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– Nunca quise dominarte -dijo en voz baja-. Tampoco quise poseerte, no importa cuántas veces lo dijera. Si yo hubiese querido a una esposa a la que pudiese mantener bajo mi bota, podría haberme casado hace años. Nunca quise que te arrastraras ante de mi, Kit. Pero, maldito sea, yo tampoco me arrastrare ante tí.

Cerró la maleta y empezó a abrochar las correas de cuero.

– Cuándo nos casamos… después de esa primera noche… yo tenía la idea de que quizá de algún modo todo podría ir bien entre nosotros. Después todo fue mal demasiado rápido, y decidí que había sido un tonto. Pero cuando viniste a mí con ese camisón negro, y estabas tan asustada y tan decidida, me olvidé de todo sobre lo de ser un tonto y dejé que te deslizaras otra vez bajo mi piel.

Soltó la cartera y se enderezó. Durante un momento la contempló, y luego cerró la pequeña distancia dejada entre ellos. Sus ojos estaban llenos de un dolor que la atravesó como si fuera suyo propio. Un dolor que era suyo.

Él tocó su mejilla.

– Cuando hacíamos el amor -dijo roncamente- era como si dejáramos de ser dos personas distintas. Nunca te contenías. Me dabas tu valentía, tu suavidad, tu dulzura. Pero no había unos cimientos debajo de las relaciones sexuales… ninguna confianza o conocimiento… y por eso se volvió ácido.

Él frotó suavemente su pulgar sobre sus labios secos, su voz era apenas un susurro.

– A veces cuando estaba dentro de ti, quería usar mi cuerpo para castigarte. Me odiaba por eso -dejó caer su mano-. Últimamente he estado despertándome con un sudor frío, asustado de que algún día pudiera realmente herirte. Esta noche cuando te vi con ese vestido y te observé con otros hombres, comprendí finalmente que debía irme. Lo nuestro no está bien. Comenzamos mal, y no hemos tenido nunca una oportunidad.

Kit le agarró del brazo y lo miró fijamente a través de la neblina de sus propias lágrimas.

– No te vayas. No es demasiado tarde. Si lo intentáramos más intensamente…

Él sacudió la cabeza.

– No tengo nada dentro en mí. Estoy herido, Kit. Estoy gravemente herido.

Al agacharse, le dio un suave beso en la frente, recogió la maleta y salió de la habitación.

***

Sus palabras fueron ciertas, Cain se había ido cuando ella regresó a Risen Glory y durante el siguiente mes Kit se desplazó como una sonámbula a través de la casa. Perdía la noción del tiempo, se olvidaba de comer, y se encerraba en el gran dormitorio principal que antes había compartido con él. Un joven abogado apareció con un montón de documentos y una actitud agradable y atenta. Le mostró los papeles que le daban el título de propiedad de Risen Glory, así como el control sobre su fondo fiduciario. Tenía todo lo que siempre había querido, pero nunca se había sentido más triste.

Él se deshace de sus libros y sus caballos antes de que pueda atarse demasiado a ellos…

El abogado le explicó que el dinero que Cain había cogido de su fondo fiduciario para reconstruir el molino de algodón le había sido devuelto íntegramente. Escuchó todo lo que él le dijo, pero no le importaba lo más mínimo.

Magnus fue para recibir instrucciones, y ella lo echó. Sophronia la regañaba para que comiera, pero Kit la ignoraba. Incluso se las arregló para hacer oídos sordos frente a la preocupación de Miss Dolly.

Una triste tarde a finales de febrero, mientras estaba sentada en el dormitorio fingiendo leer, apareció Lucy para anunciar que Verónica Gamble la estaba esperando en el salón.

– Dígale que no me siento bien.

Verónica, sin embargo, no era tan fácil de disuadir. Rozando a la criada al pasar, subió las escaleras y entró en el dormitorio después de llamar. Observó el pelo despeinado y la tez amarillenta de Kit.

– Como le hubiese encantado esto a Lord Byron -dijo mordazmente -. La doncella que se marchita como una rosa moribunda, creciendo mas débil cada día. Se niega a comer y se esconde. ¿Qué diablos piensas que estas haciendo?

