– Yo me resistí. Sasha incluso llegó a pegarme una vez, pero al final pudieron más que yo. Debéis comprender todos que he sido deshonrada y que ningún hombre decente puede quererme ahora.
Después de aquella declaración reinó un silencio absoluto. ¿No iba a reaccionar ninguno de los hombres? Empezó a sentir pánico, luego se lanzó de cabeza al resto de su narración. Les habló del ataque de los tártaros y del intento de Sasha de redimirse contándole al príncipe Arik que podía conseguir un buen rescate por ella. Siguieron sin interrumpirla y al final concluyó.
– Afortunadamente, Kit Edmund estaba en la embajada aquel día y su amigo, el príncipe Mirza Khan, me rescató generosamente de los tártaros y se deshizo de ellos. Lo demás, ya lo sabéis.
La habitación quedó sumida en un silencio palpitante. Por fin, Anne Bowen Dunham dijo con su voz suave:
– Es en verdad una historia horrible la que acabas de contarnos. Pensar que un ser humano pueda obrar de modo tan cruel… pero ya estás en casa y a salvo con nosotros. Debes tratar de olvidar todo esto, querida Miranda.
– ¿Acaso no has entendido lo que os he dicho, Anne? He sido utilizada físicamente por otro hombre. Según la ley de la Iglesia soy una adúltera. ¡No valgo más que las amantes que los londinenses elegantes mantienen! No soy digna -aquí se le quebró de nuevo la voz-, ya no soy digna de ser la esposa de un caballero.
– Te forzaron -exclamó Anne-. La vergüenza no es tuya. Además nadie sabe lo que ocurrió realmente excepto nosotros, y jamás lo propagaremos. Es ridículo calificarte de adúltera. -Nadie había visto nunca a Anne tan indignada.
Adrián Swynford se adelantó y cayó de rodillas ante su desesperada cuñada. Le cogió la mano y exclamó:
– Pese a tu terrible experiencia no has dejado de ser la misma para nosotros, Miranda. Tu gran valor sólo ha aumentado nuestro aprecio. Hay que ser muy fuerte para no enloquecer, sin hablar de tu vuelta a casa. ¿Por qué íbamos a reprocharte nada, Miranda?
– ¡Oh, querida mía! -sollozó Amanda-. ¡Has sufrido tanto y has sido tan valiente! Debemos olvidarlo todo. ¡Oh, Miranda, lo conseguiremos!
– No me veo capaz de cenar -dijo Miranda-, Por favor, perdonadme. Quiero ir a mi habitación. -Y salió corriendo.
Jonathan Dunham miró fijamente a su hermano.
– Si ahora la abandonas, te mataré con mis propias manos.
– En cierta medida, es culpa mía. Jamás debí abandonarla.
– No -convino Jonathan-, no debiste hacerlo. -Dejaría que Jared sintiera remordimiento. Le vendría bien.
– Me gustaría estar con mi mujer -dijo Jared mirando a Amanda-. Será mejor que no retraséis más la cena. -Salió rápidamente y subió la escalera de dos en dos en su prisa por llegar a sus habitaciones. Entró de golpe en el gabinete y gritó a Perky-: ¡Fuera! No te necesitamos más esta noche. Seguro que Martín estará encantado de tener a su mujer.
– Sí, milord, y gracias. -Perkins esbozó una apresurada reverencia y salió.
Jared cruzó el gabinete y entró en la alcoba.
– ¿Qué quieres? -ES rostro de Miranda estaba mojado de lágrimas.
– ¡A ti! -respondió con fiereza y se lanzó a la cama sujetándola debajo de él-. ¡Te quiero a ti! ¡Quiero volver a tener esposa!
– ¿Dónde está tu orgullo? ¿Es que no te importa que otro hombre me haya utilizado?
– ¿Me amas?-preguntó Jared.
– Sí, ¡maldito seas! ¡Te amo!
– ¿Gozaste cuando él te tomó?
Confiaba en su respuesta, por ello se quedó estupefacto cuando le contestó:
– Nunca me dijiste que un cuerpo podía reaccionar a los sentidos así como al amor. La primera vez que me ocurrió, mi cuerpo respondió y la vergüenza por poco me mata allí mismo.
– ¿Y después?
Dios Santo, ¿quería realmente saberlo?
– Aprendo rápidamente, Jared. Seguro que lo recuerdas. -No pudo resistir hacerle sufrir un poco. Luego sacudió la cabeza-. Después bloqueé mi mente a lo que estaba haciendo y no sentí nada.
