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En el extremo opuesto había grandes cuencos de plata y porcelana con gambas, ostras y almejas. También habían dispuesto pequeños recipientes con salsas picantes, porque gran parte del pescado se servía frío. No faltaban langostas y cangrejos, con salseras de mantequilla fundida perfumada a las hierbas. También se veían fuentes de lenguados de Dover, calientes, fuentes de salmón en gelée y truchas frías con hierbas aromáticas. Grandes limones, enteros y delicadamente esculpidos, adornaban todas las fuentes de pescado.

También había abundante caza, y los amigos del príncipe regente habían apostado a ver quién se serviría más caza aquella noche. Docenas de fuentes de codornices y perdices, y tres cisnes enteros. Los patos se habían asado en salsas de naranja o cereza y eran de un color pardo dorado. Un paté de pichón descansaba en un nido de berros.

Fuentes de plata sostenidas por garras del mismo metal sostenían diez pavos asados y rellenos, y otras fuentes más pequeñas ofrecían treinta docenas de petits poulets a 1'italienne. En el centro de la mesa reposaba el jabalí más enorme que nadie hubiera visto jamás. Rodeando al animal había grandes cuartos de ternera y venado y, alrededor de éstos, patas de cordero y jamones ahumados pinchados con clavos de especias y cocidos en champaña y miel.

Enormes fuentes de judías verdes, apio con migas de pan y queso, y coliflor preparada de tres modos distintos, cerca ya del final de la mesa. También había pequeños guisantes con una delicada salsa de mantequilla -la pasión de aquella temporada en Londres-, así como diversos platos de patatas. Las habituales patatas asadas, patatas en salsa y pequeñas patatas souflées.

Ya en el extremo de la mesa se veía pan de todo tipo y descripción, pequeñas hogazas de pan blanco y grandes hogazas de pan de centeno, brioches y pequeños cruasanes, bollos blandos y también crujientes. Cada pan iba acompañado de su pequeño recipiente de plata lleno de mantequilla helada.

Incluso aquella majestuosa mesa no daba para más y se habían dispuesto los postres sobre un largo aparador de caoba. Se veían souffiés individuales de moka, frambuesa, limón y albaricoque, cada uno en su platito de porcelana. Llamaban la atención todas las tortas y cremas y veinte variedades de pasteles helados y tartas de fruta. Éstas eran siempre las favoritas, así como las gelatinas perfumadas con licores exóticos. El príncipe regente y sus amigos solían desafiarse acerca de quién ofrecería la gelatina más extravagante. Habitualmente ganaba el príncipe.

Había quesos y naturalmente bandejas de bien presentadas galletas y panecillos, así como enormes copas de cristal llenas de frutas variadas, incluyendo naranjas de España, cerezas recién llegadas de Francia y mantenidas en hielo, uvas verdes y negras de las colinas del sur de Italia, peras verdes de Anjou y la fruta más apreciada de todas las frutas raras, pinas tropicales procedentes de las islas de los Mares del Sur. Fresas inglesas completaban aquella abundancia.

Debido al gran número de invitados y porque se suponía que la mayoría habría cenado bien, el bufé del príncipe regente era modesto comparado con las cenas de treinta y seis platos que servía a sus invitados en Carleton House y en su pabellón en Brighton. Una mesa separada y montada a lo Sargo de una de las paredes del invernadero gótico sostenía todas las bebidas, que incluían champaña helado, buenos vinos blancos y tintos, madeira y oporto.

En los jardines se habían montado mesitas, con servicios de plata, para los invitados que deseaban comer allí o descansar del baile, sentados al fresco de la brisa nocturna. Poco antes había habido un estúpido desfile que representaba a la dulce primavera desterrando al frío y cruel invierno. Amanda se dijo que hubiera sido mucho mejor si la dulce primavera no hubiera sido representada por la fornida lady Jersey, que era una de las favoritas de Prinny.

– ¿Milady?

Amanda levantó la cabeza y se encontró con uno de los lacayos de peluca.

– Sí.

– Su Alteza Real desea verla, lady Dunham. Debo acompañarla ahora mismo.