– Simplemente quiero estar sola.

Verónica se desprendió de una elegante capa de terciopelo color topacio y la tiró sobre la cama.

– Si no te preocupas por tí misma, podrías pensar en el niño que llevas dentro.

La cabeza de Kit se alzó rápidamente.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me encontré a Sophronia en la ciudad la semana pasada. Ella me lo contó y he decidido venir a verlo por mi misma.

– Sophronia no lo sabe. Nadie lo sabe.

– ¿No creerías que algo tan importante se le pasaría a Sophronia, verdad?

– No debería haber dicho nada.

– No le hablaste a Baron del niño, ¿verdad?

Kit intentó continuar serena.

– Si vas al salón, llamaré para que nos traigan el té.

Pero Verónica no se iba distraer.

– Por supuesto que no se lo dijiste. Eres demasiado orgullosa para eso.

Todo su brío la abandonó y Kit se hundió en la silla.

– No fue orgullo. No pensé en ello. ¿No es extraño? Estaba tan aturdida porque me estaba abandonando que olvidé decírselo.

Verónica paseo junto a la ventana, corrió la cortina y miró detenidamente hacía afuera.

– Creo que te has convertido en mujer de la manera más difícil. Pero bueno, supongo que es difícil para todas. Crecer parece más fácil para los hombres, quizá porque sus ritos de transición son más claros. Realizan actos de valentía en el campo de batalla o demuestran que son hombres a través del trabajo físico o haciendo dinero. Para las mujeres es más confuso. No tenemos ningún rito de transición. ¿Nos hacemos mujeres la primera vez que un hombre nos hace el amor? ¿Si es así por qué nos referimos a ello como la pérdida de la virginidad? ¿No implica la palabra 'pérdida' que estábamos mejor antes? Aborrezco la idea de que nos hacemos mujeres a través del acto físico de un hombre. No, yo creo que nos hacemos mujeres cuando nos damos cuenta de lo que es importante en nuestras vidas, cuando aprendemos a dar y tomar con un corazón cariñoso.

Cada palabra que Verónica pronunciaba calaba en el corazón de Kit.

– Querida -dijo Verónica en voz baja mientras se acercaba a la cama y recogía su capa -es hora de dar el último paso para convertirte en mujer. Algunas cosas en la vida son temporales y otras son eternas. Nunca estarás contenta hasta que decidas cuál es cuál.

Se fue tan rápidamente como llegó, dejando únicamente el poso de sus palabras. Kit escuchó arrancar al carruaje, cogió la chaqueta que hacía juego con su traje de montar y se la puso sobre su arrugado vestido de lana. Se escabulló fuera de la casa y se abrió paso hacia la vieja iglesia de los esclavos.

El interior era oscuro y frío. Se sentó sobre uno de los incómodos bancos de madera y pensó intensamente en lo que Verónica había dicho.

Un ratón se rascó en la esquina. Una rama golpeó en la ventana. Recordó el dolor que había visto en el rostro de Cain antes de marcharse, y en ese momento la puerta tras la cual tenía encerrado a su corazón se abrió.

No importa cuánto hubiera tratado de negarlo, no importa lo intensamente que había luchado contra ello, estaba enamorada de él. Su amor había sido escrito en las estrellas mucho antes de aquella noche de julio cuando la había bajado del muro tirando de sus pantalones. Toda su vida desde su nacimiento la había preparado para él, igual que a él lo había preparado para ella. Era la otra mitad de sí misma.

Se había enamorado de él por de sus batallas y peleas, por su obstinación y arrogancia, por esos sorprendentes y repentinos momentos en los que sabían que estaban viendo el mundo de la misma manera. Y se había enamorado de él en las profundas y secretas horas de la noche, cuando habían creado la preciada nueva vida que crecía dentro de ella.

Deseaba poder hacerlo de nuevo. Ojala le hubiera demostrado su propia dulzura, en esos momentos que él era tierno con ella. Ahora se había ido, y ella nunca le había hablado de su amor. Pero él tampoco lo había hecho. Quizá porque sus sentimientos no eran tan profundos como los de ella.