– Te amo. Miranda -confesó sencillamente-. Si acaso, te amo mucho más por ser tan valiente. -Sus labios se movieron sobre la piel suave que dejaba al descubierto el enorme escote, jugando, lanzando su lengua por el estrecho surco entre sus senos.
– Tu esposa debería estar por encima de todo reproche -murmuró algo jadeante-. Ninguna señora de Wyndsong ha visto mancillada su reputación.
– Las únicas cicatrices que te quedarán, Miranda, estarán en tu propia mente. Ahora mismo empezaremos a borrar esas cicatrices.
– No lo comprendes -insistió, tratando desesperadamente de alejarse de él, pero él la retuvo con fuerza mientras la levantaba.
– Oh, sí, fierecilla, lo entiendo. Crees que porque reaccionaste al contacto de otro hombre has traicionado de algún modo mi honor, pero te equivocas. No eres como esas elegantes damas casadas de la buena sociedad que andan puteando para divertirse o venderse a fin de propiciar la carrera de sus maridos. Es ridículo que te excuses. -Le desabrochó el traje, se lo pasó por los hombros y lo dejó caer como un charco oscuro a sus pies. Soltó los tirantes de seda de su enagua y dejó que cayera a reunirse con el traje. La dejó de pie con sus pantalones de encaje, las medias y las ligas. Cuidadosamente soltó las cintas que sujetaban su cintura y también cayeron al suelo.
Dejó entonces que sus ojos volvieran a conocer la larga y pura línea de la espalda con la fina cintura, la suave redondez de las nalgas, los muslos esbeltos y las largas y perfectas piernas. Dios, ¿había podido olvidarlo? Ella permanecía inmóvil pero, de repente, alzó los brazos y se soltó la larga cabellera, deshaciendo cuidadosamente la trenza con los dedos.
– ¿Estás seguro? -insistió a media voz-. No vuelvas a tomarme por compasión, Jared. Ésta sería una suerte más cruel. No quiero tu compasión.
– Oh, fierecilla, tendrían que compadecerme a mí, si no hubieras vuelto a mi lado. Ahora, espera, tengo una cosa para ti.
Cruzó la alcoba hacía su habitación y volvió un instante después. Le tomó la mano y con dulzura le colocó un anillo. Miranda bajó la vista y al verlo se quedó sin aliento.
– ¡Mi alianza!
– Ésta fue la única razón por la que Ephraim Snow llegó a creer que el cuerpo del Neva era el tuyo. No llegó a ver el cadáver, pero pensó que tú nunca te hubieras desprendido voluntariamente de este anillo.
Miranda se quedó mirando el brillo de las pequeñas estrellas de diamantes. Recordó por un momento el día en que Jared se lo puso en el dedo por primera vez, luego dijo:
– jamás me hubiera desprendido voluntariamente de él. -Las lágrimas caían de sus ojos verde mar y rápidamente trató de contenerlas-. ¡Maldita sea! Últimamente me paso los días llorando. -Después lo miró-. Te has dado mucha prisa en desnudarme.
Se acercó a él, atrevida, le deshizo la corbata blanca y la tiró al suelo.
– El pobre Mitchum ha tardado veinte minutos en anudarla bien- comentó él con un suspiro burlón.
– ¡Quítate la casaca! -le ordenó y él obedeció sonriente-. ¡Ahora, el chaleco! -También obedeció. Sus dedos impacientes soltaron la botonadura de perlas de la camisa y con las palmas de sus manos apartó la seda blanca e hizo que se deslizara por los hombros y por los brazos fornidos. De pronto, aquellos brazos la estrecharon con fuerza contra sí.
Se le quebró el aliento al sentir la suavidad del vello de su ancho pecho contra sus sensibles pezones.
– ¡Mírame! -exigió la voz de Jared-. En este juego pueden participar dos, mi vida. -Le volvió la cara hacia él y sus ojos verde botella se clavaron en los ojos verde mar. La sostuvo por la cintura en un engañoso abrazo y ella se dio cuenta de que si solamente se movía un centímetro la aplastaría contra él. Notó que se desprendía de los zapatos de etiqueta mientras se desabrochaba los pantalones, arrancándoselos al mismo tiempo que sus apretados calzoncillos. Pero sus ojos no se apartaron de ella. La estaba desafiando a que se soltara.