– Buenos días, Sophronia -dijo -. ¿Un día agradable, no?
Ni siquiera miró a los demás ocupantes.
– Buenas, señor Spence.
Sophronia respondió con una abierta sonrisa que hizo rechinar los dientes a Magnus, haciéndole desear sacudirla.
Spence volvió a ponerse el sombrero, la calesa continuó su camino y Magnus recordó que esta no era la primera vez que Spence mostraba interés en Sophronia. Los había visto a los dos hablando un día que fue a Rutherford a hacer unas compras.
Sus manos apretaron involuntariamente las riendas. Era hora de que tuvieran una conversación.
La oportunidad le llegó esa tarde, sentado junto a Merlín en el porche delantero de la casa, disfrutando de su día de asueto. Un parpadeo azul en el huerto llamó su atención. Sophronia con un vestido azul, caminaba entre los cerezos, observando las ramas altas y probablemente tratando de decidir si las frutas estaban ya maduras o debía dejarlas otro día.
Se levantó y caminó en su dirección. Con las manos en los bolsillos, entró al huerto.
– Podrías también dejar a los pájaros que disfruten de las cerezas -dijo al llegar a su lado.
Ella no le había oído llegar, y se sobresaltó.
– ¿Se puede saber que haces, tratando de asustarme así?
– No trato de asustarte. Supongo que es mi don natural de andar ligero.
Pero Sophronia no pensaba responder a su broma.
– Márchate. No quiero hablar contigo.
– Pues lo siento porque yo quiero hablar contigo de todas formas.
Ella le dio la espalda y empezó a andar hacía la casa. Con pocos pasos rápidos, se plantó delante de ella.
– Podemos hablar aquí en el huerto -él mantuvo su voz tan agradable como pudo- o te agarras de mi brazo, y vamos a mi casa, allí puedes sentarte en la mecedora de mi porche y escuchar lo que tengo que decirte.
– Déjame.
– ¿Quieres hablar aquí? Me parece bien.
Él la cogió por el brazo y la condujo hacia el nudoso tronco del manzano detrás de ella, utilizando su cuerpo para bloquear cualquier posibilidad que ella tuviera para escabullirse de él.
– Estás comportándote como un tonto, Magnus Owen -sus ojos dorados ardían con un brillante fuego-. La mayoría de los hombres ya habrían captado la indirecta. No me gustas. ¿Cuándo se te va a meter eso en tu dura mollera? ¿Acaso no tienes orgullo? ¿No te molesta ir arrastrándote detrás de una mujer que no quiere nada contigo? ¿No sabes que me río de tí en cuanto me das la espalda?
Magnus se estremeció pero se quedó dónde estaba.
– Puedes reírte de mí todo lo que quieras, pero mis sentimientos hacía tí son sinceros, y no me avergüenzo de ello -él dejó reposar la palma de la mano en el tronco cerca de su cabeza-. Además eres tú la que debería avergonzarse. Tú, que te sientas en la iglesia y cantas alabanzas a Jesús, y después en cuanto sales por la puerta, lo primero que haces es mirar con ojos calculadores a James Spence.
– No trates de juzgarme, Magnus Owen.
– Ese norteño puede ser rico y apuesto, pero no es tu tipo. ¿Cuándo vas a dejar esas tonterías, y a ver realmente lo que te conviene?
Las palabras de Magnus le dolían a Sophronia pero no iba a dejar que él lo supiera. En su lugar, movió la cabeza de manera provocativa y se recostó en el tronco del árbol. Al mismo tiempo, empujó sus senos hacía él tanto como pudo.
Le llegó un ramalazo de victoria cuando le observó respirar profundamente y devorarla con la mirada. Ya era hora que le castigara por tratar de interferir en su vida, y pensaba hacerlo de la manera que más le dolería. Le llegó una sensación de tristeza al tener que causarle dolor. El mismo dolor que notaba en él cuándo esos ojos oscuros la miraban o le hablaba como ahora. Trató de combatir esa debilidad.
– ¿Estás celoso Magnus? -ella colocó la mano sobre su brazo y apretó la carne cálida y dura debajo de su codo. Tocar a un hombre generalmente le provocaba un sentimiento repulsivo, sobre todo si era uno blanco, pero este era Magnus y a ella no le asustaba especialmente-. ¿Quieres que te sonría a tí en lugar de a él? ¿Es eso lo que te molesta, hermano capataz?
