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Después de que matara a Cain, iría hacía los muelles por la calle Cortlandt donde cogería el primer transbordador hacia Jersey City. Allí se montaría en un tren hacia Charleston, sabiendo que la larga pesadilla que había empezado cuando habló con ese abogado de Charleston había terminado definitivamente. Con Cain muerto la voluntad de Rosemary no tendría efecto, y Risen Glory sería suyo. Todo lo que debía hacer era pillarlo en su dormitorio, apuntarle con la pistola y apretar el gatillo.

Se estremeció. En realidad, nunca había matado a un hombre, pero no podía pensar en estrenarse con alguien mejor que Baron Cain.

Debería estar ya dormido. Era el momento. Cogió el revólver cargado y bajó con cuidado los escalones, para no perturbar a Merlín mientras dejaba la cuadra. El sonido de otro trueno la hizo encogerse junto a la puerta. Se dijo que no era una niña y caminó por el patio hacía la casa, agachándose en unos arbustos al llegar a la ventana de la despensa.

Metió el revólver en la cintura de sus pantalones y trató de abrir la ventana. No cedió.

Empujó otra vez más fuerte pero no ocurrió nada. La ventana estaba cerrada.

Aturdida se apoyó en la pared. Sabía que su plan no era infalible, pero no esperaba fracasar tan pronto. La señora Simmonds debía haber visto el pestillo abierto.

Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer. Kit quiso correr de nuevo a su habitación y esconderse bajo las sábanas hasta que la tormenta pasara, pero se animó a sí misma, y rodeó la casa para buscar otra entrada. La lluvia empezó a caer más intensamente golpeándola a través de la camisa. Las ramas de un arce se movían con el viento. Subiéndose a una de ellas podría entrar por una ventana del segundo piso.

Su corazón palpitaba. La tormenta rugía encima de ella y su aliento se convirtió en jadeos asustados. Se forzó a coger una rama e impulsarse hacia arriba.

Un relámpago partió el cielo y el árbol tembló. Ella se aferró a la rama, aterrada por la fuerza de la tormenta y maldiciéndose por ser tan cobarde. Apretando los dientes, se obligó a subir hasta lo más alto. Finalmente logró estar en la rama que estaba más cerca de la casa, aunque la intensa lluvia le impedía medir la distancia.

Gimoteó cuando otro trueno dejó el olor de azufre en el aire. ¡No me tragues! Comenzó a desplazarse poco a poco por la rama. El viento movía la rama que estaba empezando a ceder bajo su peso.

El cielo se iluminó con otro relámpago. Justo entonces vio que la rama no estaba lo bastante cerca para alcanzar la ventana. La desesperación la empapó más todavía.

Parpadeó, se limpió la nariz con la manga, y empezó a ir hacía atrás en la rama.

Cuando llegó al suelo, un trueno se oyó tan cerca que le dolieron los oídos. Temblando se apoyó de espaldas en el tronco. La ropa se le pegaba a la piel, y el ala de su sombrero colgaba como una hojuela empapada alrededor de su cabeza. Las lágrimas que estaba luchando por contener le quemaban en los párpados. ¿Era así como acabaría todo? ¿Perdería Risen Glory porque era demasiado débil, demasiado niñita para entrar en una casa?

Saltó cuando algo le tocó las piernas. Merlín la miraba con detenimiento, con la cabeza ladeada hacia un lado. Se puso de rodillas y enterró la cara en ese pelaje húmedo y mohoso.

– Tú chucho… -sus brazos temblaron cuando rodeó con ellos al animal-. Soy tan inútil como tú.

Él lamió su mejilla húmeda con su áspera lengua. Otro relámpago la sobresaltó. El perro ladró y Kit se puso rápido de pie, llena de determinación. ¡Risen Glory era suya! ¡Si no podía entrar en la casa a través de una ventana, lo haría por la puerta!

Enloquecida por la tormenta y su propia desesperación, corrió deprisa hacia la puerta trasera, combatiendo el viento y la lluvia demasiado desesperada para prestar atención a la voz interior que le ordenaba abandonar y probar otro día. Se lanzó contra la puerta, y cuando el cerrojo no cedió, empezó a machacarla con sus puños.

