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«Ahora se irá» pensó Ictiandro. Pero el policía no se movía del sitio. Decidió permanecer junto al cadáver hasta que llegaran los órganos de primera instancia. El hecho de que el ahogado yaciera en el fondo del estanque no cambiaba el asunto.

En ese momento apareció en el puente un campesino con una mula cargada de sacos. El policía le ordenó al arriero descargar la acémila y partir en ella a la carrera con una nota para la estación de policía más próxima. El asunto adquiría para Ictiandro un cariz pésimo. Además, en el estanque había sanguijuelas. Estas atacaban de tal forma al joven que apenas le daba tiempo a arrancarlas. Esto debía hacerlo con sumo cuidado, pues no debía agitar el agua estancada, con lo que llamaría la atención del policía.

Al cabo de media hora regresó el campesino, señaló con la mano el camino, volvió a cargar los sacos y partió presuroso. Unos cinco minutos más tarde aparecieron tres policías. Dos de ellos llevaban sobre la cabeza una lancha liviana, el tercero cargaba el remo y un bichero.

Botaron la lancha al agua y comenzaron a buscar al ahogado. A Ictiandro esas búsquedas no le importaban. Para él eran casi un juego. El pasaba, simplemente, de un lado para otro. Exploraron minuciosamente con el bichero la zona próxima al puente, pero no pudieron localizar el cadáver.

El policía que había detenido a Ictiandro corroboraba su sorpresa con expresivos ademanes. Al joven eso le distraía. Pero pronto lo pasó muy mal. Buscando con el bichero, los policías levantaron nubes de limo del fondo. El agua se puso completamente turbia. Ahora Ictiandro ya no veía nada a la distancia de un brazo tendido, y esto ya era peligroso. Lo peor de todo era que en ese agua, pobre en oxígeno, le resultaba difícil respirar por las branquias. Y las nubes de limo le agravaban más la situación.

El joven se sofocaba y sentía en las branquias permanente escozor. Ya resultaba imposible soportar aquel martirio. Se le escapó un lamento y varias burbujas salieron de su boca. ¿Qué hacer? El único remedio era salir del estanque. Había que salir y afrontar cualquier riesgo. Se le echarán encima, indudablemente, lo apalearán y lo encerrarán en la cárcel. Pero ya no le quedaba ningún remedio. Y el joven, tambaleándose, se dirigió hacia el bajío y asomó la cabeza.

— ¡Ay-y-y-y! — Un desgarrador grito salió de la garganta del policía, quien se lanzó por la borda de la lancha, tratando de alcanzar lo antes posible la orilla.

— ¡Jesús, María y José! ¡Qué horror…! — exclamó otro, desplomándose en el fondo de la lancha.

Los dos policías que habían quedado en la orilla hacían plegarias. Pálidos, temblando de miedo, trataban de esconderse uno detrás del otro.

Ictiandro no esperaba tal reacción, por eso no entendió de inmediato la causa del susto. Sólo después recordó que los españoles eran muy religiosos y supersticiosos. Los policías se creyeron, seguramente, que se hallaban ante un ser del otro mundo. Al hacerse cargo de la situación, el joven decidió asustarlos más aún: hizo un fiero rictus, abrió desmesuradamente los ojos, soltó tremendo rugido y se dirigió lentamente hacia la orilla, salió al camino y premeditadamente lento se alejó con paso solemne.

Ningún policía se movió del sitio ni trató de detenerlo. El horror supersticioso, el miedo a los fantasmas les impidió cumplir el deber.

ES EL «DEMONIO MARINO»

Dolores, madre de Pedro Zurita, era una mujer obesa de carnes fofas, con nariz aguileña y prominente mentón. Un espeso bigote le concedía un aspecto raro y nada atractivo. Ese adorno tan raro en la mujer le valió el apodo de la «bigotuda Dolores».

Cuando el hijo se presentó con su joven esposa, la anciana examinó a Lucía sin contemplaciones ni miramientos. Lo primero que Dolores buscaba en la gente eran los defectos. La belleza de la joven asombró a la vieja, aunque no permitió que esa impresión se exteriorizara en modo alguno. Pero, así era Dolores la bigotuda: tras reflexionar en la cocina, decidió que la belleza de Lucía no era una virtud sino, más bien, un defecto.

