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Su mano enguantada temblaba ligeramente cuando alcanzó la alegre puerta que conducía al bar. Vaciló un momento, tiró hacía ella, y entró.

Había oído que la Rosa Amarilla era el mejor y más caro de los salones de San Carlos. Tenía papel pintado en rojo y oro, y una lámpara de araña. La barra de caoba, acabada de forma florida, recorría la longitud de la sala, y detrás había colgado un retrato de una mujer tumbada desnuda, con rizos dorados y una rosa amarilla atrapada entre los dientes. La habían pintado contra un mapa de Texas, de modo que lo alto de su cabeza descansaba cerca de Texarkana y los pies se ondulaban a lo largo del Río Grande. El retrato dio a Kit un renovado golpe de valor. La mujer le recordaba a Verónica.

Todavía no era mediodía, y había pocos hombres sentados. Uno por uno, dejaron de hablar y se giraron para estudiarla. Aunque no podían ver sus facciones claramente, su vestido y su comportamiento indicaban que no era una mujer que perteneciera al salón, aunque éste fuera el elegante La Rosa Amarilla.

El barman se aclaró la garganta nerviosamente.

– ¿Puedo ayudarla, Señora?

– Me gustaría ver a Baron Cain.

Él echó un vacilante vistazo hacía las escaleras de la parte posterior y luego al vaso que estaba limpiando.

– No hay nadie aquí con ese nombre.

Kit pasó por delante de él y se abrió paso hacia las escaleras.

El hombre corrió alrededor de la barra.

– ¡Eh! ¡Usted no puede subir ahí!

– Míreme – Kit no aflojó el paso-. Y si no quiere que invada la habitación incorrecta, tal vez debería decirme exactamente dónde puedo encontrar al señor Cain.

El barman era un hombre gigante, con un pecho de barril y brazos como dos jamones. Estaba acostumbrado a tratar con vaqueros borrachos y bandidos armados que buscaban hacerse una reputación, pero estaba indefenso ante una mujer que, evidentemente, era una dama.

– Última habitación a la izquierda -musitó-. Voy a tener serios problemas.

– Gracias.

Kit subió las escaleras como una reina, con los hombros hacía atrás y la cabeza alta. Esperaba que ninguno de los hombres que la miraban pudiera adivinar lo asustada que estaba.

***

Se llamaba Ernestine Agnes Jones pero para los hombres en La Rosa Amarilla, era simplemente Red River Ruby. Igual que la mayoría de las personas que venían al Oeste, Ruby había enterrado su pasado junto con su nombre y nunca volvió a mirar atrás.

A pesar de los polvos, de las cremas y de los labios cuidadosamente coloreados, Ruby parecía más vieja que sus veintiocho años. Había tenido una vida dura y eso se notaba. Todavía era atractiva con un rico pelo castaño y pechos como almohadas. Hasta hace poco, pocas cosas habían sido fáciles para ella, pero todo eso había cambiado con la conveniente muerte de su último amante. Ahora era la propietaria de La Rosa Amarilla y la mujer más codiciada de San Carlos… es decir, pretendida por cada hombre excepto el que ella quería.

Hizo un mohín cuando lo miró a través del dormitorio. Él se estaba remetiendo una camisa de lino por unos pantalones de paño negro, que se le ajustaban lo suficiente en la entrepierna como para renovar su determinación.

– Pero dijiste que me llevarías a dar un paseo en mi nueva calesa. ¿Por qué hoy no?

– Tengo cosas que hacer, Ruby -dijo bruscamente.

Ella se inclinó un poco hacia adelante de modo que el cuello de su roja y arrugada bata, cayera abriéndose más, pero él parecía no darse cuenta.

– Alguien podría pensar que aquí el jefe eres tú, no yo. ¿Qué tienes que hacer que es tan importante que no puede esperar?

Cuando no le respondió, decidió no presionarlo. Lo había hecho una vez, y no cometería ese error de nuevo. En su lugar, mientras caminaba alrededor de la cama hacia él, deseó poder romper la regla no escrita del Oeste e interrogarlo sobre su pasado.

