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Las ventanas de su nariz llamearon. Ella escuchó su aliento acelerado. Despacio, siguió deslizando sus manos arriba y abajo por la parte delantera de su cuerpo. Los muslos… las costillas… Una mujer seduce a un hombre siguiendo sus instintos, sin pensar en ningún momento si lo que hace está bien o mal. Se ahuecó los pechos con las manos.

Una sorda exclamación salió de los labios de Cain. La palabra era impronunciable, pero él la dijo de una manera tan halagadora que la hizo parecer un cumplido.

Confiada ahora de su poder, se desplazó para que la cama quedara entre ellos. Se levantó el camisón y subió al colchón. Con un movimiento de cabeza, su pelo cayó hacia adelante sobre su hombro. Ella sonrió, con una sonrisa que había sido transmitida por Eva y dejó que su manga cayera hacia abajo sobre su brazo. Debajo del velo de su pelo, se encontraba expuesto un pecho desnudo.

A Cain le llevó todo su autocontrol no precipitarse a la cama y devorarla como ella quería ser devorada.

Se había jurado así mismo que esto no ocurriría, pero ahora era incapaz de contenerse. Ella era suya.

Pero ella no había terminado aún. De rodillas en la cama, la falda de su camisón se arrugaba en sus rodillas, y jugó con su pelo, de modo que los sedosos mechones negros como el azabache parecían acercarse y alejarse sobre su seno, como un erótico juego del escondite.

El último hilo que sujetaba su autocontrol se rompió. Debía tocarla o se moriría. Llegó al borde de la cama, extendió su mano llena de cicatrices, y empujó la oscura cortina de pelo detrás de su hombro. Contempló fijamente el seno perfectamente formado, con su rígido pezón.

– Aprendes rápido -dijo con la voz espesa.

Intentó tocárselo, pero otra vez ella lo eludió. Se deslizó atrás contra las almohadas, descansando sobre un codo, con la falda de seda negra de su camisón suelta a través de sus muslos.

– Llevas demasiada ropa -susurró ella.

Su labio inferior tembló. Con movimientos hábiles, desabrochó las mangas de su camisa y se quitó la ropa. Ella le miró desnudarse. Su corazón aporreando con un ritmo salvaje, salvaje.

Finalmente, estuvo ante ella, ferozmente desnudo.

– Ahora, ¿quién lleva demasiada ropa? -murmuró él.

Él se arrodilló en la cama y colocó su mano sobre su rodilla, bajo el dobladillo de su camisón. Pero ella sentía que el camisón lo excitaba, y no se sorprendió cuando no se lo quitó. En cambio, deslizó la mano bajo el suave tejido y la movió a lo largo de la piel interior del muslo, hasta que encontró lo que andaba buscando. La tocó ligeramente una vez, y después otra, y otra, adentrándose más.

Ahora fue ella la que gimió. Cuando arqueó la espalda, la seda negra se movió, dejando libre el otro seno. Él bajó la cabeza para reclamar con la boca uno de ellos, y después el otro. La doble caricia en sus senos y bajo su camisón, fueron más de lo que pudo soportar. Con un gemido que llegaba desde las profundidades de su alma, se deshizo bajo sus caricias.

Podrían haber pasado segundos u horas antes de que volviera en sí, él estaba tumbado a su lado, mirando atentamente su rostro. Cuando ella abrió los ojos, él acercó la cara y besó sus labios.

– Fuego y miel -susurró él.

Ella lo miró de manera inquisidora, pero él sólo rió y la besó otra vez. Ella devolvía su pasión con las manos llenas.

Su boca viajó a sus senos. Finalmente él levantó el camisón por encima de su cintura y siguió adelante hacía su estómago.

Ella percibió lo que iba a ocurrir antes de sentir la caricia de sus labios en la suave piel del interior de su muslo. Al principio, pensó que debía estar equivocada. La idea era demasiado espantosa. Seguramente se había confundido. No podía ser… Él no podía…

Pero lo hizo. Y ella pensó que moriría del placer que le daba.

