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– ¡Es intolerable que se permita a Cherkessky salirse con la suya! Naturalmente, lo mandaré llamar ahora mismo y exigiré que nos diga el lugar donde está lady Swynford. En cuanto a lo que ha hecho a su esposa, comprendo que quiera mantenerlo en secreto. Lord Dunham, tiene usted una mujer con un temple magnífico e indómito. -El príncipe suspiró-. No es la primera vez que Cherkessky hace algo parecido. ¿Recuerdas cuando estábamos en Berlín hace unos años, Dariya?

– Sí, dos jovencitas desaparecieron de la propiedad del barón Brandtholm. Lo negó, claro, pero las habían visto entrando en su carruaje. Entregó a! barón una indemnización -creo que lo llamó una muestra de buena voluntad-, pero negó habérselas llevado. Luego, en San Petersburgo, hace unos tres años, hubo también el asunto de la institutriz de la princesa Toumanova. Era la hija ilegítima del duque de Longchamps, ¿sabe? No puedo evitar preguntarme qué fue de ella.

– Murió en la marcha tártara, de Crimea a Estambul -explicó

Jared, quien para evitar entristecer más a la princesa no le contó cómo había muerto Mignon.

– ¡Qué espanto! -exclamó Dariya de Lleven-. ¡Pobrecilla Miranda! ¡Qué valiente ha sido!

– Basta, querida -interrumpió el príncipe De Lieven-. Lord Dunham conoce bien el valor de su esposa. Nuestra tarea ahora es encontrar a la joven lady Swynford, antes de que le ocurra algo irreparable. En este momento ya se habrán dado cuenta de su error. Pero debemos poner fin a todo esto antes de que se complique más.

El embajador ruso tiró del cordón de la campanilla. Mandó un mensaje al Hotel Pultney. Los De Lieven y lord Dunham se sentaron a esperar. Mucho antes de lo que esperaban, llegó el príncipe Cherkessky.

– De Lieven -dijo al entrar-, me ha encontrado justo a tiempo. Me disponía a salir.

El príncipe De Lieven miró fríamente a Alexei Cherkessky.

– Quiero saber dónde se encuentra la mujer que secuestró anoche en el baile del príncipe regente, Cherkessky, y lo quiero saber ahora mismo.

En aquel preciso instante Cherkessky descubrió a Jared Dunham. Mirando directamente al americano, sonrió y dijo en respuesta a De Lieven:

– Mi querido príncipe, no tengo la menor idea de lo que me está diciendo.

Una sonrisa torva apareció en el rostro de Jared Dunham.

– Se equivocó de mujer, Cherkessky. Mi esposa y su hermana habían intercambiado los disfraces. La mujer que sus hombres se llevaron no era mi esposa, sino mi cuñada, lady Swynford.

– ¡No lo creo!-gritó el príncipe, olvidándose de los De Lieven.

Ahora era una cuestión entre él y el arrogante yanqui.

– Belinda de Wtnter vino a verme esta mañana para consolarme de mi pérdida. Puede imaginar su impresión cuando vio bajar a mi mujer. Ya he ido a visitar al duque de Northampton. Lo sabe todo acerca de usted. No va a haber compromiso con lady Georgeanne, Cherkessky. Los príncipes De Lieven también están al corriente. No creo que la princesa le permita visitar ahora ninguna casa decente de Inglaterra, ¿no es verdad, Dariya?

– ¡Puede estar seguro de ello! Su comportamiento ha sido inmoral e imperdonable.

– El lugar donde está lady Swynford, príncipe. Lo que diga en el informe a su majestad imperial depende de usted. De todas formas le queda poco, Cherkessky. Si desea que se le permita conservar lo que aún le queda, será mejor que coopere con nosotros. Tengo poder para detenerlo aquí y ahora y entregarlo a la justicia del zar.

– Hágalo -fue la fría respuesta-. De todos modos, no recuperará a lady Swynford.

– ¿Cuánto? -preguntó Dunham, glacial-. Diga su precio, cerdo.

El príncipe sonrió, malévolo.

– Un duelo, lord Dunham. A muerte. Pistolas. Si gano, me llevo a su esposa. Si gana, recupera a lady Swynford y desapareceré de sus vidas para siempre. Escribiré la dirección exacta de lady Swynford y guardaré el papel en mi bolsillo. Allí lo encontrará si gana. Si gano yo, devolveré a lady Swynford, pero solamente a cambio de lady Dunham.

