Después de volver a Risen Glory, tuvo el capricho de cocinar, a pesar que el calor durante estos últimos días de agosto era opresivo y la cocina era como un horno. Hacía el final del día, había cocinado un guiso de tortuga, rollos de maíz y un pastel de jalea, pero no había podido sacudirse todavía su inquietud.
Decidió montar hasta el estanque y darse un baño antes de la cena. Cuando atravesaba el patio montada en Tentación, recordó que Cain estaría trabajando en un campo que tenía que cruzar para ir allí. Él sabría exactamente dónde se dirigía. En lugar de molestarla, el pensamiento la excitó. Dio un toque con sus talones en los flancos de Tentación y salió.
Cain la vio pasar. Levantó la mano en un pequeño y burlón saludo. Pero no se acercó al estanque. Ella nadó en las frías aguas, desnuda y sola.
Se despertó a la mañana siguiente con su ciclo menstrual. Por la tarde, su alivio por no estar embarazada había quedado desplazado por el tremendo dolor. Rara vez la molestaba su menstruación y nunca sentía tanto dolor.
Al principio trató de aligerar el dolor andando, pero poco después, lo dejó, y quitándose el vestido y las enaguas se metió en la cama. Sophronia le dio una medicina y Miss Dolly le leyó El secreto de la vida cristiana feliz, pero el dolor no disminuyó. Finalmente les pidió que salieran de la habitación para poder sufrir en paz.
Pero no la dejaron sola mucho tiempo. Cerca de la hora de la cena, la puerta se abrió y Cain entró vestido todavía con la ropa de trabajo.
– ¿Qué te ocurre? Miss Dolly me dijo que estabas enferma pero cuándo le pregunté que te pasaba, comenzó a balbucear y salió corriendo como un conejo de la habitación.
Kit estaba tumbada de lado, abrazándose las rodillas con el pecho.
– Vete.
– No hasta que no me digas que te pasa.
– No es nada -se quejó ella-. Estaré bien mañana. Y ahora vete.
– Maldita sea, me lo vas a decir. La casa está tan silenciosa como el salón de un velatorio, mi esposa encerrada en su dormitorio y nadie me dice nada.
– Es mi ciclo menstrual -murmuró Kit, demasiado enferma para sentirse cohibida-. Nunca me había dolido tanto.
Cain se giró y abandonó la habitación.
¡Bruto insensible!
Se agarró la tripa, y gimió.
Menos de media hora más tarde, se sorprendió al sentir que alguien se sentaba a su lado en la cama.
– Bébete esto. Hará que te sientas mejor -Cain la incorporó por los hombros y llevó la taza a sus labios.
Ella tragó y después jadeó.
– ¿Qué es esto?
– Té tibio con una fuerte dosis de ron. Te quitará el dolor.
Sabía asqueroso, pero era más fácil beberlo que montar un alboroto. Cuando suavemente la puso de nuevo en la cama, su cabeza empezó a flotar agradablemente. Ella era débilmente consciente del olor a jabón y comprendió que él se había bañado antes de volver junto a ella. El gesto la emocionó.
Él la tapó con la sábana. Bajo ella sólo llevaba una camisola interior de algodón de sus días en la Academia y unos delicados pololos. La ropa estaba mal emparejada, como era habitual.
– Cierra los ojos y deja que el ron haga su trabajo -susurró él.
En efecto, sintió los párpados de repente tan pesados que le costaba mantenerlos abiertos. Cuando comenzaron a cerrarse, él tocó la parte más estrecha de su espalda y comenzó a masajearla. Sus manos subían suavemente a lo largo de su espinazo, y bajaban otra vez. Apenas fue consciente cuándo él levantó su camisola y tocó directamente su piel. Mientras llegaba el sueño, sólo pensaba que su tacto parecía haber aliviado su horrible dolor.
A la mañana siguiente, encontró en su tocador un gran ramillete de margaritas silvestres en un jarrón de cristal.
17
El verano tocaba a su fin y un aire de tensa expectación colgaba sobre la casa y sus habitantes. La cosecha estaba a punto y el molino pronto estaría funcionando.
