El obispo se detuvo. Estaba satisfecho del efecto causado por su discurso, hizo una pausa y volvió a la carga bajito, pero elevando gradualmente el tono:
— Me he mostrado fundamentalmente interesado por la suerte de Salvador. Pero, ¿podré mantenerme indiferente respecto al destino de Ictiandro? No. Es un ser que no tiene ni nombre cristiano, pues Ictiandro en griego significa, ni más ni menos, que «hombre pez». Incluso cuando Ictiandro no fuera culpable de nada, cuando fuera simplemente víctima, no dejaría de ser creación contraria a la voluntad de Dios, creación sacrílega. Con su mera existencia puede perturbar las mentes, inducir a reflexiones pecaminosas, tentar, hacer vacilar a los débiles. ¡Ictiandro no debe existir! Lo ideal sería que Dios se lo llevara si el desdichado joven muriera a causa de la imperfección de su mutilada naturaleza — el obispo le espetó una expresiva mirada al fiscal —. En todo caso ha de ser acusado, aislado, privado de libertad. El también ha cometido sus delitos: les quitaba a los pescadores la captura, les deterioraba las redes y les asustó de tal modo que — usted debe recordar — los pescadores dejaron de pescar y la ciudad quedó sin pescado. ¡El ateo Salvador y su repugnante engendro, Ictiandro, constituyen un atrevido reto a la iglesia, a Dios, al cielo! Y la iglesia no depondrá las armas mientras ellos no desaparezcan.
El obispo continuaba su discurso acusatorio. El fiscal permanecía sentado ante él, deprimido, cabizbajo, sin tratar de interrumpir ese torrente de amenazadoras palabras.
Cuando el obispo concluyó su discurso, el fiscal se levantó, se aproximó a él y profirió con voz sorda:
— Como católico, llevaré mi pecado al confesorio para que usted me lo perdone. Como funcionario, le agradezco de todo corazón la ayuda que me ha prestado. Ahora para mí está claro el delito perpetrado por Salvador. El será acusado y debidamente castigado. Ictiandro tampoco escapará a la espada de la justicia…
GENIAL DEMENTE
El proceso no quebrantó el ánimo del doctor Salvador. En la cárcel se mantenía sereno, seguro; con los jueces instructores y los expertos hablaba con aire altanero y condescendiente, como si fueran niños.
Él no soportaba la inactividad. Escribía mucho, realizó varias brillantes intervenciones quirúrgicas en el hospital de la cárcel. Entre los pacientes que atendió en la penitenciaría se encontraba la esposa de un carcelero. Corría peligro de muerte a causa de un tumor maligno. Salvador la salvó, cuando los médicos invitados especialmente la desahuciaron, diciendo que en ese caso la medicina era impotente y se negaron a operarla.
Llegó el día del juicio.
La enorme sala no pudo dar cabida a cuantos quisieron asistir. El público se agolpaba en los pasillos, llenaba la plaza ante la fachada, se asomaba a las ventanas abiertas. Muchos curiosos se encaramaron en los árboles que rodeaban el juzgado.
Salvador se sentó tranquilamente en el banquillo de los acusados. Se portaba con tanta dignidad que, para los extraños a lo que estaba sucediendo allí, podía parecer que no era el acusado, sino el juez. Salvador renunció al abogado.
Centenares de ojos seguían con curiosidad cada movimiento, cada gesto suyo. Pero eran rarísimos los que podían resistir la penetrante mirada de Salvador.
Ictiandro no suscitaba menos interés, pero no aparecía en la sala. Últimamente se sentía indispuesto, francamente mal y pasaba casi todo el tiempo en el tanque, ocultándose de las fastidiosas miradas de los curiosos. En el proceso de Salvador el joven aparecía sólo como testigo de la acusación, más bien, una de las pruebas materiales, como se expresaba el fiscal.
La audiencia sobre el caso del propio Ictiandro, en la que se le acusaría de actividad delictiva, se efectuaría aparte, después del proceso contra Salvador.
