Oyó un movimiento, y su mirada volvió al espejo. Cain recogía una copa del suelo y la levantaba hacía ella.
– A su salud, señora Cain.
– No me llames así.
– Es tu nombre. ¿Ya lo has olvidado?
– No he olvidado nada -respiró profundamente-. No olvido que te he hecho daño. Pero ya he pagado el precio y no necesito pagar más.
– Yo juzgaré eso. Ahora, deja el peine y date la vuelta para que pueda mirarte.
Despacio, hizo lo que le pedía, con una emoción extraña, entre entusiasmo y temor. Se quedó mirando las cicatrices de su pecho.
– ¿Dónde te hiciste esa cicatriz del hombro?
– En Missionary Ridge.
– ¿Y la de la mano?
– En Petersburg. Y la que tengo en el vientre fue por una mala partida de póker en un burdel de Laredo. Y ahora, desabróchate la camisa y ven aquí para que pueda echar un vistazo a mi nueva propiedad.
– No soy de tu propiedad, Baron Cain.
– Eso no es lo que dice la ley, señora Cain. Las mujeres pertenecen a sus maridos.
– Sigue pensando eso si te hace feliz. Pero yo sólo me pertenezco a mí misma.
Él se levantó y se acercó a ella con pasos deliberadamente lentos.
– Quiero que tengas una cosa clara desde el principio. Eres de mi propiedad. Y harás todo lo que te diga. Si te pido que abrillantes mis botas, lo harás. Si te ordeno que limpies el estiércol de mis establos, lo limpiarás. Y si te quiero en mi cama, espero verte tumbada y con las piernas abiertas antes de que me haya quitado el cinturón.
Sus palabras deberían haberle revuelto el estómago de miedo, pero había algo demasiado intencionado en ellas. Él deliberadamente trataba de asustarla, pero no le iba a dejar hacerlo.
– Estoy aterrorizada -dijo arrastrando las palabras.
No había reaccionado como él esperaba, de modo que se acercó más a ella.
– Cuando te has casado conmigo hoy, has perdido tu último instante de libertad. Ahora puedo hacer contigo lo que quiera, menos matarte, claro. Y aunque no estoy seguro de ello, incluso creo que también.
– Si no lo hago yo primero -contestó ella.
– No tendrás oportunidad.
Ella trató otra vez de razonar con él.
– He hecho una cosa horrible. Me he equivocado, pero ya tienes mi dinero. Toma el triple de lo que debería costarte reconstruir el molino, y acabemos con esto.
– Algunas cosas no tienen precio -apoyó un hombro sobre una de las columnas de la cama -. Esto debería divertirte…
Ella lo miró con cautela. Estaba claro que ella no pensaba así.
– Había decidido no enviarte a Nueva York. Pensaba decírtelo por la mañana.
Kit se sintió enferma. Negó con la cabeza, esperando que no fuera cierto.
– Irónico, ¿verdad? -dijo él-. No quería lastimarte. Pero ahora todo ha cambiado y ya no me preocupa eso -extendió la mano y comenzó a desabrochar los botones de su camisa.
Ella parecía perfectamente tranquila, pero la chispa de confianza que tenía antes, se había evaporado.
– No hagas esto.
– Es demasiado tarde -separó la camisa y contempló sus senos.
Ella trató de no decirlo, pero no pudo evitarlo.
– Tengo miedo.
– Lo sé.
– ¿Me dolerá?
– Sí.
Apretó los ojos con fuerza. Él le quitó la camisa, y se quedó desnuda delante de él.
Esta noche sería lo peor, se dijo. Cuando acabara, él habría perdido todo el poder sobre ella.
Él la tomó bajo las rodillas y la tumbó en la cama. Ella giró la cabeza cuando él comenzó a desnudarse. Momentos más tarde, él se subió al mismo lado de la cama, cediendo el colchón bajo su peso.
Cain sintió algo extraño en su interior al verla retirar la cabeza. Sus ojos cerrados… la resignación en esa cara en forma de corazón… ¿cuánto le habría costado admitir su miedo? Maldita sea, él no la quería así. El quería sus insultos y su lucha. Quería verla maldiciéndolo, con ese chispazo de cólera que tan bien conocía.