Cuándo acabó, se sintió como si no pudiera volver a ser la misma otra vez. Él la abrazó, y acarició su pelo, envolviéndose perezosamente los rizos alrededor de su dedo, dándola tiempo para recuperarse. Finalmente, cuando ya no pudo esperar más, se apretó contra ella.

Ella colocó las palmas de sus manos en su pecho y lo apartó.

Ahora la pregunta estaba en sus ojos cuando él se recostó contra las almohadas, y ella se puso de rodillas a su lado. Él la miró poner los brazos en cruz modestamente, coger el dobladillo del camisón y sacárselo por encima de la cabeza.

Él miró su belleza desnuda sólo un segundo antes que ella se pusiera sobre él. La cortina de su pelo cayó entre ellos cuando tomó su cabeza entre sus pequeñas y fuertes manos.

Exploró su boca enérgicamente. Era audazmente femenina utilizando su lengua tomando y saqueando, para coger placer y devolverlo en abundancia. Entonces acarició el resto, besando cicatrices y músculos; su dura masculinidad, hasta crear entre ellos una sensación única. Estaban juntos, se elevaban juntos… y después se disolvían juntos.

A lo largo de la noche, se despertaron varias veces para hacer el amor, dormitando después con sus cuerpos todavía unidos. A veces hablaban, del placer de sus cuerpos, pero nunca ni una sola vez, mencionaban los asuntos que los separaban, incluso en la intimidad, establecían límites que no se podían cruzar.

Puedes tocarme aquí… puedes tocarme allá… Oh, sí, oh, sí y allí… Pero no esperes más. No esperes que la luz del día traiga un cambio en mí. No habrá ningún cambio. Sólo podrías hacerme daño… Tómame… Destrúyeme… te daré mi cuerpo, pero no me atreveré, a entregar más, a pedir más.

Por la mañana, Cain gruñó cuando ella arrugó el periódico que quería leer. Y Kit le increpó por poner una silla en su camino.

Las barreras de día estaban alzadas.

18

Sophronia se decidió antes de Navidad. James Spence la citó junto al camino que llevaba a Rutherford y le mostró la escritura a su nombre de una casa en Charleston.

– Es una casita de estuco pintada en color rosado, señorita Sophronia, con una higuera en la parte frontal y una reja cubierta de wisterias detrás.

Ella cogió la escritura, la estudió con cuidado y le dijo que iría con él.

Mientras contemplaba fijamente por la ventana de la cocina los campos inactivos de Risen Glory ese triste y húmedo día de invierno, se recordó que ya tenía veinticuatro años. No tendría una oportunidad así, quizás ya nunca. James Spence podría darle todo lo que siempre había querido. Él la trataba correctamente, y era apuesto para ser blanco. La cuidaría bien, y a cambio, ella se encargaría de él. No sería tan diferente a lo que hacía ahora… excepto que tendría que acostarse con él.

Sintió un escalofrío, y se preguntó que diferencia había. Ya no era una virgen. La casa de Charleston sería suya, era lo que importaba, y finalmente, estaría segura. Además era hora de dejar Risen Glory. Entre Magnus, Kit, y el Major, la volverían loca si tenía que permanecer mucho tiempo más allí.

Magnus la miraba con esos suaves ojos castaños. Odiaba la compasión que veía en ellos, pero a veces se encontraba soñando despierta con aquella tarde de domingo, cuando la besó en el huerto. Quería olvidar ese beso, pero no podía. No había tratado de tocarla otra vez, ni siquiera la noche que Kit y el Major se casaron y ella había dormido en su casa. ¿Por qué no desaparecía y la dejaba en paz?

Deseaba que desaparecieran todos, incluso Kit. Desde que había vuelto a la cama del Major, había algo frenético en ella. Se precipitaba de una cosa a otra, sin tiempo para pensar. Por la mañana cuando Sophronia iba al gallinero a recoger los huevos, la veía en la distancia, montando a Tentación como si la vida le fuera en ello, saltando sobre obstáculos demasiados altos, empujando al caballo al límite. Incluso montaba con frío o lluvia. Era como si temiera que la tierra desapareciera durante la noche, mientras el Major y ella estaban en el gran dormitorio, arriba.