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El joven se deslizaba como un pez por aquellos interminables pasos de una cubierta a otra y salió muy pronto a la superficie.

La distancia hasta el «Medusa» se acortaba rápidamente.

— ¡Zurita! — llamó —. ¡Lucía!

Nadie respondía. El «Medusa» se mecía en las olas completamente mudo.

«¿Qué habrá sido de ellos?» pensó el joven. «¿Qué estará tramando Zurita?» Ictiandro se aproximó sigilosamente a la goleta y subió a cubierta.

— ¡Lucía! — volvió a gritar.

— ¡Estamos aquí! — oyó la voz de Zurita, que apenas llegaba de la orilla. Ictiandro se volvió y vio al patrón que se asomaba temeroso por detrás de unos arbustos.

— ¡Lucía se ha enfermado! ¡Ven acá, Ictiandro! — gritaba Zurita.

¡Lucía está enferma! El podrá verla ahora. Ictiandro saltó al agua y nadó rápido hacia la orilla.

El joven había salido ya del agua cuando oyó la voz apagada de Lucía:

— ¡Zurita miente! ¡Sálvate, Ictiandro!

El joven volvió rápidamente sobre sus pasos y nadó bajo el agua. Cuando se alejó ya bastante de la orilla, emergió y quiso ver lo que pasaba. Algo blanco se agitaba en la orilla.

Lucía celebraba, probablemente, su salvación. ¿La verá algún día…?

Ictiandro se dirigió veloz hacia alta mar. En la lejanía se divisaba un pequeño barco que, envuelto en espuma, mantenía rumbo sur, surcando el agua con afilada proa.

«Cuanto más lejos de la gente, mejor» pensó Ictiandro y se sumergió, ocultándose profundamente bajo el agua.

TERCERA PARTE — UN PADRE FLAMANTE

Después del fracasado viaje en submarino Baltasar estaba que se lo llevaba el demonio. A Ictiandro no lo encontraron, Zurita desapareció con Lucía.

— ¡Malditos blancos! — rezongaba el viejo a solas en su tienda —. Nos echaron de nuestra tierra y nos convirtieron en esclavos. Mutilan a nuestros hijos y raptan a nuestras hijas. Quieren exterminarnos a todos, hasta el último.

— ¡Hola, hermano! — oyó Baltasar la voz de Cristo —. Te traigo una buena noticia. Una gran noticia. Ictiandro ha aparecido.

— ¿Qué? — Baltasar se puso en pie de un salto —. ¡Habla de una vez!

— Ahora, pero no interrumpas, puedo olvidar lo que quiero decirte. Apareció Ictiandro. Bien decía yo entonces que estaba en el barco hundido. El emergió cuando ya nos habíamos ido, y se fue para casa a nado.

— ¿Dónde está? ¿En casa de Salvador?

— Sí, en casa de Salvador.

— Ahora mismo voy a ver al doctor, y que me devuelva a mi hijo…

— ¡No lo hará! — le objetó Cristo —. Salvador no le permite ni salir al océano. Yo soy quien le permite, sigilosamente, algunas veces…

— ¡Lo hará! Y si no, lo mato. Vamos ahora mismo.

Cristo comenzó a hacer aspavientos:

— Espera, por lo menos, hasta mañana. Si supieras cuánto me costó conseguir este permiso para visitar a mi «nieta». Salvador se ha vuelto muy suspicaz. Te mira a los ojos como si te estuviera clavando un cuchillo. Espera hasta mañana, te lo ruego.

— Bien. Me presentaré mañana. Ahora me voy a la bahía. Tal vez, aunque sea desde lejos, vea en el mar a mi hijo.

Baltasar se pasó la noche en el acantilado que se elevaba sobre la bahía escudriñando las olas. La mar estaba gruesa. El viento frío del sur atacaba con rachas, arrancando la espuma de las crestas y esparciéndola por las rocas costeras. En la orilla retumbaban los embates de la marejada. La Luna, tras veloces nubes, ora iluminaba las olas, ora se escondía. Los esfuerzos de Baltasar eran inútiles, en aquel océano de espuma era imposible distinguir nada. Ya había despuntado el alba, pero Baltasar seguía sin moverse del acantilado. El océano de oscuro se había tornado ya gris, pero continuaba tan desierto como en la noche.

