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El experto hizo un gesto de impotencia y respondió:

— Es un enigma, pero tal vez quiera revelárnoslo el profesor Salvador. Nuestra opinión es la siguiente: conforme a la ley biológica de Heckel todo ser vivo reproduce en su desarrollo todas las formas por las que pasó la especie del ser vivo en cuestión durante su existencia en la tierra. Se puede afirmar con toda seguridad que los remotos antecesores del hombre respiraban mediante branquias.

El fiscal quiso levantarse, pero el presidente lo detuvo con un ademán.

— Al vigésimo día de desarrollo al feto humano se le forman cuatro plieguecitos de branquias, que yacen uno sobre el otro. Pero posteriormente en el feto humano el aparato branquial se transforma: el primer arco branquial se convierte en el meato auditivo interno con sus respectivos huesecillos y en la trompa auditiva; la parte inferior del arco branquial se convierte en el hueso maxilar inferior, el segundo arco, en apófisis y cuerpo del hioides; el tercer arco, en el cartílago tiroides de la laringe. No creemos que el profesor Salvador haya conseguido retener el desarrollo de Ictiandro en su fase embrional. Aunque la ciencia conoce casos cuando hasta en personas mayores se conserva el orificio branquial en el cuello, bajo el maxilar inferior. Se trata de las denominadas fístulas yugulares. Pero con esos rudimentos branquiales no se puede vivir, naturalmente, bajo el agua. Si el feto no se hubiera desarrollado normalmente tendría que haber sucedido una de dos: o seguían desarrollándose las branquias, pero a expensas del órgano del oído y de otros cambios anatómicos, pero entonces Ictiandro se habría convertido en un monstruo con una cabeza subdesarrollada de semipez-semihombre, o habría triunfado el desarrollo normal del hombre, pero a costa de que desaparecieran las branquias. Sin embargo, Ictiandro es un joven normalmente desarrollado, con buen oído, con el maxilar inferior desarrollado y pulmones normales, pero, además posee branquias también normalmente desarrolladas. Cómo funcionan las branquias y los pulmones, en qué relación se encuentran entre sí si pasa el agua vía boca-pulmones-branquias, o penetra a las branquias por un pequeño orificio que hemos detectado en el cuerpo de Ictiandro más arriba del branquial redondo, no lo sabemos. Sólo la autopsia podría dar respuesta a esas preguntas. Esto, insisto, es un enigma, cuya revelación le corresponde exclusivamente al profesor Salvador. El profesor Salvador deberá explicarnos cómo han aparecido mastines parecidos a jaguares, animales raros, insólitos, monos anfibios.

— ¿Cuáles son sus conclusiones generales? — preguntó el presidente al experto.

El profesor Shein, que gozaba de gran fama como científico y como cirujano, respondió con franqueza:

— Debo ser franco y confesar: en este asunto no entiendo nada. Únicamente puedo hacer constar que lo hecho por el profesor Salvador sólo está al alcance de un genio. Salvador, por lo visto, ha decidido que en el arte de la cirugía ha alcanzado tales cimas que ya puede desarmar, armar y adaptar el cuerpo de los animales y del hombre a su antojo. Y aunque en la práctica lo ha conseguido brillantemente, no obstante, su audacia, atrevimiento y derroche de ideas lindan con… con la demencia.

Salvador esbozó una despectiva sonrisa.

El no sabía que los expertos habían decidido ayudarle, planteando la cuestión de su desequilibrio mental para poder cambiarle el régimen carcelario por el del hospital.

— Yo no afirmo que está afectado de vesania — prosiguió el experto al advertir la sonrisa de Salvador —, pero, en todo caso, y ésta es nuestra opinión, el acusado debe ser internado en un sanatorio psiquiátrico y sometido a un largo examen por parte de especialistas.

— El tribunal no había planteado ni examinado esta nueva cuestión, me refiero al desequilibrio mental. Esta nueva circunstancia será tomada en consideración — manifestó el presidente —. Profesor Salvador, ¿desea usted dar explicaciones sobre algunas cuestiones planteadas por los expertos y el fiscal?