Le separó las rodillas para forzar su reacción, pero ni siquiera entonces luchó. Abrió un poco más las piernas y cambió su posición para arrodillarse entre ellas. Entonces miró hacia abajo a la parte secreta de ella, bañada por la luz de la lámpara.
Ella siguió inmóvil cuando él separó el sedoso vello oscuro con los dedos. Su rosa salvaje de las profundidades del bosque. Pétalos dentro de pétalos. Protectoramente doblados alrededor de su corazón. El estómago le dio un vuelco al mirarla. Sabía desde la tarde del estanque lo pequeña que era, lo apretada que estaba. Se sintió inundado por un indiscutible sentimiento de ternura.
Por el rabillo del ojo vio su delicada mano formarse en un puño sobre la colcha. Esperaba que se abalanzase sobre él y luchara por lo que le estaba haciendo. Deseaba que lo hiciera. Pero ella no se movió, y su misma impotencia lo desarmó.
Con un gemido se acostó y la estrechó entre sus brazos. Ella estaba temblando. La sensación de culpa tan poderosa como su deseo luchaba dentro de él. Nunca había tratado a una mujer tan cruelmente. Esto era parte de la locura a la que había llegado.
Él la sostuvo contra su pecho desnudo y acarició los mechones húmedos de su pelo. Mientras la calmaba, alimentaba su propio deseo, pero no cedió hasta que finalmente Kit dejó de temblar.
– Lo siento -susurró él.
El brazo de Cain parecía sólido e irónicamente consolador envolviéndola. Oyó su respiración lenta pero sabía que no estaba dormido, no más de lo que lo estaba ella. La luz plateada de la luna llenaba de quietud la habitación, y ella sintió una extraña sensación de calma. A pesar de la tranquilidad, por el infierno que habían pasado y el infierno que sin duda tenían por delante, se vio obligada a hablar.
– ¿Por qué me odias tanto? Antes incluso de lo del molino. Desde el día que regresé a Risen Glory.
Él se quedó en silencio durante un momento. Después la respondió.
– Nunca te he odiado.
– Estaba destinada a aborrecer a quién heredara Risen Glory -dijo ella.
– ¿Todo vuelve siempre a Risen Glory, no? ¿Amas tanto esta plantación?
– Más que a nada en el mundo. Risen Glory es todo lo que he tenido siempre. Sin ella, no soy nada.
Él retiró un mechón de pelo que le caía sobre la mejilla.
– Eres una mujer hermosa y además tienes coraje.
– ¿Cómo puedes decir eso después de lo que he hecho?
– Supongo que hacemos lo que creemos conveniente.
– ¿Cómo forzarme a casarme contigo?
– Como eso -sé quedó callado un momento-. No lo siento Kit. No más que tú.
Su tensión volvió.
– ¿Por qué no has seguido adelante y has terminado lo que ibas a hacer? No te lo habría impedido.
– Porque te quiero dispuesta. Deseosa y tan hambrienta de mí como yo de tí.
Ella era demasiado consciente de su desnudez, y se alejó de él.
– Eso no ocurrirá nunca.
Esperaba verlo enfadado. En su lugar, él se recostó en las almohadas y la miró sin intentar tocarla.
– Tienes una naturaleza apasionada. Lo sé por tus besos. No temas eso.
– No quiero tener una naturaleza apasionada. Está mal en una mujer.
– ¿Quién te ha dicho eso?
– Todo el mundo lo sabe. Cuando la señora Templeton nos habló de la Vergüenza de Eva, nos lo dijo.
– ¿La qué de Eva?
– La Vergüenza de Eva. Ya sabes.
– Buen Dios -él se incorporó en la cama-. ¿Kit sabes exactamente lo que ocurre entre un hombre y una mujer?
– He visto a los caballos.
– Los caballos no son humanos -le puso las manos en los hombros y la giró hacia él-. Mírame. Aunque me odies, ahora estamos casados y no podrás evitar que te toque. Pero quiero que sepas lo que ocurre entre nosotros. No quiero asustarte otra vez.
Pacientemente, con un lenguaje sencillo y directo le habló de su propio cuerpo y del suyo. Y le dijo como era el momento de la penetración.