Baltasar se estremeció súbitamente. Con su vista de lince había localizado un objeto oscuro que se mecía en las olas, ¡Un hombre! ¡Podría ser un náufrago! Pero, no. Yace tranquilamente de espalda, con las manos bajo la nuca. ¿Será él?

Baltasar no se había equivocado. Era Ictiandro.

El indio se puso de pie y, apretando las manos contra el pecho, gritó:

— ¡Ictiandro! ¡Hijo mío! — El anciano alzó los brazos y se zambulló en el mar.

La altura del acantilado era considerable, por eso tardó en emerger, y cuando lo hizo en la superficie ya no había nadie. Luchando desesperadamente con las olas, Baltasar volvió a bucear, pero una ola enorme le dio un revolcón, lo lanzó a la orilla y se retiró rezongando.

Baltasar se levantó hecho una sopa, miró la ola en retirada y exhaló un profundo suspiro.

— ¿Me habrá parecido?

Cuando el viento y el sol secaron sus ropas, Baltasar se dirigió al muro que protegía el predio de Salvador y llamó al portón de hierro.

— ¿Quién llama? — inquirió el negro, atisbando por la mirilla entreabierta.

— Necesito ver al doctor. Es urgente.

— El doctor no recibe — respondió el negro, y se cerró la mirilla.

Baltasar continuó golpeando el portón, gritando, pero nadie le abrió el postigo. Tras el muro sólo se oían amenazadores ladridos.

— ¡Aguarda, maldito español! — amenazó Baltasar y partió para la ciudad.

Muy cerca, a unos pasos del juzgado se hallaba la pulquería «La Palma». Estaba ésta instalada en un antiguo edificio blanco, achaparrado, con gruesos muros de piedra. Tenía a la entrada una especie de veranda cubierta con toldo a franjas, mesitas y cactos en macetas azules esmaltadas. La veranda sólo se animaba por la noche. Por el día la clientela prefería las salitas bajas y frescas del interior. La pulquería era algo así como una dependencia del juzgado. Durante las audiencias por allí pasaban querellantes, demandados, testigos, acusados (no detenidos aún, naturalmente).

Allí, entre tragos de vino y de pulque, preferían matar el tiempo todos, esperando su hora. Un avispado muchacho, que circulaba constantemente entre el juzgado y «La Palma», comunicaba con lujo de detalles lo que sucedía en la sala del tribunal. Eso resultaba muy cómodo. Allí también acudían abogados y testigos falsos, quienes ofrecían sus servicios sin tapujos.

Baltasar había frecuentado ya «La Palma» en otras ocasiones, por asuntos del negocio. Sabía que allí podía encontrar a la persona indicada, suscribir una demanda. Por eso fue sin vacilaciones.

Cruzó sin detenerse la veranda, entró en la fresca antesala, aspiró con satisfacción el frescor, enjugó el sudor de la frente y le preguntó al muchacho que correteaba por allí:

— ¿Está Larra?

— Don Flores de Larra ha venido ya y está en su sitio habitual — respondió el muchacho.

A quien le decían con tanta pompa don Flores de Larra había sido en tiempos un empleadillo judicial, pero fue despedido por dejarse sobornar. Ahora tenía numerosos clientes: cuantos traían entre manos asuntos sospechosos recurrían a este trapacista. Con él tenía sus asuntos Baltasar.

Larra estaba sentado a una mesita, colocada junto a una ventana gótica con ancho antepecho. En la mesa tenía un vaso de vino y un abultado portafolio rojizo. La estilográfica siempre lista, prendida en el bolsillo del raído traje color aceituna. Larra era un hombre obeso, calvo, de mejillas y nariz coloradas, siempre bien rasurado y orgulloso. La brisa que entraba por la ventana le erizaba las pocas canas que le quedaban. Ni el mismo ministro de justicia podría recibir con tanta dignidad y grandeza.

Al ver a Baltasar le indicó, con un desdeñoso movimiento de cabeza, el sillón de mimbre que tenía ante él y dijo:

— Tome usted asiento. ¿Qué asuntos le traen por aquí? ¿Toma usted algo? ¿Vino? ¿Pulque?

Generalmente pedía él, pero pagaba el cliente. Baltasar parecía no oír.