Le explicó mucho más y él comentó:
– Conoces bien tu historia. Pensé que las niñas sólo aprendían buenas maneras, pintura, canto, piano y francés.
– Amanda es muy competente en todo ello -rió-. Es lo que atrajo a lord Swynford. Yo, por desgracia, no tengo modales… como ya sabes. No tengo talento para la pintura, canto como un cuervo y los instrumentos musicales se encogen a mi contacto. Pero sí tengo buen oído para los idiomas y me han enseñado historia y matemáticas. Esto va con mi naturaleza mucho mejor que las acuarelas y las quejumbrosas baladas. -Lo miró por entre las pestañas-. Espero que seas un hombre culto, Jared.
– Me gradué en Harvard. Confío en que te satisfaga, mi amor. También pasé un año en Cambridge, y otro año recorriendo Europa. Yo también hablo varias lenguas y he estudiado historia y matemáticas. ¿Por qué te preocupa tanto?
– Si vamos a casarnos debemos conocernos bien. Sabiendo cómo has sido educado, sé que por lo menos tendremos algo de qué hablar en las frías noches de invierno.
– ¿Que?
La miró para convencerse de que estaba siendo deliberadamente provocativa, pero no era así. En ciertos aspectos era dolorosamente joven, así que mientras recorrían el bosque otoñal, le dijo:-Sospecho que sabes muy poco de las relaciones entre un hombre y una mujer. Miranda. ¿No es así?
– Sí -respondió sin inmutarse-. Mamá nos aseguró a Amanda y a mí que cualquier cosa que necesitáramos saber, nuestros maridos nos la explicarían. Amanda, con todas sus amigas de Londres, ha aprendido mucho este invierno. Sospecho que habrá practicado con Adrián.
– No todo, espero sinceramente -observó Jared con burlona severidad-. Sentiría tener que desafiar a lord Swynford por seducir a una de mis pupilas.
– ¿Qué diablos quieres decir?
– Creo, Miranda, que será mejor que me digas exactamente lo que sabes. -Habían llegado a una preciosa charca de agua dulce. Allí se detuvieron; Jared desmontó y la ayudó a bajar-. Deja que los caballos pasten un poco y daremos la vuelta al estanque mientras hablamos -sugirió, tomándola de la mano.
– Me haces sentirme torpe como una colegiala -protestó.
– No quiero que te sientas incómoda, fierecilla, pero eres como una colegiala y estamos empezando a confiar el uno en el otro. Si no te tratara bien ahora podría perder esta confianza. Dentro de unas semanas estaremos casados y, oh Miranda, hay más en un matrimonio de lo que te imaginas. Pero la confianza es la parte más importante.
– Me figuro que sé muy poco acerca de lo que ocurre entre un hombre y una mujer -confesó ella con cierta timidez.
– Seguro que alguno de los caballeros que conociste en Londres, en las fiestas, intentó seducirte.
– No.
– ¿No? ¡Increíble! ¿Estaban todos ciegos?
Miranda volvió la cabeza. En voz baja contestó:
– Yo no tuve éxito en Londres. Soy demasiado alta, como ya te he dicho, y mi color no está de acuerdo con la moda. Mandy, con su tez de crema y melocotón, su cabello de oro puro y sus preciosos ojos azules, robaba todos los corazones. Era redondita, menuda y muy atractiva. Los pocos que me buscaron lo hicieron con la esperanza de que yo los ayudara con Mandy.
A Jared no se le escapó el dolor en su voz.
– ¡Qué tontos! Tu tez es como el marfil y las rosas silvestres, un perfecto complemento para tus ojos verde mar y tu cabello platino, que me recuerda la luna llena de abril. No te encuentro demasiado alta. -Se detuvo y para demostrárselo la acercó a él-. Me llegas al hombro, Miranda. Creo que eres absolutamente perfecta. Aunque Amanda no hubiera estado comprometida, yo te hubiera elegido a ti.
Sobresaltada, Miranda alzó los ojos hacia él, buscando indicios de burla. No los había. Los ojos verde botella se fijaron en los de ella, reflejando una expresión que Miranda no supo cómo interpretar. De pronto, ruborizándose, apartó la cabeza, pero Jared le cogió la barbilla, le alzó la cabeza, y buscó sus labios.
