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– Sí. Se llama Merlín.

– Se comporta como un perro que yo quería mucho.

La frente alta y lisa de Magnus se frunció con indignación.

– ¿Qué quieres decir con eso, muchacho? ¡Ni siquiera conoces a mi perro!

– Le vi ayer por la tarde tumbado cerca de ese muro. Si Merlín fuera un verdadero guardián, me hubiera descubierto -Kit descendió y le acarició distraídamente detrás de las orejas.

– Merlín no estaba ayer por la tarde aquí -dijo Magnus-. Estaba conmigo.

– Oh. Bien supongo que tal vez esté equivocada. Los yanquis mataron a mi perro, Fergis. Era el mejor perro que he tenido. Todavía lo lloro.

La expresión de Magnus se endulzó un poco.

– ¿Cómo te llamas?

Ella lo pensó un momento, entonces decidió que sería más fácil utilizar su propio nombre de pila. Por encima de la cabeza de Magnus vio una lata de Aceite Finney para los arneses de cuero.

– Me llamo Kit. Kit Finney.

– Un nombre realmente curioso para un chico.

– Mis padres eran admiradores de Kit Carson, el luchador Injún.

Magnus pareció aceptar su explicación y pronto se pusieron a hacer su trabajo. Más tarde entraron en la cocina para el desayuno, y él le presentó al ama de llaves.

Edith Simmons era una mujer sólida con el pelo oscuro salpicado de canas y voz fuerte. Era la cocinera y el ama de llaves del anterior propietario y decidió permanecer en la casa sólo cuando descubrió que Baron Cain estaba soltero y no había ninguna esposa para decirle cómo hacer su trabajo. Edith creía en la economía, la buena comida y la higiene personal. Ella y Kit eran enemigas naturales.

– ¡Este chico está demasiado sucio para comer con la gente civilizada!

– No voy a discutir eso contigo -respondió Magnus.

Kit estaba demasiado hambrienta para discutir por nada tampoco, de modo que caminó con paso lento hacia la despensa y se lavó con agua la cara y las manos, pero no tocó el jabón. Olía a niña y Kit había estado combatiendo todo lo femenino durante más tiempo del que podía recordar.

Mientras devoraba el suntuoso desayuno, estudió a Magnus Owen. De la manera en que la señora Simmons le trataba, era evidente que era una figura importante en la casa, insólito para un hombre negro bajo cualquier circunstancia, pero especialmente para uno tan joven. Algo se despertó en la memoria de Kit, pero no fue hasta que terminaron de comer cuando comprendió que Magnus Owen le recordaba a Sophronia, la cocinera de Risen Glory y la única persona a la que Kit amaba en el mundo. Tanto Magnus como Sophronia actuaban como si lo supieran todo.

Le sobrevino una oleada de nostalgia, pero la combatió con presteza. Pronto regresaría a Risen Glory, y levantaría la plantación de la ruina.

Esa tarde en cuándo terminó su trabajo, se sentó a la sombra cerca de la puerta de la cuadra, con un brazo sobre el lomo de Merlín que se había dormido con la nariz reposando en su muslo. El perro no movió un sólo músculo cuando Magnus se acercó.

– Animal inútil -susurró ella-. Si viniera un asesino con un hacha, ya estaría muerto.

Magnus se rió entre dientes y se sentó a su lado.

– Supongo que tengo que admitir que Merlín no es un gran perro guardián. Pero todavía es joven. Era sólo un cachorrillo cuando el Major lo encontró vagabundeando en un callejón detrás de la casa.

Kit sólo había visto a Cain una vez ese día, cuando le ordenó bruscamente ensillar a Apolo. Había sido demasiado cortante y altanero como para saludarla. No es qué ella quisiera que lo hiciera. Simplemente por cortesía.

Los periódicos yanquis le llamaban el Héroe de Missionary Ridge. Ella sabía que había luchado en Vicksburg y Shiloh. Quizá fuera el hombre que había matado a su padre. No parecía justo que él estuviera vivo cuando tantos valientes soldados Confederados estaban muertos. Y todavía era más injusto que mientras siguiera respirando amenazaba la única cosa que le había quedado en el mundo.

