«¿Y los tesoros hundidos? Recuerden el trasatlántico «Lusitania», echado a pique por los alemanes la primavera de 1916 junto a las costas irlandesas. Además de las joyas que llevaban los mil quinientos pasajeros perecidos, el «Lusitania» transportaba ciento cincuenta millones de dólares en monedas de oro y cincuenta millones de dólares en lingotes de oro. (En la sala se oyeron exclamaciones.) Además, el «Lusitania» portaba dos cofrecitos llenos de diamantes con destino a Amsterdam. Entre esos diamantes había uno de los mejores del mundo, el «Califa», que valía muchos millones. Claro que ni un hombre como Ictiandro podría sumergirse a tal profundidad, para eso habría que crear un hombre (exclamaciones de descontento e indignación) que pudiera soportar altas presiones, como los peces bentónicos. Esto tampoco lo considero absolutamente imposible. Pero vayamos poquito a poco.
— ¿Usted parece adjudicarse cualidades de divinidad omnipotente? — señaló el fiscal.
Salvador pretirió esa objeción y continuó:
— Si el hombre pudiera vivir en el agua, la explotación de las profundidades oceánicas marcharía a pasos agigantados. El mar dejaría de ser para nosotros un elemento amenazador, que cobra constantemente víctimas humanas. Y no tendríamos que volver a llorar más náufragos.
Los presentes en la sala ya veían el mundo submarino conquistado por el hombre. ¡Cuánto provecho traería la conquista del océano! Hasta el presidente, sin poder contenerse, preguntó:
— ¿Por qué no ha publicado usted los resultados de sus experimentos?
— No me atraía el banquillo de los acusados — respondió Salvador sonriente —, y, además, temía que mi invento, en las condiciones de nuestro régimen social, produjera más daño que provecho. En torno a Ictiandro ya ha estallado una encarnizada lucha. ¿Quién me ha denunciado, guiado por el sentimiento de venganza? Ese Zurita, quien me secuestró a Ictiandro. Y a Zurita se lo quitarían los generales y almirantes para obligar al hombre anfibio a hundir barcos. No, yo no podía permitir que Ictiandro y los «Ictiandros» fueran patrimonio común en un país donde la lucha y la codicia convierten los más sublimes descubrimientos en mal, aumentando los sufrimientos humanos. Yo pensaba en…
Salvador se cortó y, cambiando bruscamente de tono, prosiguió:
— No voy a referirme a esto. No vaya a ser que me consideren demente — y Salvador dirigió una jovial sonrisa al experto —. No, renuncio al honor de ser vesánico, aunque genial. No estoy loco, ni soy un maniaco. ¿Acaso no conseguí los fines que me proponía? Ustedes han visto todos mis trabajos. Si consideran mi modo de obrar delictivo, descarguen sobre mí el rigor de la ley. No suplico clemencia.
EN LA CÁRCEL
Los expertos que examinaban a Ictiandro debían prestar atención no sólo a las propiedades físicas del joven, sino también a sus facultades mentales.
— ¿En qué año estamos? ¿En qué mes? ¿En qué día? ¿Qué día de la semana es hoy? — preguntaban los expertos.
La respuesta de Ictiandro era:
— No sé.
No hallaba respuesta a las preguntas más sencillas y corrientes. Pero no podía considerársele anormal. El desconocía muchas cosas debido a las originales condiciones de su existencia y educación. Era un niño grande. Y los expertos llegaron a la conclusión: «Ictiandro está incapacitado». Esto le liberaba de la responsabilidad judicial. El tribunal dictó la extinción del proceso contra Ictiandro y decidió constituir su tutela. Manifestaron el deseo de ser tutores de Ictiandro dos personas: Zurita y Baltasar.
Salvador tenía toda la razón cuando afirmó que Zurita lo había denunciado por venganza. Pero Zurita no sólo se vengaba de Salvador por haberle quitado a Ictiandro. El patrón del «Medusa» perseguía otro fin más: quería volver a obtener a Ictiandro procurando ser su tutor. Zurita no escatimó una decena de valiosas perlas y sobornó a los integrantes del tribunal y del consejo de tutela. Ahora Zurita estaba ya muy cerca del objetivo codiciado.
