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— ¿Ves esto? Es la disposición que me designa tutor de Ictiandro. Vas a tener que buscarte un hijo rico en otro lugar, porque a este me lo llevo yo mañana por la mañana. ¿Entendido?

Todavía en el suelo, Baltasar emitió una especie de rugido sordo y amenazador. Y acto seguido, se puso en pie de un salto, se arrojó sobre su enemigo y lo derribó.

El indio logró arrebatarle a Zurita el documento, lo metió en la boca y siguió golpeando al español.

Era una pelea a ultranza.

El carcelero, que se encontraba a la puerta con las llaves en la mano, estimó necesario mantenerse neutral, pues había sido sobornado por ambos. El guardián sólo se inquietó cuando vio que Zurita estaba a punto de torcerle el pescuezo al viejo:

— ¡Me lo va a estrangular!

Pero Zurita tan enfurecido estaba que no prestó la mínima atención a las advertencias del carcelero, y Baltasar lo habría pasado muy mal de no aparecer en la celda un nuevo personaje.

— ¡Magnífico! ¡El señor tutor en pleno entrenamiento para ejercer sus derechos! — se oyó la voz de Salvador —. ¿Y usted qué hace? ¿Se le han olvidado sus obligaciones? — le alzó la voz al carcelero, cual si fuera el director de la penitenciaría.

El exabrupto de Salvador surtió efecto. El carcelero fue presto a separar a los peleantes.

Al ruido acudieron otros guardianes y, entre todos, separaron a Baltasar y a Zurita.

Zurita podía considerarse vencedor en la pelea. Pero Salvador hasta vencido era más fuerte que sus adversarios. Incluso aquí, en esta celda, en calidad de recluso, Salvador seguía dirigiendo los sucesos y a los hombres.

— Llévense de la celda a estos camorristas — ordenó Salvador a los carceleros —. Necesito quedarme a solas con Ictiandro.

Y los guardianes obedecieron. Pese a las protestas y a las injurias de Zurita y Baltasar, se los llevaron. La puerta de la celda se cerró.

Cuando se dejaron de oír en el pasillo las voces que se alejaban, Salvador se acercó al tanque y le dijo a Ictiandro que había emergido:

— Levántate, Ictiandro. Ven aquí, al medio de la celda. Necesito auscultarte.

El joven obedeció.

— Así — prosiguió Salvador —, que te dé la luz. Respira. Más profundo. Más. Corta la respiración. Bien…

Salvador examinó detenidamente el tórax de Ictiandro y escuchó la intermitente respiración del joven.

— ¿Te sofocas?

— Sí, padre — respondió Ictiandro.

— Es producto de tu desobediencia — le repuso Salvador —, no debías haber estado tanto tiempo al aire.

Ictiandro agachó la cabeza pensativo. Luego, como impulsado por un resorte interno, alzó la vista, miró fijamente a los ojos de Salvador, e inquirió:

— Padre, ¿pero por qué no he de hacerlo, padre? ¿Por qué todos pueden y yo no?

Para Salvador resistir aquella mirada, llena de tácito reproche, era más difícil que comparecer ante el tribunal. Pero Salvador la resistió.

— Porque tú puedes lo que nadie en el mundo, lo que ninguna persona puede hacer: vivir bajo el agua… Ictiandro, dime, si se te concediera la posibilidad de optar entre ser como todos y vivir solamente en la tierra, o vivir sólo bajo el agua, ¿qué preferirías?

— No sé… — respondió el joven reflexionando.

A él le eran igual de entrañables el mundo submarino y la tierra, Lucía. Pero a Lucía la había perdido para siempre…

— Ahora preferiría el océano — dijo el joven.

— Esa opción la has hecho mucho antes, Ictiandro, cuando con tu desobediencia alteraste el equilibrio de tu propio organismo. Ahora sólo podrás vivir bajo el agua.

— Pero no en ésta, padre, tan horrible y sucia. Ahora me atraen enormemente los espacios oceánicos.

Salvador reprimió un suspiro.

— Ictiandro, te aseguro que haré cuanto sea posible para liberarte de esta cárcel. ¡Animo! — Y, con una alentadora palmada en el hombro, Salvador dejó a Ictiandro y se fue a su celda.

Sentado en un taburete junto a una angosta mesa, Salvador se sumió en sus meditaciones.