La princesa De Lleven se volvió a su marido.

– ¡Kristofor Andreievich! ¡No puedes permitir esta atrocidad!

– Confío en que tengo su palabra de caballero, Cherkessky, y en que obrará honradamente -terció Jared.

– ¡Maldito americano advenedizo! -barbotó Alexei Cherkessky-. ¿Se atreve a darme instrucciones acerca de mis modales? Mi familia se remonta a la fundación de Rusia. ¡Mis antepasados eran príncipes, mientras los suyos picaban terrones! ¡Campesinos! ¡Mi palabra vale más que la suya!

– De acuerdo -respondió lord Dunham-. Como usted ha elegido las armas, yo elijo momento y lugar. Será aquí y ahora. -Se volvió al príncipe De Lleven-. Confío, señor, en que podrá proporcionarnos las armas.

– ¡Lord Dunham! ¡Jared! -suplicó Dariya de Lleven-. ¡No puede exponer a Miranda de esta forma, después de todo lo que ha pasado!

– No expongo a mi esposa, Dariya.

– ¡Ha aceptado entregársela al príncipe Cherkessky si pierde!

– No pienso perder, Dariya-respondió con frialdad.

– ¡Yanqui arrogante! -rugió Cherkessky-. Soy campeón de tiro a pistola.

– También es un imbécil, príncipe, si cree que puede matarme.

– ¿Por qué dice eso?

– Porque mi motivo para ganar es mucho más poderoso que el suyo. Es el amor, y el amor puede vencer a la más negra maldad. Mire a mi esposa si desea un ejemplo del poder del amor. A pesar de todas sus canalladas, no logró someterla. Se le escapó, Cherkessky, y ella luchó por encontrar el camino hacía mí y nuestro hijo. ¿Acaso su deseo de ganarme es tan poderoso? Creo que no. Y si no lo es, morirá.

Alexei Cherkessky pareció impresionado. No le gustaba nada que se hablara de su muerte.

– ¡Empecemos de una vez! Ya he escrito el paradero de lady Swynford en este papel y, ahora, me lo guardaré en el bolsillo de mi chaqueta. Dejo la chaqueta en el sofá para que la princesa De Lieven me la guarde.

El príncipe De Lieven sacó una caja de pistolas de duelo del cajón de un mueble. La abrió para mostrarla a los dos combatientes, que asintieron satisfechos. Las pistolas fueron preparadas y cargadas y De Lieven entregó las armas a los duelistas.

– Contarán diez pasos -explicó-. Se volverán cuando se lo ordene y empezarán a disparar. Éste es un duelo a muerte.

Los dos caballeros se pusieron espalda contra espalda.

– Amartillen sus armas. -Dos clics siguieron la orden.

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve…

Alexei Cherkessky se volvió y apuntó a la espalda de Jared Dunham. Se oyó un disparo.

Jared Dunham se volvió despacio y vio sorprendido que el príncipe Cherkessky se desplomaba, muerto. El embajador de Rusia contempló con la boca abierta a su esposa, que bajaba su pequeña y aún humeante pistola.

– No cumplió su palabra -dijo Dariya de Lieven-. Sabía que lo haría. Los Cherkessky no han dicho la verdad en doscientos años.

– ¡Le debo la vida, Dariya!

– No, Jared, nosotros estábamos en deuda con usted. ¿Cómo podremos compensarles jamás a usted y a Miranda lo que soportó en manos de uno de los nuestros? No todos los rusos son bárbaros, Jared. Créalo, se lo ruego. -Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta del muerto y sacó el papel doblado-. Esperemos que confiara lo bastante en sí mismo para escribir el verdadero lugar donde se encuentra la pobre lady Swynford. Aquí dice que está en Green Lodge. Es la primera casa a la salida del pueblo de Erith, yendo en dirección de Grevesend.

– Iré con usted -se ofreció Kristofor de Lieven-. La servidumbre guardará la casa y mi autoridad abrirá todas las puertas.

En aquel momento se oyó cierto barullo fuera del gabinete. La puerta se abrió de repente para dejar paso a Miranda y a un desconcertado mayordomo.

– Insistió, alteza -se excusó el mayordomo.

– Está bien, Colby. Es lady Dunham.

– Sí, alteza. -Golby vio el cuerpo de Alexei Cherkessky-. ¿Lo mando retirar, alteza?