Sospechaba que había un precio por su cabeza. Eso explicaría el aire de peligro que formaba parte de él tanto como el conjunto de su mandíbula. Era tan bueno con los puños como con el revólver, y la expresión firme y vacía de sus ojos le producía un escalofrió siempre que lo miraba. Sin embargo sabía leer y eso no encajaba con ser un fugitivo.

Una cosa era segura, no era un mujeriego. Parecía no darse cuenta que no había una sola mujer en San Carlos que no levantaría sus enaguas para él si tuviera la oportunidad. Ruby había tratado de meterse en su cama desde que lo había contratado para ayudarle a dirigir La Rosa Amarilla. Hasta ahora, no había tenido éxito, pero él era el hombre más apuesto que había visto nunca, y todavía no iba a abandonar.

Se paró delante de él y puso una mano sobre la hebilla de su cinturón y otra sobre su pecho. Ignoró la llamada en la puerta, y deslizó los dedos en el interior de su camisa.

– Podría ser realmente buena contigo si me dieras la oportunidad.

No fue consciente de que la puerta se había abierto hasta que él levantó la cabeza y miró por encima de ella. De manera impaciente, se dio la vuelta para ver quién los había interrumpido.

El dolor golpeó a Kit como una avalancha. Vio la escena ante ella en fragmentos separados… una bata chillona, roja y arrugada, grandes pechos blancos, una boca intensamente pintada abierta de indignación. Y después, no vio nada más que a su marido.

Parecía más viejo de lo que recordaba. Sus rasgos eran más finos y duros, con profundas arrugas en las esquinas de los ojos y cerca de la boca. Llevaba el pelo más largo, cubriéndole totalmente la parte posterior del cuello. Parecía un proscrito. ¿Tendría ese aspecto durante la guerra? ¿Atento y cauteloso, como una cuerda desgastada tan tirante que estaba apunto de romperse?

Una expresión cruda se reflejó en su cara y después su rostro se cerró como una puerta con llave.

La mujer se encaró con ella.

– ¿Quién diablos crees que eres para interrumpir de este modo? Si vienes buscando trabajo, puedes arrastrar tu culo abajo y esperar hasta que yo llegue.

Kit dio la bienvenida a la cólera que llenaba su cuerpo. Subió el velo de su sombrero con una mano y con la otra empujó la puerta de vuelta a sus bisagras.

– Usted es la que tiene que irse. Yo tengo asuntos privados con el señor Cain.

Los ojos de Ruby se entrecerraron.

– Conozco a las de tu tipo. La niña de clase alta que viene al Oeste y piensa que el mundo le debe la vida. Bien, este es mi lugar y aquí ninguna señoritinga va a decirme qué hacer. Puedes poner esos aires cuando regreses a Virginia, Kentucky o de dondequiera que vengas, pero en La Rosa Amarilla, mando yo.

– Fuera de aquí -dijo Kit, en voz baja.

Ruby se ajustó el cinturón de la bata y avanzó de modo amenazador.

– Te haré un favor hermana, voy a enseñarte que las cosas son distintas aquí en Texas.

Cain habló discretamente desde el otro lado de la habitación.

– Mi mejor consejo, Ruby… no te metas con ella.

Ruby dio un bufido desdeñoso, dio otro paso hacia adelante y se encontró el cilindro de una pistola de cañón corto.

– Fuera de aquí -dijo Kit suavemente-. Y cierra la puerta cuando salgas.

Ruby miró boquiabierta la pistola y luego hacia atrás a Cain.

Él se encogió de hombros.

– Vete.

Con una última mirada especulativa a la dama de la pistola, Ruby salió deprisa de la habitación y cerró de golpe la puerta.

Ahora que estaban definitivamente solos, Kit no podía recordar ni una palabra del discurso que tan cuidadosamente había ensayado. Se dio cuenta de que todavía sujetaba la pistola y que estaba apuntando a Cain. Rápidamente la devolvió a su bolso.

– No estaba cargada.

– Gracias a Dios por los pequeños favores.