Cuando madre e hijo quedaron solos, la anciana movió la cabeza con gesto evidentemente reprobador y profirió:

— ¡Linda! ¡Demasiado linda! — Y, tras suspirar, añadió-: Esa belleza te va a traer muchos disgustos… Sí. Habría sido mejor que te hubieras casado con una española. — Y, tras una breve pausa, prosiguió-: Es una orgullosa. Y qué manos, te has fijado en las manos, seguro que es una holgazana.

— La meteremos en cintura — replicó Pedro y se entregó por completo a los libros de contabilidad.

Dolores bostezó y, para no molestar al hijo, salió a tomar el fresco. Le encantaba soñar a la luz de la Luna.

Las mimosas inundaban el jardín con su delicioso aroma. Los lirios blancos relucían bajo la luz argentina. Las hojas de los laureles y los ficus apenas se movían.

Dolores se sentó en un banco entre los mirtos y se puso a soñar, se entregó a sus sueños predilectos: adquirirá la hacienda vecina, se dedicará a la cría de ovejas de vellón fino, construirá nuevos establos.

— ¡Mal rayo les parta! — exclamó furiosa la anciana, golpeándose la mejilla —. Estos mosquitos no dejan a una tranquila.

Las nubes encapotaron pronto el cielo y el jardín quedó sumido en la penumbra. En el horizonte se marcó con mayor nitidez la franja azul celeste: reflejo de las luces de la ciudad de Paraná.

Y, de súbito, sobre la baja tapia de piedra vio una cabeza de hombre. Alguien alzó unas manos esposadas y saltó el muro con sumo cuidado.

La vieja se asustó. «En el jardín entró un presidiario» decidió ella. Quiso gritar, pero no pudo; trató de levantarse y correr, pero las piernas no la obedecían. Sentada en su banco seguía los movimientos del intruso.

El hombre de las esposas se abrió paso cuidadosamente entre los arbustos, se acercó a la casa y se puso a rondarla mirando por las ventanas.

Y de pronto — o le habrá parecido — el presidiario llamó muy quedo.

— ¡Lucía!

«¡Mira la guapa! ¡Qué amistades tiene! Esta belleza es capaz de matarnos a mi hijo y a mí, saquear la hacienda y huir con el presidiario» pensó Dolores.

La vieja sintió repentinamente un odio feroz por su nuera y un goce maligno lleno de amargura. Esto la vigorizó. Se puso en pie de un salto y corrió a la casa.

— ¡Pronto! — le dijo en voz baja al hijo —. En el jardín entró un presidiario. Llamaba a Lucía.

La reacción de Pedro fue fulminante, como si la casa estuviera en llamas; echó mano de una pala tirada en el camino, y corrió alrededor del inmueble.

Junto a la pared estaba un desconocido con un sucio traje arrugado y las muñecas esposadas. El sujeto miraba por la ventana.

— ¡Maldición! — masculló Zurita y dejó caer la pala sobre la cabeza del joven.

El muchacho cayó rodando sin chistar.

— Está listo… — susurró Zurita.

— Sí que lo está — confirmó Dolores, que iba detrás, con un tono como si el hijo acabara de aplastar un alacrán.

Zurita lanzó a su madre una mirada inquisitiva.

— ¿Qué hacer con él?

— Al estanque — ordenó la vieja —. Es profundo.

— Subirá a flote.

— Le amarraremos una piedra. Espera, ahora vengo…

Dolores fue a casa en busca de un saco para meter el cadáver. Pero por la mañana había enviado todos los sacos con trigo al molino. En vista de eso, tomó una funda de almohada y una larga cuerda.

— No hay sacos — le dijo al hijo —. Toma, pon piedras en la funda y amárrasela con la cuerda a las esposas…

Zurita asintió, se echó el cadáver a hombros y se dirigió al extremo más lejano del jardín, allí tenían un pequeño estanque.

— Procura no mancharte — le dijo Dolores bajito, mientras renqueaba tras el hijo con la funda de almohada y la cuerda.