– ¿Cuánto hace que conoces al Major? -preguntó ella cautelosamente.

Magnus cogió una brizna de hierba y empezó a masticarla.

– Desde Chattanooga. Casi perdió la vida por salvar la mía. Estamos juntos desde entonces.

Una horrible sospecha empezó a crecer en el interior de Kit.

– ¿No luchaste a favor de los yanquis, no es verdad Magnus?

– ¡Claro que luché a favor de los yanquis!

Ella no sabía por qué estaba tan desilusionada, pero lo estaba y Magnus dejó de gustarle.

– Me has dicho que eres de Georgia. ¿Por qué no luchaste por tu estado natal?

Magnus se sacó la brizna de hierba de la boca.

– Eres el colmo, chico. Te sientas aquí junto a un hombre negro, y fresco como una lechuga le preguntas por qué no combatió con la gente que le tenía encadenado. Tenía doce años cuando me liberaron. Me trasladé al norte, conseguí un trabajo y fui a la escuela. Pero no era todavía libre, ¿y sabes por qué, chico? Porque no había un sólo hombre negro en este país que se pudiera considerar libre mientras sus hermanas y hermanos en el Sur seguían siendo esclavos.

– No se trataba de la esclavitud -explicó ella pacientemente-. Se trataba del derecho de gobernar sin interferencias. La esclavitud fue sólo secundaria.

– Puede ser secundario para ti, chico blanco, pero no para mí.

Las personas negras sí que eran susceptibles, pensó ella cuando él se levantó y se fue. Más tarde mientras preparaba la segunda comida para los caballos, todavía estaba rumiando su conversación anterior. Le recordó a varias charlas que había tenido con Sophronia.

Cain llegó con Apolo y se bajó con un movimiento insólitamente ágil para un hombre de su tamaño.

– Atiéndelo de inmediato, chico. No quiero que el caballo enferme -le lanzó a Kit la brida y con grandes zancadas empezó a caminar hacia a la casa.

– Conozco mi trabajo -le gritó ella -. No necesito que ningún yanqui me diga como atender a un caballo caliente y sudoroso.

Nada más salir las palabras de su boca, deseó haber podido morderse la lengua. Sólo era miércoles y no podía arriesgarse a que la echaran todavía.

Ya sabía que el domingo era la única noche que la señora Simmons y Magnus no dormían en la casa. La señora Simmons tenía el día libre y se quedaba con su hermana, y Magnus pasaba la noche en lo que la señora Simmons describía como un modo borracho y vicioso, inadecuado para oídos jóvenes. Kit necesitaba callarse la boca durante cuatro días. Entonces cuando llegara el domingo por la noche, entraría a matar al bastardo yanqui que se había girado y la miraba con esos fríos ojos grises.

– Si crees que serías más feliz trabajando para otra persona, puedo encontrar otro chico para los establos.

– No he dicho que quiera trabajar para otra persona -murmuró ella.

– Entonces quizá fuera mejor que intentaras callarte la boca.

Ella dio un golpe en el suelo con el dedo polvoriento de su bota.

– Y, ¿Kit?

– ¿Sí?

– Date un baño. La gente se queja de como hueles.

– ¡Un baño! -la atrocidad casi estranguló a Kit y apenas pudo mantener la compostura.

Cain parecía estar disfrutando.

– ¿Hay algo más que quieras decirme?

Ella apretó los dientes y pensó en el tamaño del agujero de bala que pretendía dejar en su cabeza.

– No, señor -musitó ella.

– Entonces necesitaré el coche en la puerta frontal en hora y media.

Mientras llevaba a Apolo hacía los establos, iba soltando una gran cantidad de blasfemias. Matar a ese yanqui le iba a dar más placer que nada que hubiera hecho en sus dieciocho años. ¿Qué le importaba a él si se bañaba o no se bañaba? No le gustaban los baños. Todo el mundo sabía que eran la antesala de la gripe. Además para eso tenía que desnudarse, y odiaba ver su cuerpo desde que le habían crecido unos pechos que no encajaban con lo que ella quería ser.