— Sí — respondió Salvador —. Yo daré explicaciones. Pero que sean consideradas como mi última palabra.

LA ULTIMA PALABRA DEL IMPUTADO

Salvador se puso de pie con toda serenidad y recorrió la sala con la vista, cual si buscara a alguien.

Entre el público advirtió la presencia de Baltasar, de Cristo y de Zurita. En la primera fila estaba el obispo. En él fijó más tiempo la vista. Al rostro de Salvador afloro una casi imperceptible sonrisa. Seguidamente el doctor volvió a otear el auditorio.

— No veo aquí a la víctima, al agraviado — dijo, al fin, Salvador.

— ¡Yo soy la víctima! — exclamó súbitamente Baltasar, queriendo salir del sitio donde estaba. Su hermano Cristo le tiró de la manga y le obligó a sentarse.

— ¿A qué agraviado se refiere? — inquirió el presidente —. Si tiene en cuenta los animales mutilados por usted, el tribunal ha considerado innecesario exhibirlos aquí. Pero Ictiandro, el hombre anfibio, se encuentra en la sede del juzgado.

— Me refiero a Dios — repuso tranquila y seriamente Salvador.

Al oír tal respuesta, el presidente se reclinó perplejo sobre el respaldo del sillón: «¿Será posible que Salvador se haya vuelto loco? ¿O habrá decidido simular demencia para eludir la cárcel?»

— ¿Podría explicarse? — indagó el presidente.

— Estimo que para el tribunal está suficientemente claro — respondió Salvador —. ¿Quién es en este proceso la principal y única víctima? Eso es obvio, sólo Dios. El tribunal considera que yo, al irrumpir con mis acciones en su ámbito, daño su prestigio y autoridad. El estaba satisfecho de sus creaciones y, de pronto, aparece un doctor cualquiera y dice: «Esto está mal hecho. Hay que rehacerlo». Y comienza a rehacer las creaciones divinas a su manera…

— ¡Eso es un sacrilegio! Exijo que las palabras del procesado sean registradas en el acta — dijo el fiscal, con aire de persona a quien le agraviaron lo más sagrado.

Salvador se encogió de hombros:

— No he hecho más que citar en síntesis el acta acusatoria. ¿Acaso no se reduce a eso la acusación? He leído mi expediente. Al principio sólo se me acusaba de que, al parecer, me dedicaba a la vivisección y a mutilar animales y personas. Ahora se me imputa otra acusación más: el sacrilegio. ¿De dónde habrá soplado ese viento? ¿No habrá sido de la catedral?

Y el profesor Salvador le clavó la mirada al obispo.

— Ustedes mismos han montado un proceso en el que subrepticiamente están presentes: por el lado de la acusación, Dios, en calidad de víctima; en el banquillo de los acusados, junto conmigo, Charles Darwin, en calidad de acusado. Seguramente disguste a algunos de los presentes lo que voy a decir, pero insisto en que el organismo de los animales, e incluso el humano, no son perfectos y requieren correcciones. Espero que el superior de la catedral, obispo Juan de Garcilaso presente aquí, confirme esto.

En el público cundió el asombro.

— En el año quince, poco antes de que yo partiera para la guerra — prosiguió Salvador —, tuve que hacer una pequeña corrección al organismo del respetable obispo: le he tenido que privar del apéndice del ciego. Cuando yacía en el quirófano, no recuerdo haberle oído protestar contra esa desfiguración de la imagen y la semejanza de Dios que yo efectuaba con el bisturí, al cercenarle parte del cuerpo del obispo. ¿Acaso esto no es cierto? — preguntó Salvador, mirándole al obispo de hito en hito.

Juan de Garcilaso permanecía, aparentemente, inconmovible. Sólo sus pálidas mejillas se sonrosaron ligeramente y los finos dedos acusaban un temblor apenas perceptible.

— ¿Y, a propósito no habrá habido ningún otro caso por aquel entonces, cuando yo todavía ejercía y practicaba operaciones de rejuvenescencias? ¿No habrá recurrido a mí para que le rejuveneciera el respetable fiscal, señor Augusto de…