– ¡No! -musitó sobresaltada, con el corazón desbocado.
– ¡Sí! -respondió con voz ronca, reteniéndole el rostro con ambas manos-. ¡Oh, sí, Miranda, mi amor!
Su boca cubrió la de Miranda en un beso apasionado que la dejó locamente estremecida. Los labios de Jared la consumieron como nada hasta entonces. Ya no le sujetaba el rostro pero los labios permanecían unidos. Muy despacio, Jared deslizó un brazo y le rodeó su cintura, la otra mano le enredó el pelo. Jadeando, Miranda apartó la boca y echó la cabeza hacia atrás, pero ante su asombro la boca de Jared marcó una línea de besos ardientes por su garganta hasta llegar al suave hueco del cuello con su pulso enloquecido.
– Por favor -suplicó Miranda, y a través de la bruma de su deseo percibió el miedo y la confusión de su voz. Levantó la cabeza poco a poco, sin ganas.
– Está bien, fierecilla. Bien sabe Dios que me has tentado, pero te prometo portarme como es debido.
Los ojos de la ¡oven eran enormes y se tocaba los labios magullados con dedos temblorosos, asombrada.
– ¿Es esto lo que los hombres hacen a las mujeres?
– A veces. Generalmente se les empuja a ello. Si te he asustado, Miranda, te pido perdón. No he podido resistirme.
– ¿Es todo lo que hacen los hombres?
– No. Hay otras cosas.
– ¿Qué otras cosas?
– ¡Por el amor de Dios! Cosas que te explicaré cuando estemos casados.
– ¿No crees que debería saberlo antes de casarme?
– ¡Por supuesto que no! -rió Jared.
– ¿Por qué no? -Ahora la expresión de sus ojos amenazaba tormenta; en ellos brillaba la rebeldía.
– Debes confiar en mi juicio, fierecilla, porque yo tengo experiencia y tú no. Recuerda, mi amor, que dentro de pocas semanas jurarás ante Dios y ante los hombres obedecerme.
– Y tú, Jared Dunham, Jurarás no separarte de mí. Considero que si vamos a casarnos deberíamos averiguar si congeniamos en todos los aspectos.
– Hace un instante estabas medio loca de miedo -le recordó con cariño.
Miranda se ruborizó, pero insistió-Me has dicho que había más. ¿Qué más? ¿Quieres aterrorizarme en nuestra noche de bodas, cuando yo ya no pueda hacer nada? Quizás eres el tipo de hombre que ansia encontrar una novia temblorosa y asustada.
– ¿Acaso deseas que te seduzca, mi amor?
– No, no quiero ser seducida. Una cosa que a mamá le encanta decirnos es que nadie va a comprar la vaca si puede obtener la leche gratis.
Jared rió. Era muy propio de Dorothea Dunham.
– Entonces, ¿qué quieres, fierecilla?
– Quiero saber qué más forma parte del acto del amor, ¿Cómo puedo aprender si no sé lo que hay que hacer? ¿Cómo puedo saber si me gustará?
La cogió de la mano y la llevó a la ribera musgosa que bordeaba el estanque.
– Debo de estar loco -murmuró-. Ahora soy un maestro dando clases de amor. Muy bien, fierecilla, acércate. Terminaremos lo que dejamos a medias. -Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo. Los dedos de su otra mano recorrieron dulcemente la línea de la mandíbula, provocándole pequeños estremecimientos-. Confías mucho en mi capacidad de controlar lo que generalmente se llaman las bajas pasiones.
– Confío en ti, Jared -respondió con dulzura.
– ¿De veras, mi amor? No sé si es prudente. -Y su boca cubrió la de ella en un beso ardiente. Ante su encantada sorpresa, Miranda le devolvió el beso con una pasión incierta que fue floreciendo cuando aquel beso se fundió en otro. Miranda empezó a sentirse mareada por la dulzura que la iba embargando. Sintió que la envolvía una deliciosa languidez y alzó los brazos para rodear el cuello de su prometido.