El fiscal se ha visto obligado a obrar de esa forma porque el obispo le apuraba con el proceso contra Salvador; la reunión de pruebas contra Ictiandro requería tiempo. Los agentes del fiscal reclutaban en la pulquería «La Palma» — activa pero sigilosamente — testigos para el proceso que le incoarían posteriormente a Ictiandro, en el que el joven ya debería figurar como acusado. No obstante, el obispo seguía insinuándole al fiscal que el desenlace ideal sería si el Señor se llevara al desventurado. Esa muerte sería la mejor prueba de que la mano del hombre sólo puede deteriorar la creación divina. Tres expertos, profesores de la universidad, dieron lectura a sus conclusiones. El auditorio escuchó con suma atención, procurando no perder el mínimo detalle, la opinión de los científicos.
— Obedeciendo a una demanda del juzgado — comenzó el profesor Shein, un hombre de edad provecta, experto principal — hemos examinado los animales y al joven Ictiandro, sometidos todos a intervenciones quirúrgicas por el profesor Salvador en sus laboratorios. Hemos inspeccionado sus reducidos, pero hábilmente equipados laboratorios y quirófanos. Debo destacar, en honor a la verdad, que el profesor Salvador utiliza no sólo los últimos adelantos en instrumental quirúrgico, como cuchillos eléctricos, rayos desinfectantes ultravioleta, etc., sino también instrumental desconocido hasta ahora en el sector. Por lo visto, diseñados por el mismo profesor. No voy a detenerme detalladamente en los experimentos efectuados por el profesor Salvador en animales. Dichos experimentos se reducen a operaciones extraordinariamente atrevidas por la propia idea y brillantes por su ejecución: transplantes cutáneos y de órganos, inserción de dos animales, conversión de animales terrestres en anfibios y viceversa, conversión de hembras en machos y nuevos métodos de rejuvenescencia. En los jardines de Salvador hemos visto niños y adolescentes, comprendidos entre las edades de varios meses a catorce años, pertenecientes a diversas tribus indias.
— ¿En qué estado han encontrado a los niños? — preguntó al fiscal.
— En perfecto estado, todos están sanos y alegres. Juegan y corretean por el jardín. A muchos de ellos Salvador les salvó la vida. Los indios confían en él y le traen a sus hijos desde los más remotos lugares: desde Alaska hasta la Tierra de Fuego.
En la sala alguien suspiró.
Todas las tribus llevaban sus hijos a Salvador. El fiscal comenzó a inquietarse. Después de la entrevista con el obispo, cuando sus ideas recibieron una nueva orientación, no podía oír tranquilo esos elogios a Salvador y preguntó al experto:
— ¿Cree usted que las operaciones practicadas por Salvador fueron útiles y convenientes?
Pero el presidente del tribunal — un anciano canoso con dura expresión —, temiendo que la respuesta del experto fuera positiva, se apresuró a inmiscuirse:
— Al tribunal no le interesan las opiniones personales del experto. Continúe, haga el favor. ¿Cuál es el resultado del examen practicado al joven araucano llamado Ictiandro?
— Su cuerpo estaba cubierto de una piel escamada artificial — prosiguió el experto —, compuesta de una sustancia desconocida, flexible, pero muy resistente. El análisis de la mencionada sustancia no ha concluido todavía. En el agua Ictiandro utilizaba a veces gafas con lunetas especiales de pesado flintglass, cuyo índice de refracción equivale casi a dos unidades. Esto le permitía ver perfectamente bajo el agua. Cuando le quitamos a Ictiandro la piel postiza de escamas, bajo ambos omóplatos descubrimos dos orificios de diez centímetros de diámetro, tapados con cinco finas franjas, muy parecidas a las branquias de tiburón.
En la sala se oyeron apagadas voces de asombro.
— Sí — prosiguió el experto —, aunque parezca inverosímil, Ictiandro posee pulmones de hombre y branquias de tiburón. Por eso puede vivir en la tierra y bajo el agua.
— ¿Un hombre anfibio? — preguntó sardónico el fiscal.
— Sí, en cierto modo un hombre anfibio, con dos sistemas respiratorios distintos.
— Pero ¿cómo le han podido aparecer a Ictiandro branquias de tiburón? — inquirió el presidente.