– Sí, sí puedes.
– Se lo prometí.
– Ese es tu problema.
Él parecía tan inflexible. ¿Qué podría decirle para convencerle?
– No puedo quedarme aquí sin una chaperona.
– Es un poco tarde para preocuparse por tu reputación.
– Quizá para tí, pero no para mí.
– No creo que sea una chaperona correcta. Tan pronto como empiecen a hablar con ella los vecinos, comprenderán que está más loca que una cabra.
Kit salió ardientemente en su defensa.
– ¡Ella no está loca!
– Pues me ha engañado completamente.
– Ella es sólo un poco… distinta.
– Más que un poco -Cain la miró desconfiadamente-. ¿Por qué tiene esa idea que soy el General Lee?
– Yo… podría haber mencionado algo por error.
– ¿Le has dicho que yo era el General Lee?
– No, claro que no. Ella tenía miedo de conocerte, y yo simplemente estaba tratando de levantarle el ánimo. Nunca pensé que me tomara en serio- Kit le explicó lo que había ocurrido cuando fue a la habitación de Miss Dolly.
– ¿Y ahora esperas que yo participe en esta charada?
– No tendrás que hacer mucho -señaló Kit razonablemente-. Ella hace la mayor parte de la charla.
– Eso no es suficiente.
– Deberá serlo -odiaba suplicarle, y las palabras casi se clavaban en su garganta-. Por favor. No tiene ningún lugar donde ir.
– ¡Maldita sea, Kit! No la quiero aquí.
– Tampoco me quieres a mí, y sin embargo vas a permitir que me quede. ¿Qué diferencia hace una persona más?
– Una gran diferencia -su expresión se volvió astuta-. Tú me pides mucho, pero no estás dispuesta a dar nada a cambio.
– Ejercitaré tus caballos -dijo ella rápidamente.
– Yo estaba pensando en algo más personal.
Ella tragó.
– Coseré tu ropa.
– Eras más imaginativa hace tres años. Y desde luego no eras tan… experimentada como ahora. ¿Recuerdas la noche que me propusiste ser mi amante?
Ella deslizó la punta de la lengua sobre sus resecos labios.
– Estaba desesperada.
– ¿Cuánto de desesperada estás ahora?
– Esta conversación es impropia -ella consiguió responder en un tono tan almidonado como el de Elvira Templeton.
– Tan impropio como el beso de esta tarde.
Él se acercó más y su voz se fue convirtiendo en un susurro. Durante un momento pensó que iba a besarla otra vez. En su lugar sus labios hicieron una mueca burlona.
– Miss Dolly puede quedarse por ahora. Ya pensaré más adelante como puedes recompensarme.
Mientras él dejaba la habitación, ella miró con detenimiento la puerta y trató de decidir si había salido ganando o perdiendo.
Esa noche Cain se quedó inmóvil en la oscuridad, con el brazo apoyado detrás de la cabeza y mirando detenidamente el techo. ¿A qué tipo de juego había estado jugando con ella esta noche? ¿O fue ella la que había estado jugando con él?
Su beso de esa tarde le había dejado claro que ella no era una inocente, pero tampoco parecía tan licenciosa como la carta del abogado hacía creer. Pero no estaba seguro. Por ahora, simplemente esperaría y la vigilaría.
En su mente vio una boca como una rosa, con los labios como pétalos suaves, y le llegó una ola espesa y caliente de deseo.
Una cosa sí tenía clara. La época en que la consideraba una niña había pasado a la historia.
9
Kit estaba levantada. Se puso unos pantalones de montar color caqui que habrían escandalizado a Elsbeth, y una camisa de chico encima de la camisola adornada de encaje. No le gustaban las mangas largas, pero si no se cubría los brazos pronto los tendría marrones como un bollo de manteca si los exponía al sol. Se consoló comprobando lo fino que era el tejido, como el de su ropa interior, de modo que no le daría demasiado calor.
Remetió los faldones en los pantalones y se abrochó la corta fila de cómodos botones de la parte delantera. Mientras se ponía las botas, disfrutó el suave tacto del cuero que se ajustaba a sus pies y sus tobillos. Eran las mejores botas de montar que había tenido nunca, y estaba impaciente por probarlas.