Las lágrimas de ira y frustración la estrangulaban.

– ¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar, yanqui hijo de puta!

Nada ocurrió.

Ella continuó machacando, maldiciendo y dando patadas con el pie.

Un relámpago volvió a iluminar el cielo y movió el arce del que antes se había protegido. Kit gritó y se lanzó de nuevo hacía la puerta.

Directamente a los brazos de Baron Cain.

– Qué demonios…

El calor de su pecho desnudo, caliente de la cama rezumó a través de su camisa fría, húmeda, y durante un momento, todo lo que quiso hacer fue quedarse donde estaba, contra él, hasta que dejara de tiritar.

– ¿Kit, qué pasa? -la asió por los hombros-. ¿Ha ocurrido algo?

Ella dio un paso atrás. Desgraciadamente Merlín estaba detrás de ella. Tropezó con él y cayó en el duro suelo de la cocina.

Caín estudió el montón enredado que había ante sus pies. Su boca se torció.

– Supongo que esta tormenta es demasiado para ti.

Ella trató de decirle que podía irse directamente a Hades, pero sus dientes le castañeteaban tanto que le hacían imposible hablar. Se había clavado el revolver en la caída, y sentía un dolor afilado en la cadera.

Cain pasó sobre ellos para cerrar la puerta. Desgraciadamente Merlín eligió ese momento para separarse.

– Chucho desagradecido -Cain cogió una toalla de un gancho cerca del fregadero y empezó a pasarla sobre su pecho.

Kit comprendió que su revólver sería visible bajo sus ropas tan pronto como ella se levantara. Mientras Cain estaba preocupado en secarse ella se lo sacó de los pantalones y lo escondió detrás de una cesta de manzanas cerca de la puerta trasera.

– No sé cual de los dos está más asustado -dijo Cain mientras veía a Merlín salir de la cocina y dirigirse al pasillo que dirigía a la habitación de Magnus-. Pero desearía que hubieras estado quietecito en tu cama hasta mañana.

– Te aseguro que no me asusto de la maldita tormenta -le devolvió Kit.

En ese momento sonó otro trueno y ella se puso rápidamente de pie con una mortal palidez en su rostro.

– Entonces estaba equivocado -él habló arrastrando las palabras.

– Sólo porque yo… -se calló y tragó en el momento que pudo verlo entero.

Estaba casi desnudo, sólo llevaba unos pantalones de color pardo por debajo de las caderas, con los dos botones superiores sin abrochar por su prisa por llegar a la puerta. Ella estaba acostumbrada a ver hombres con poca ropa trabajando en el campo o en la serrería, pero ahora se sentía como si nunca hubiera visto ninguno.

Su pecho era ancho y musculoso, ligeramente cubierto de vello. Una cicatriz de una cuchillada le atravesaba un hombro y otra sobresalía sobre el desnudo abdomen de la cinturilla abierta de sus pantalones. Sus caderas eran estrechas y el estómago plano, bifurcado por una delgada línea de pelo rubio leonado. Sus ojos se movieron lentamente más abajo al punto en el que sus piernas se juntaban. Lo que vio allí la fascinó.

– Sécate tú mismo.

Ella levantó la cabeza y lo vio mirándola con detenimiento, con una toalla extendida en su mano, y una expresión perpleja. Ella cogió la toalla y se secó bajo el borde de su sombrero dándose un ligero golpe en sus mejillas.

– Podrías hacerlo mejor si te quitaras ese sombrero.

– No quiero quitármelo -ella hizo un ruido inquieto por su reacción-. Me gusta mi sombrero.

Con un gruñido de exasperación, él se dirigió al vestíbulo, sólo para reaparecer con una manta.

– Quítate esa ropa mojada. Puedes envolverte con esto.

Ella miró con detenimiento a la manta y después a él.

– ¡No pienso quitarme mi ropa!

Cain frunció el ceño.

– Estás helado.