– Lo que realmente me molesta -dijo él con voz ronca -es verte luchar contigo misma, y no poder hacer nada al respecto.
– No tengo ninguna guerra en mi interior.
– No hay ningún motivo para que me mientas. ¿No te das cuenta? Mentirme a mí es como mentirte a tí misma.
Sus amables palabras agrietaron la crisálida de su autodefensa. Él lo vio, como veía su vulnerabilidad detrás de su falsa seducción. Lo veía y a pesar de todo se moría por besarla. Se maldijo así mismo por ser tan tonto de no haberlo hecho antes.
Despacio, muy despacio bajó la cabeza, decidido a no asustarla, pero también decidido a conseguir lo que se proponía.
Vio un parpadeo de inquietud cuando ella comprendió sus intenciones, pero también una pizca de desafío.
Él se acercó más, después hizo una pausa, sólo para sentir en sus labios el calor de los de ella. En lugar de tocarlos, simplemente los acarició con su cálido aliento, como manteniendo la ilusión.
Ella esperó, como desafío o con resignación, él no lo sabía bien.
Lentamente la ilusión se hizo realidad. Sus labios acariciaron los de ella. Él la besó tiernamente, ansioso por curar con su boca sus heridas ocultas, por matar sus demonios, domesticarlos y mostrarle un mundo lleno de amor y ternura donde no existía la maldad. Un mundo en donde el mañana les llevara risas y esperanza y no importara el color de la piel. Un mundo donde vivirían siempre felices con el amor en sus corazones latiendo como uno sólo.
Los labios de Sophronia temblaron bajo los suyos. Ella parecía un pajarillo atrapado, asustado aunque sabía que su captor no la dañaría. Despacio su magia curativa rezumó a través de sus poros como un cálido sol de verano.
Él con cuidado la separó del árbol y la abrazó suavemente. Su aversión a que la tocaran los hombres que la había perseguido tanto tiempo, no la afectaba ahora. Su boca era suave. Suave y limpia.
Demasiado pronto, él la soltó. Su boca se sintió abandonada, su piel fría a pesar del calor de la tarde de junio. Era un error mirarle a los ojos, pero ella lo hizo de todos modos.
Contuvo el aliento al ver la profundidad del amor y ternura que vio allí.
– Déjame -susurró ella-. Por favor déjame sola.
Y entonces se soltó, huyendo a través del huerto como si un ejército de demonios la siguiera los pasos. Pero todos los demonios estaban en su interior, y no podía expulsar ni uno sólo.
Kit había olvidado el calor que podía hacer en Carolina del Sur, incluso en junio. La calina de calor centelleaba en el aire por encima de los campos de algodón cubiertos ahora de cremosas flores blancas de cuatro pétalos. Incluso Merlín la había abandonado esa tarde prefiriendo una siesta tumbado cerca de la puerta de entrada a la cocina, a la sombra de las hortensias que crecían alrededor.
Kit debería haber hecho lo mismo. Su dormitorio tenía las ventanas cerradas como el resto de la casa para resguardarse del calor de tarde, pero no había podido descansar allí. Habían pasado dos días desde la cena del sábado, y seguía teniendo en su mente el encuentro con Cain.
Odiaba la mentira que le había dicho, pero incluso ahora no podía imaginar que otra cosa le hubiera garantizado su consentimiento. Y en cuanto a Brandon… Había mandado una nota invitándola a acompañarle a la tertulia de la iglesia el miércoles por la tarde, y ella estaba razonablemente segura que le propondría matrimonio entonces. Lo cual le producía un estado de humor irregular. Impulsivamente detuvo a Tentación entre los árboles, y desmontó.
El pequeño estanque brillaba tenuemente como una joya en el centro del bosque, un remanso de tranquilidad dentro de la plantación. Siempre había sido uno de sus sitios favoritos. Incluso durante los días más calurosos de agosto, el agua de las lluvias primaverales era fría y clara, y la espesura de los árboles y la maleza actuaba como una barrera alrededor. El lugar era privado y silencioso, perfecto para sus secretos pensamientos.