Se hizo una larga trenza que dejó caer por la espalda. Unos mechones se le rizaban en las sienes, delante de los diminutos pendientes de plata de sus orejas. Para protegerse del sol, había comprado un sombrero de fieltro negro de chico, con un fino cordón de cuero para atárselo bajo la barbilla.
Cuándo terminó de vestirse, se giró para estudiar con el ceño fruncido su imagen en el espejo móvil de cuerpo entero. A pesar de sus ropas masculinas, nadie podría confundirla con un chico. El fino material de la camisa perfilaba sus pechos con más precisión de lo que había previsto, y el fino corte de los pantalones de montar se adhería femeninamente a sus caderas.
¿Pero qué importaba? Planeaba llevar esa ropa poco ortodoxa sólo cuando montara en Risen Glory. A otro sitio, llevaría su nuevo traje de montar, no importaba cuanto lo detestara. Gimió cuando pensó que tendría que montar a lo amazona, algo que sólo había hecho en sus visitas ocasionales a Central Park. Cómo lo odiaba. Montar así le robaba la sensación de poder que la encantaba y por el contrario le provocaba una difícil sensación de desequilibrio.
Salió de la casa silenciosamente, renunciando al desayuno y una charla matutina con Sophronia. Su vieja amiga había ido a verla la noche anterior. Aunque Sophronia escuchó cortésmente las historias de Kit, ella le había contado realmente poco de su propia vida. Cuando Kit la presionó en busca de detalles, le dijo que podría preguntar algún cotilleo sobre ella en la vecindad que no le dirían nada. Sólo cuando Kit le preguntó por Magnus Owen apareció la antigua Sophronia, altanera y brusca.
Sophronia siempre había sido un enigma para ella, pero ahora más. No eran sólo los cambios externos, sus bonitos vestidos y su buen aspecto. Parecía que su presencia molestaba a Sophronia. Quizá el sentimiento había estado siempre ahí pero Kit era demasiado joven para notarlo. Lo que lo hacía incluso más enigmático era que debajo de ese resentimiento, Kit veía la fuerza antigua y familiar del amor de Sophronia.
Olió con delicadeza el aire mientras caminaba por el patio detrás de la casa. Olía exactamente como recordaba, a tierra fértil y estiércol fresco. Hasta percibió el débil olor a mofeta, no totalmente desagradable a cierta distancia. Merlín salió para recibirla, le acarició detrás de las orejas y le lanzó un palo para que se lo trajera.
Los caballos todavía no estaban en el prado, de modo que se dirigió hacía la cuadras, un edificio nuevo erigido en el lugar donde los yanquis habían destruido el anterior. Los tacones de sus botas repiquetearon en el suelo de piedra, tan limpio como cuando Kit se ocupaba de hacerlo.
Había diez establos, cuatro de los cuales estaban actualmente ocupados, dos con caballos de tiro. Inspeccionó los otros caballos y rechazó uno inmediatamente, una vieja yegua alazana que evidentemente era amable pero no tenía brío. Sería una buena montura para un jinete tímido, que no era el caso de Kit.
El otro caballo sin embargo la emocionó. Era un caballo castrado negro como la noche, con un resplandor blanco entre los ojos. Era grande y fuerte, esbelto, y sus ojos la miraban vivos y alerta.
Le acarició con la mano el cuello largo y elegante.
– ¿Como te llamas, chico? -el animal relinchó suavemente y movió su potente cabeza.
Kit sonrió.
– Tengo la impresión de que vamos a ser buenos amigos.
La puerta se abrió y se giró para ver entrar a un chico de once o doce años.
– ¿Es usted la señorita Kit?
– Sí. ¿Y tú quién eres?
– Yo soy Samuel. El Major me ha dicho que si venía a las cuadras hoy, le dijera que él quiere que usted monte a Lady.
Kit miró desconfiadamente hacia la vieja yegua alazana.
– ¿Lady?
– Sí, señora.