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— Es un asunto serio. Un asunto importante, Larra.

— Don Flores de Larra — le enmendó el abogado, tomando un sorbo.

Pero Baltasar volvió a preterir la enmienda.

— ¿En qué consiste?

— Sabes, Larra…

— Don Flores de…

— ¡Deja esas boberías para los noveles! — exclamó irritado Baltasar —. Es un asunto serio.

— Pues habla ya — respondió Larra con otro tono.

— ¿Tú conoces al «demonio marino»?

— No he tenido el honor de que me lo presentasen personalmente, pero he oído mucho — respondió Larra, dejándose llevar por el hábito.

— Atiende acá, a quien le dicen «demonio marino» es mi hijo Ictiandro.

— ¡No puede ser! — exclamó Larra —. Baltasar, creo que te has excedido empinando el codo.

El indio dio un puñetazo en la mesa:

— Desde ayer no he probado una gota, excepto varios tragos de agua de mar.

— Entonces la situación es más grave…

— ¿Quieres decir que me he vuelto loco? Pues no, estoy en mis cabales. Mira, cállate y escucha.

Y Baltasar contó al abogado toda la historia. Larra escuchaba al indígena sin decir palabra. Sus canosas cejas se arqueaban cada vez más. Al fin, sin poder contenerse más, olvidándose de mantener su aire majestuoso, golpeó la mesa con la palma de la mano y gritó:

— ¡Que los demonios me lleven!

El muchacho, con delantal blanco y servilleta sucísima, apareció como por encanto.

— ¿Desean algo?

— ¡Dos botellas de sauternes y hielo! — Y dirigiéndose a Baltasar, exclamó-: ¡Magnífico! ¡Excelente asunto! ¿Será posible que te lo hayas inventado todo tú? Aunque, de ser franco, debo decirte que la parte más floja es la de tu paternidad.

— ¿Lo dudas? — A Baltasar se le subió la sangre al rostro, tal fue la ira que le entró.

— Bueno, bueno, no te pongas así, viejo. Yo opino como jurista, desde el punto de vista de la solidez que acusen las pruebas jurídicas: las tuyas son flojillas, muy flojillas. Pero eso se puede arreglar. Sí. Y la posibilidad de lucro aquí es enorme.

— Yo quiero tener conmigo a mi hijo, no necesito dinero — le objetó Baltasar.

— Todo el mundo necesita dinero, y sobre todo cuando aumenta la familia como en tu caso — dijo Larra con tono aleccionador y, entornando maliciosamente los ojos, prosiguió-: Lo más valioso y seguro que tenemos respecto al asunto de Salvador es la detallada información sobre los experimentos y las operaciones que practica. A base de eso se le pueden poner tales petardos que de ese saco de oro que es Salvador van a caer pesetas como naranjas maduras durante una buena tormenta.

Baltasar apenas probó el vino que le sirvió Larra, y dijo:

— Quiero tener conmigo a mi hijo. Tú debes presentar una instancia sobre el particular.

— ¡No, no! ¡En modo alguno! — objetó el abogado —. Comenzar por eso sería estropearlo todo. Eso es lo último que se debe hacer.

— ¿Cuál es tu propuesta? — inquirió Baltasar.

— Primero — Larra dobló el pulgar —, le enviaremos una misiva a Salvador, redactada con primoroso estilo, comunicándole que conocemos todos sus ilícitos experimentos y operaciones. Y si no quiere que lo hagamos del dominio público deberá pagar un subido rescate. Cien mil. Sí, cien mil, eso como mínimo. — Larra clavó en Baltasar una inquisitiva mirada.

Pero el otro no hacía más que poner cara de malos amigos y callar.

— Segundo — prosiguió Larra —. Cuando recibamos la cantidad indicada — y la recibiremos —, le enviaremos al profesor Salvador otra misiva, redactada con expresiones más delicadas y finas aún. Le comunicaremos que apareció el auténtico padre de Ictiandro, sobre lo que obran en nuestro poder pruebas irrefutables. Le diremos que el padre legítimo de Ictiandro quiere que su hijo retorne al hogar paterno, para lo que está dispuesto a presentar una querella en la que expondrá, lógicamente, como Salvador mutiló a Ictiandro. Si el doctor quisiera obviar la presentación de dicha querella y quedarse con el muchacho, le bastaría transmitir a las personas por nosotros indicadas, en lugar y tiempo asignados, un millón de dólares.

