si se podrán cazar. Tal vez también pertenezcan a alguien. Aquí puede morirse uno de hambre y de sed entre estanques, huertos y rebaños.
Ictiandro vio venir caminando a un hombre grueso, en uniforme blanco con brillantes botones, gorra blanca y revólver al cinto.
— Tenga la bondad, ¿queda lejos la hacienda «Dolores»? — inquirió Ictiandro.
El gordo miró al joven de arriba abajo con recelo.
— ¿Qué quiere usted? ¿De dónde viene?
— Vengo de Buenos Aires…
El hombre del uniforme se puso en guardia.
— Necesito ver a cierta persona… — añadió Ictiandro.
— Tienda las manos — profirió el gordinflón. Esa exigencia asombró al joven, pero, al no barruntar nada censurable, las extendió. El gordo sacó del bolsillo un par de esposas y se las puso rápidamente.
— Has caído — farfulló el hombre de los botones brillantes y, dándole un fuerte empellón al joven en el costado, gritó-: ¡Caminando! Yo te acompañaré a tu «Dolores».
— ¿Por qué me ha maniatado? — preguntó asombrado Ictiandro, alzando las manos y examinando las esposas.
— ¡A callar! — le volvió a gritar con severidad el gordinflón —. ¡Vaya, camina!
Ictiandro agachó la cabeza y echó a andar. Sintió cierto alivio al ver que no lo hacía desandar el camino. Pero no acababa de entender lo sucedido. El no podía saber que la noche anterior habían perpetrado un asesinato con robo en la granja vecina, y la policía buscaba a los malhechores. Tampoco sospechaba que con su arrugado traje pudiera infundir desconfianza. Y, para colmo, la confusa respuesta acerca de la finalidad del viaje decidió definitivamente su suerte.
El policía arrestó al joven y ahora lo conducía al poblado más próximo para enviarlo a Paraná, a la cárcel.
Una sola cosa estaba clara para Ictiandro: lo habían privado de la libertad, y en su viaje se producía una enojosa demora. Decidió recobrar a toda costa la libertad perdida, para lo que aprovecharía la primera oportunidad que se le presentara.
El obeso policía, satisfecho por el regalo que la fortuna le había brindado, prendió un largo cigarro. Iba detrás envolviendo al joven en nubes de humo, con lo que le sofocaba.
— Le agradecería que no me echara el humo, me resulta difícil respirar — dijo, volviéndose a su escolta.
— ¿Qué-e? ¡Le molesta el humo! ¡Ja-ja-ja! — Al policía le entró un acceso de risa, y el rostro se le cubrió de arrugas —, ¡Muy delicado, finísimo! — y, soltándole en la misma cara varias bocanadas de humo, le gritó-: ¡Andando!
El joven obedeció.
Al fin Ictiandro vio un estanque con su angosto puente. Eso le hizo apretar, involuntariamente, el paso.
— ¡No te apresures tanto a ver a tu Dolores! — le gritó el gordo.
Tomaron por el puente y, cuando habían llegado a la mitad, Ictiandro saltó la baranda y cayó al agua.
Sucedió lo que menos esperaba el policía de un hombre esposado.
Pero Ictiandro tampoco esperaba del gordo lo que éste hizo acto seguido. El temor a que el delincuente se le ahogara hizo saltar al agua al policía, interesado en llevarlo a la estación vivo: el hecho de que el arrestado se ahogara con las esposas puestas le podría acarrear consecuencias desagradables. El policía fue tan rápido que acertó a asir a Ictiandro de los pelos y no le soltaba. Entonces el joven decidió — arriesgando su cabellera — llevarse al policía al fondo. Sintió muy pronto cómo los dedos del gordo se aflojaban y le soltaban los cabellos. Ictiandro se alejó varios metros y emergió para comprobar si el policía había salido a la superficie. Sí, ya estaba forcejeando para mantenerse a flote, pero tan pronto vio la cabeza del joven exclamó:
— ¡Te vas a ahogar, maldito! ¡Nada hacia aquí!
«Magnífica idea» pensó Ictiandro y comenzó a gritar:
— ¡Socorro, socorro! Me ahogo… — y se sumergió.
Desde el fondo observaba cómo buceaba el policía, tratando de localizarlo. Al fin, por lo visto perdió la esperanza de poder salvarlo y salió a la orilla.