Como todo cirujano había conocido los fracasos. No fueron pocas las vidas que se extinguieron bajo su bisturí, a causa de sus propios errores, antes de que alcanzara la habilidad y la perfección actuales. Sin embargo, no sentía remordimiento por aquellas víctimas. Perecieron decenas, salvados fueron millares. Estos cálculos aritméticos le dejaban satisfecho.

Pero Ictiandro era algo muy distinto. El se consideraba responsable por la suerte del joven. Ictiandro era su orgullo. Quería al joven como su obra maestra. Se había encariñado con él y lo quería como a un hijo. Y ahora la enfermedad de Ictiandro y la suerte que pudiera correr en lo sucesivo inquietaban y preocupaban a Salvador.

Alguien llamó a la puerta de la celda.

— ¡Adelante! — exclamó Salvador.

— ¿No le molestaré, señor profesor? — preguntó muy bajito el celador de la cárcel.

— En absoluto — respondió Salvador levantándose —. ¿Cómo están su esposa y el niño?

— Bien, muchas gracias. Los he enviado a casa de la suegra, muy lejos de aquí, a los Andes…

— Sí, el aire de montaña les favorecerá — asintió Salvador.

Pero el celador no se iba. Mirando con recelo hacia la puerta, se acercó al profesor y le dijo confidencialmente:

— Profesor, yo le debo la vida por haber salvado a mi esposa, a la que quiero como…

— No tiene por qué agradecerme nada, es mi deber.

— No puedo quedar en deuda con usted — dijo el celador —. Y no sólo eso. Soy un hombre con escasa instrucción, pero leo la prensa y sé lo que significa el profesor Salvador. No se puede consentir que a un hombre como usted lo tengan en la cárcel junto con maleantes y bandoleros.

— Mis amigos científicos — dijo sonriendo Salvador — creo que han conseguido internarme en un sanatorio como loco.

— El sanatorio de la cárcel es lo mismo — le objetó el celador —, incluso peor: en vez de bandoleros le rodearán locos. ¡Don Salvador entre locos! ¡No, no, eso no puede ser!

Y bajando la voz hasta el susurro, el celador prosiguió:

— Lo he pensado todo. No en vano envié a la familia a la cordillera. Le organizaré la fuga a usted y desapareceré. La necesidad me obligó a realizar este trabajo, pero lo odio. A mí no me encontrarán, y usted… usted se irá de este maldito país, en el que mandan curas y mercaderes. Quería decirle otra cosa — continuó tras cierta vacilación —. Le voy a revelar un secreto de mi servicio, un secreto de Estado…

— Puede no revelármelo — le interrumpió Salvador.

— Sí, pero… es que yo mismo no podré… no podré cumplir la horrible orden que he recibido. Sería un remordimiento de conciencia para toda mi vida. Y si se lo revelo tendré la conciencia tranquila. Usted ha hecho tanto por mí, y ellos… Lo primero que a mis jefes no les debo nada, y, segundo, que me inducen al crimen.

— ¡No me diga! — inquirió Salvador asombrado.

— Sí, me he enterado de que a Ictiandro no se lo entregarán ni a Baltasar, ni al tutor Zurita, aunque este último ya tiene el documento en el bolsillo. Pero incluso Zurita, pese a sus generosas dádivas, no lo recibirá porque… decidieron que Ictiandro debía ser muerto.

Salvador hizo un ligero movimiento.

— ¿Ah, sí? ¡Continúe…!

— Sí, decidieron matar a Ictiandro; el que más insistía en ello era el obispo, aunque no pronunció una sola vez la palabra «matar». Me dieron un veneno, creo que es cianuro potásico. Esta noche debo echarle el veneno al agua del tanque. El médico de la cárcel está sobornado. El establecerá que Ictiandro murió a causa de la operación que usted le practicó y lo convirtió en anfibio. Si no cumplo la orden conmigo se portarán de la forma más cruel. Y yo tengo familia… Después me matarán a mí y nadie se enterará de lo sucedido. Yo estoy en sus manos por completo. Tengo en mi pasado un pequeño delito… casi casual… Por eso he decidido huir de todos modos, ya lo tengo todo listo para la fuga. Pero yo no puedo, no quiero matar a Ictiandro. Y salvarles a los dos — a usted y a Ictiandro — resulta difícil en tan poco tiempo, casi imposible. Pero a usted puedo salvarlo. Lo tengo todo rumiado. Lo siento mucho por Ictiandro, pero la vida de usted es más necesaria. Usted, con su arte, puede crear otro Ictiandro, pero nadie en el mundo podrá crear otro Salvador.