¡Dios Santo!, pensó Amanda. ¿Acaso Prinny pretendía seducir a Miranda? ¿Qué le diría? Debería confesarle su engaño y confiar en que su sentido del humor funcionara aquella noche. Se levantó y siguió al lacayo. Sus sospechas se cumplían, porque la llevó a la parte más oscura del jardín. No podía equivocarse respecto de las intenciones del príncipe regente para con su hermana gemela. Pensó en lo que le diría, pero nada le parecía bien. ¡Oh, Dios' ¡Qué compromiso! El ruido de la fiesta disminuía. Por lo menos nadie vería ese encuentro, pensó.

De repente, sintió que le arrebataban el gorro y le pasaban algo agobiante por la cabeza. Unos brazos como tenazas la sujetaron, pero de algún modo Amanda consiguió gritar y empezó a debatirse como loca para liberarse, golpeando a ciegas.

– Jesús, ¡qué peleona! -oyó decir a una voz-. ¿No puedes hacerla callar?

– Nadie puede oírla desde esta parte del jardín, pero el príncipe no quiere problemas. Sujétala hasta que traiga eso.

Amanda siguió golpeando a sus captores con todas sus fuerzas, cada vez más debilitadas, para dar un puntapié con sus tacones de madera. Una voz lanzó un quejido al contactar con su espinilla. Los dos hombres la derribaron y entonces uno de ellos le quitó la manta que le cubría la cabeza mientras el otro apoyaba un trapo empapado en algo dulzón sobre la nariz y la boca. Amanda trató de contener la respiración, pero al fin aspiró el olor dulce que le quemó la garganta y no tardó en dominarla.

– ¡Brrrr! -exclamó uno de los dos hombres-, pensé que no lograríamos tranquilizarla. La puerta está abierta, así que llevémosla al coche. Luego iremos a por el hombre. Mi consejo es que le golpeemos en la cabeza enseguida.

– Tú lo golpeas y yo lo traigo aquí. ¿Qué vamos a decirle?

– ¡Lo que te dijo el príncipe, idiota! Que lady Miranda Dunham desea verlo en privado y que debes acompañarlo. Vete ya. Yo la meteré en el coche y te esperaré.

La fiesta continuó y a eso de las dos de la madrugada se dio la señal para que los invitados se quitaran los antifaces. De pie junto al paje azul, Jared Dunham retuvo la mano que se alzaba para quitarse el antifaz azul y plata.

– ¿Creíste realmente que podía mirar esas piernas y confundirlas con las de Amanda? -Sus ojos verde botella le sonreían.

– ¡Bandido! De forma que lo sabías. -Se quitó el antifaz-. ¿Cuándo te diste cuenta? ¿Te engañé en algún momento?

– No. Tendrías que haber llevado algo que te cubriera más -le respondió.

– ¿Lo has sabido desde el primer momento? ¿Besaste a Amanda deliberadamente?

– Tiene una boquita dulce -dijo burlón-, pero besa como una niña.

– ¿Recuerdas la primera vez que fuimos a Almack's después de casarnos? -preguntó riendo.

– Sí -contestó Jared lentamente y sonrió- ¿Quieres decir, milady, que deseas regresar a casa?

– Eso mismo, milord. Ya he comido, bebido y bailado lo bastante para que me dure toda la vida.

– Como siempre, señora mía, tu menor deseo es una orden para mí.

– Y la tomó del brazo.

– ¡Bobadas, milord! Me deseas tanto como yo a ti.

– Bien cierto.

– ¿ Cómo vamos a casa? Hemos devuelto el coche.

– Iremos en el de Adrián. La última vez que lo vi estaba jugando a las cartas con el príncipe De Lieven, lord Alvaney y Prinny. Se lo devolveremos en seguida.

– Son gente muy rica para estar jugando con Adrián, ¿no te parece? -Miranda parecía algo preocupada.

– Adrián no es tonto, amor mío. Estaba ganando. En cuanto empiece a perder algo que no pueda permitirse, recogerá sus ganancias y dejará la mesa. Tiene una manera de ser tan joven, tan encantadora, que nadie se ofende cuando lo hace. Todos ellos han jugado muchas veces con él en White's y en Watier's.