Sophronia estaba en pie de guerra esos días, cada vez más irritable y difícil de agradar. Sólo el hecho que Kit no compartía la cama de Cain le traía algo de comodidad. No es que quisiera a Cain para ella… afortunadamente había abandonado hacía tiempo esa idea. Pero sentía que mientras Kit permaneciera lejos de Cain, Sophronia no tendría que afrontar la horrible posibilidad que una mujer decente como Kit, o como ella, pudiera encontrar placer acostándose con un hombre. Porque si eso era posible, todas sus arraigadas ideas de lo que era importante y lo que no, quedarían sin sentido.
Sophronia sabía que se estaba quedando sin tiempo. James Spence estaba presionándola para que se decidiera a ser su amante, le daría dinero y protección en la casita de muñecas que había encontrado para ella en Charleston, lejos de las chismosas lenguas de Rutherford. Nunca había sido holgazana, pero ahora Sophronia se sorprendía pasando largos ratos junto a la ventana, mirando hacía la casa del capataz.
Magnus también esperaba. Sentía que Sophronia estaba pasando por una especie de crisis y se fortalecía así mismo para afrontarla. ¿Cuánto tiempo más, se preguntaba, sería capaz de esperar? ¿Y cómo iba a ser capaz de vivir, si ella se marchaba con James Spence en su fantástica calesa roja, con su mina de fosfato y su piel, tan blanca como el vientre de un pescado?
Los problemas de Cain eran diferentes, pero en el fondo, similares. Con la cosecha acabada y la maquinaria instalada, ya no había razón para trabajar tan intensamente. Pero necesitaba el entumecido agotamiento de esos largos días laborables, para impedir que su cuerpo protestara por la situación que le estaba haciendo soportar. Desde que era niño, nunca había estado tanto tiempo sin una mujer.
La mayoría de las noches volvía a la casa para la cena, y no podría asegurar si ella trataba deliberadamente de volverlo loco, o lo hacía de forma involuntaria. Cada noche aparecía en la mesa oliendo a jazmín, peinada de modo que reflejara su cambiante humor. A veces lo llevaba de forma traviesa, en lo alto de la cabeza con suaves mechones sueltos delineando su rostro, como plumas de seda negra. Otras, peinado en el severo estilo español, que a tan pocas mujeres favorecía, con raya en medio y con un moño en la nuca, pidiendo a gritos a sus dedos deshacerlo. De cualquier forma, debía luchar para despegar los ojos de ella. Qué ironía. Nunca había sido fiel a una mujer, y ahora lo estaba siendo con una con quién no podía acostarse, no hasta que pudiera colocarla en el lugar apropiado en su vida.
Kit era tan infeliz como Cain. Su cuerpo una vez despertado, no quería volver a dormirse. Eróticas y extrañas fantasías la molestaban. Encontró el libro de Walt Whitman Hojas de hierba, que Cain le había dado hacía mucho tiempo. En aquel momento los poemas la habían confundido. Ahora la dejaban desnuda. Nunca había leído una poesía así, con esos versos llenos de imágenes que dejaban su cuerpo ardiendo:
Pensamientos amorosos, zumo de amor, aroma de amor, amor complaciente, enredaderas amorosas, y trepadora savia.
Brazo y manos amorosos, labios de amor, fálica tuerca del amor, senos del amor, vientres estrujados y adheridos unos con otros por el amor…
Se moría porque la tocara. Se encontraba así misma subiendo por las tardes a su dormitorio con tiempo, para tomar húmedos baños y vestirse para la cena con sus vestidos más atractivos. Su ropa empezó a parecerle demasiado aburrida. Cortó una docena de diminutos botones de plata del corpiño de su vestido de seda en tono canela, de modo que el escote cayera abierto al centro de sus pechos. Después le puso una cadena de cuentas de cristal. Sustituyó el cinturón de un vestido de mañana amarillo pálido por una larga cenefa de tafetán rojo y azul. Llevaba zapatillas en rosa brillante con un vestido de color mandarina, y era incapaz de resistirse a ponerse unas cintas color lima en las mangas. Estaba vergonzosamente encantada. Sophronia decía que se comportaba como un pavo real extendiendo su cola para atraer a su compañero.