Alegando a su paternidad, Baltasar exigía que le concedieran los derechos de tutor. Pero, pese a los esfuerzos de Larra, los expertos manifestaron que ellos no podían establecer la identidad de Ictiandro con el hijo de Baltasar nacido hace veinte años, basándose solamente en los testimonios de un solo testigo. Cristo; además, siendo éste hermano de Baltasar, lo que no infundía a los expertos plena confianza.
Larra no podía saber que en el asunto se habían inmiscuido el fiscal y el obispo. El tribunal necesitaba a Baltasar durante el proceso como víctima y como padre a quien le quitaron y mutilaron el hijo. Pero el tribunal y la iglesia no se proponían reconocer la paternidad de Baltasar y entregarle a Ictiandro: era menester hacer desaparecer a Ictiandro.
A Cristo, que vivía ahora en la casa de su hermano, le preocupaba la salud de éste, pues se pasaba las horas ensimismado, sin dormir ni comer, o, inopinadamente, le entraban arrebatos de rabia, durante los que corría por la tienda de un lado para otro gritando: «¡Hijo mío, hijo mío!» En esos momentos maldecía a los españoles, profiriendo blasfemias e improperios en todas las lenguas.
En cierta ocasión, tras uno de esos accesos, Baltasar manifestó:
— Mira, hermano, me voy a la cárcel. Regalaré a los guardianes mis mejores perlas para que me permitan vera Ictiandro. Hablaré personalmente con él. El hijo legítimo debe reconocer a su padre. De alguna manera tiene que revelarse mi sangre.
Cristo trató de disuadir al hermano, pero era inútil. Baltasar se mantenía en sus trece.
El indio fue a la penitenciaría. Suplicando a los guardianes — lloraba, se postraba a sus pies, imploraba —, dejó un reguero de perlas desde la entrada, hasta el calabozo de Ictiandro.
En esta reducida celda, escasamente iluminada por una angosta ventana enrejada, el ambiente era pesado y pestilente; los guardianes cambiaban rara vez el agua en el tanque y no se preocupaban de recoger los restos del pescado con que alimentaban al insólito cautivo.
Al pie del muro situado frente a la ventana había un tanque de hierro…
Baltasar se acercó y miró la oscura superficie del agua que cubría a Ictiandro.
— ¡Ictiandro! — le llamó muy quedo —. Ictiandro… — insistió.
En la superficie del agua se produjo un ligero escarceo, pero el joven no se asomó.
Tras esperar un instante, Baltasar alargó la temblorosa mano y la hundió en la tibia agua. La mano tropezó con un hombro.
Ictiandro sacó la cabeza, se incorporó hasta aparecer los hombros sobre la superficie y preguntó:
— ¿Quién es? ¿Qué quiere?
Baltasar se hincó de rodillas y, con las manos tendidas, habló presuroso:
— Ictiandro, tu padre, tu legítimo padre ha venido a verte. Salvador no es tu padre. Salvador es un mal hombre. El fue quien te mutiló… ¡Ictiandro! ¡Ictiandro! Pero mírame como es debido. ¿Será posible que no reconozcas a tu padre?
El agua se escurría lentamente por los espesos cabellos del joven a su pálido rostro y goteaba del mentón. Triste y algo asombrado, miraba a aquel viejo indígena.
— Yo no le conozco — repuso el joven.
— Ictiandro — gritó Baltasar —, pero mírame bien. — Y el viejo indio agarró, súbitamente, la cabeza del joven, la atrajo hacia sí y comenzó a cubrirla de besos, llorando a lágrima viva.
Ictiandro, tratando de eludir tan inesperada caricia, agitó de tal forma el agua que se derramaba en el piso de baldosa.
Una robusta mano agarró a Baltasar por el cuello, lo levantó en vilo y lo tiró a un rincón. Baltasar cayó al suelo, golpeándose la cabeza contra la pared.
Al abrir los ojos Baltasar vio a Zurita con el puño derecho crispado y blandiendo triunfante un papel en la mano izquierda.