Pero Baltasar no oía. Agarró una botella y estuvo a punto de tirársela a la cabeza del abogado. Larra nunca había visto a Baltasar tan iracundo.

— Vamos, no te pongas de esa forma. Ha sido una broma, viejo, ¡Deja esa botella! — exclamó Larra, tapando con la mano la brillante calva.

— ¡Tú…! ¡Tú…! — gritaba Baltasar enfurecido en extremo —. Tú me propones vender a mi propio hijo, renunciar a Ictiandro. ¡Tú no tienes corazón! ¡Tú no eres un hombre, eres un alacrán, una tarántula, o desconoces por completo los sentimientos paternales!

— ¿Que no tengo sentimientos, yo? ¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco! — gritó, a su vez, el abogado como un energúmeno —. ¡Cinco sentimientos paternales! ¡Cinco varones tengo! ¡De todos los tamaños! ¡Cinco bocas! ¡Conozco y entiendo ese sentimiento! Conseguirás que vuelva el tuyo. Pero ármate de paciencia y escúchame hasta el fin.

Baltasar se tranquilizó. Puso la botella en la mesa, bajó la cabeza y miró a Larra.

— ¡Bueno, habla!

— ¡Eso ya es harina de otro costal! Salvador nos pagará un millón. Eso será la «dote» de tu Ictiandro. Y espero que algo me toque a mí. Como recompensa por mis diligencias y por el derecho de autor: unos cien mil. Tú y yo nos entenderemos. Salvador pagará ese millón. Te lo aseguro. Y tan pronto lo pague…

— Presentaremos la querella.

— Un poquito más de paciencia. Propondremos información sobre tan sensacional delito al mayor consorcio periodístico, y que pague, digamos, unos veinte o treinta mil dólares, para gastos corrientes. Puede que nos toque algo también de lo asignado para la policía secreta. Pues en un asunto como éste los agentes pueden hacer carrera. Cuando hayamos exprimido el asunto del Salvador, entonces, con mil amores, recurre al tribunal, expón allí tus sentimientos paternales y que la Temis te ayude a demostrar tus derechos y a recibir en brazos a tu hijo.

Larra apuró el vaso de vino, golpeó con él la mesa, y miró a Baltasar con aire triunfal.

— ¿Qué te parece?

— Yo me paso los días sin comer, las noches en vela, y tú me propones demorar, dar largas al asunto — comenzó diciendo Baltasar.

— ¿Pero en aras de qué…? — le interrumpió con vehemencia el abogado —. ¿Para qué? ¡Para obtener millones! ¡Mi-llo-nes! ¿Acaso te flojean las entendederas? Has vivido veinte años sin Ictiandro.

— Sí, viví. Pero ahora… Total, ponte a escribir la instancia.

— ¡Este hombre ha perdido, realmente, el hábito de razonar! — exclamó Larra —. Baltasar, reflexiona, despabílate, entra en razones. Ten presente: ¡Millones! ¡Oro! Podrás tener cuanto se te antoje. El mejor tabaco, automóvil, veinte goletas, esta pulquería…

— Mira, o me escribes la instancia, o recurro a otro abogado — manifestó resueltamente Baltasar.

Larra comprendió que era inútil seguir oponiendo resistencia. Meneó la cabeza, suspiró desalentado, sacó unas cuartillas de la rojiza cartera y desprendió la estilográfica del bolsillo lateral.

Al cabo de varios minutos estaba lista la queja contra Salvador, en la que se le acusaba de haberse atribuido ilícitamente la paternidad respecto al hijo de Baltasar, así como de haberle mutilado.

— Te lo advierto la última vez: piénsalo bien — le dijo Larra.

— Venga, lárgamela — dijo el indio tendiendo la mano para recoger la instancia.

— Entrégasela al fiscal principal. ¿Me oyes? — aconsejaba al cliente Larra, mascullando para su coleto-: «¡Ojalá tropieces en la escalera y te quiebres una pierna!»

Al salir de la oficina del fiscal, Baltasar tropezó con Zurita en la escalera principal.

— ¿Qué te traes tú por aquí? — indagó Zurita, mirando con suspicacia al indio —. ¿No habrás venido a quejarte de mí?

— Habría que quejarse de todos ustedes — repuso Baltasar, teniendo en cuenta a los españoles —, pero no hay quien lo haga. ¿Dónde escondes a mi hija?