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Cain levantó el revólver. Lo sentía familiar en su mano, de la misma forma que la Colt que lo había acompañado durante la guerra. Eliminó la primera botella y luego la segunda. Un disparo siguió a otro. Cuando bajó finalmente el brazo, todas y cada una de las seis botellas habían desaparecido.

Kit no pudo evitarlo. Sonrió abiertamente. Era un tirador estupendo, con buen ojo y brazo firme.

Un nudo de orgullo contrajo su garganta mientras le miraba con su formal traje de noche negro y blanco, con las cobrizas luces de las velas resplandeciendo sobre su impecable y leonado pelo. Olvidó su embarazo, olvidó su ira, se olvidó de todo en un éxtasis de sentimiento por este difícil y magnifico hombre.

Él se dio la vuelta con la cabeza inclinada.

– Bien hecho, mi amor -dijo ella suavemente.

Ella vio la sorpresa en su rostro, pero era demasiado tarde para tratar de recuperar sus palabras. La cariñosa palabra era una expresión de dormitorio, parte de un pequeño diccionario de palabras de amor que constituían el vocabulario privado de su pasión, palabras que nunca deberían ser dichas en cualquier otro lugar, en cualquier otro momento, y eso era lo que ella había hecho. Ahora se sentía desnuda e indefensa. Para esconder sus emociones, levantó la barbilla y se giró hacia los espectadores.

– Puesto que mi marido es un caballero, estoy segura que me dará una segunda oportunidad. ¿Alguien podría buscar una baraja de cartas y sacar el as de picas?

– Kit…-la voz de Cain tenía una brusca nota de advertencia.

Ella se giró para enfrentarlo y limpiar de un plumazo su momento de vulnerabilidad.

– ¿Dispararás? ¿Sí o no?

Podrían haber estado de pie a solas en lugar de frente a una docena de personas. Los presentes no se dieron cuenta, pero Cain y Kit sabían que el propósito de la competición había cambiado. La guerra que se había desencadenado durante tanto tiempo entre ellos había encontrado un nuevo campo de batalla.

– Dispararé contra ti.

Había una tranquilidad mortal mientras el as de picas era sujetado sobre el muro.

– ¿Tres disparos cada uno? -preguntó Kit mientras recargaba su pistola.

Él asintió gravemente con la cabeza.

Ella levantó el brazo y miró la pica negra en el centro exacto del naipe. Sintió temblarle la mano, y bajó el revólver hasta que se sintió más firme.

Luego lo levantó otra vez, divisó el pequeño blanco y disparó.

Le dio a la esquina superior derecha de la carta. Era un disparo excelente y hubo murmullos tanto de los hombres como de las mujeres que se habían reunido para observar. Algunas sintieron un secreto estallido de orgullo al ver a alguien de su propio sexo destacando en semejante deporte masculino.

Kit amartilló el arma y se concentró en su puntería. Esta vez su disparo fue demasiado bajo y le dio a la pared de ladrillo, justo debajo de la parte inferior de la carta. Pero también era un disparo admirable y la multitud lo reconoció.

Su cabeza giraba pero se forzó a concentrarse en la pequeña forma negra en el centro del naipe. Había hecho este disparo docenas de veces. Todo lo que necesitaba era concentración. Suavemente, apretó el gatillo.

Fue casi un disparo perfecto y quitó la punta de la pica. Hubo un vestigio de inquietud en las tenues felicitaciones de los sureños. Ninguno había visto nunca disparar así a una mujer. De algún modo no parecía correcto. Las mujeres debían ser protegidas. Pero esta mujer podría protegerse sola.

Cain levantó su propia arma. Otra vez la multitud quedó en silencio, y sólo la brisa que movía los dulces olivos alteraba la tranquilidad de la noche en el jardín.

El revolver disparó. Dio en el muro de ladrillo justo a la izquierda de la carta.

Cain corrigió su puntería y disparó otra vez. Esta vez le dio al borde superior.

Kit contuvo la respiración, rogando que fallara su tercer disparo, rogando que acertara, deseando demasiado tarde no haber forzado esta competición entre ellos.

Cain disparó. Hubo una nube de humo, y la única pica del centro del naipe desapareció. Su último disparo la había perforado. Los presentes se volvieron salvajes. Incluso los sureños olvidaron temporalmente su animosidad, aliviada por el hecho de que la ley de la superioridad masculina se mantenía firme. Rodearon a Cain para felicitarlo.

– Estupendo disparo, señor Cain.

– Ha sido un privilegio mirarlo.

– Desde luego, sólo competía contra una mujer.

Las felicitaciones de los hombres le crispaban los oídos. Cuando lo golpearon en la espalda, miró sobre sus cabezas hacía Kit, que se mantenía al margen, con el revólver acomodado en los suaves pliegues de su falda.

Uno de los norteños dejó un puro en su mano.

– Esa mujer suya es bastante buena, pero a fin de cuentas, disparar es todavía cosa de hombres.

– Ahí está en lo cierto -dijo otro-. Nunca hubo muchas dudas sobre que un hombre vencería a una mujer.

Cain sintió solamente desdén por la manera informal con la que despreciaban la habilidad de Kit. Arrojó el puro al suelo y les miro furioso.

– Son todos idiotas. Si ella no hubiera bebido tanto champán, yo no hubiera tenido ninguna oportunidad. Y, por Dios, que ninguno de ustedes la hubiera tenido tampoco.

Girando los talones, salió con paso majestuoso del jardín, dejando a los hombres tras él, boquiabiertos y asombrados.

Kit estaba aturdida por su defensa. Tendió bruscamente el revólver a Verónica, recogió sus faldas y corrió tras él.

Él estaba ya en su dormitorio cuando lo alcanzó. Su breve felicidad se desvaneció cuando lo vio lanzar su ropa en una maleta abierta sobre la cama.

– ¿Que estas haciendo? -preguntó jadeante.

Él no se molestó en mirarla.

– Me voy a Risen Glory.

– ¿Pero, por qué?

– Te enviaré el carruaje pasado mañana -contestó, sin responder a su pregunta-. Me habré ido para entonces.

– ¿Qué quieres decir? ¿A dónde te vas?

No la miraba mientras tiraba una camisa en la maleta. Él habló despacio.

– Te estoy abandonando.

Ella hizo un sonido amortiguado de protesta.

– Me voy ahora mientras aún puedo mirarme a los ojos. Pero no te preocupes. Veré a un abogado antes y me asegurare de que tu nombre esté en la escritura de Risen Glory. Nunca tendrás que tener miedo de que te quiten tu preciosa plantación de nuevo.

El corazón de Kit estaba golpeando en su pecho como las alas de un ave atrapada.

– No te creo. No puedes irte sin más. ¿Qué pasa con el molino de algodón?

– Childs puede dirigirlo por ahora. Quizá lo venda. Ya me han hecho una oferta -agarró un conjunto de cepillos de la parte superior de la cómoda y los empujó en el interior junto al resto-. Dejo de pelear contigo, Kit. Ahora tienes el campo libre.

– ¡Pero no quiero que te vayas! -las palabras surgieron de sus labios espontáneamente. Eran ciertas y no quería recuperarlas.

Él finalmente la miró, su boca se torció en una mueca burlona.

– Me sorprendes. Te has esforzado mucho tratando de deshacerte de mi de varias formas desde que tienes dieciocho años.

– Eso era diferente. Era por Risen Glory…

Él golpeó con la mano abierta un pilar de la cama, haciendo vibrar el pesado eje de madera.

– ¡No quiero oír hablar más de Risen Glory! No quiero escuchar nunca más ese nombre. Maldita sea, Kit, es sólo una plantación de algodón. No es un santuario.

– ¡No lo entiendes! Nunca lo has entendido. Risen Glory es todo lo que tengo.

– Ya me lo has dicho -dijo en voz baja-. Quizá deberías preguntarte por qué es así.

– ¿Qué quieres decir? -ella se agarró al soporte de la cama cuando él se le acercó.

– Quiero decir que tú no das nada. Eres como mi madre. Tomas todo de un hombre, hasta que le has sacado la sangre dejándolo seco. Bien, maldito sea si acabo como mi padre. Y esa es la razón por la que me voy.

– ¡No soy en absoluto como Rosemary! Simplemente no puedes aceptar el hecho que no dejaré que me domines.