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Momentos más tarde, Jared le levantó los brazos por encima de la cabeza y le hizo apoyar la espalda contra el ribazo. Tenía los ojos cerrados y sus oscuras pestañas batían las pálidas mejillas. La contempló unos instantes pensando en lo hermosa e inocente que era. Ya se disponía a iniciarla a su propia naturaleza sensual, una naturaleza que probablemente Miranda ni siquiera sospechaba que existiera. Apoyó la oscura cabeza sobre el pecho cubierto de batista y oyó el desbocado latido de su corazón.

Por un instante permaneció inmóvil para que Miranda se acostumbrara a el, luego levantó la cabeza y le besó el pezón. Apretó la cara contra ella. Los botones de la camisola se soltaron de pronto y su boca caliente y ansiosa se posó sobre su carne. Miranda gimió a media voz y le agarró el cabello con sus finas manos.

– ¡Jared!

El se incorporó y la miró burlón.

– ¿Has aprendido suficiente por ahora, Miranda?

La joven se debatía entre sentimientos contradictorios. Se oyó responder valerosamente:

– No… no.

Jared volvió a abrazarla mientras sus largos dedos acariciaban perezosamente los senos tiernos y redondos. La piel era sedosa y cálida al tacto y entre tanto Miranda lo contemplaba a través de sus ojos entornados, respirando entrecortadamente. Con dulzura, Jared le cogió un seno y con el pulgar empezó a frotar el gran pezón rosado, sintiendo el estremecimiento en lo más profundo de ella.

– Los senos de una mujer -explicó- forman parte de sus muchos encantos. ¡Qué bella eres, mi amor!

– ¿Y no hay más? -preguntó Miranda sin aliento.

– ¡Qué curiosa fierecilla estás resultando! -rió Jared-. Creo que debería poseerte ahora mismo y aquí, sobre este blando ribazo…-Y qué fácil resultaría, pensó, dolorido-. Pero soy demasiado viejo para desflorar a una virgen en un bosque umbrío. Prefiero una estancia hermosa a la luz de las velas, una cama cómoda y una botella de buen vino blanco junto con mi seducción. -La sentó, le abrochó la camisa, la besó ligeramente y se levantó.

– ¡Me has enseñado muy poco! -protestó Miranda.

– Te guste o no, tendrás que aceptar que yo sé más que tú en este asunto. -La hizo ponerse en pie-. Ahora, muestra al señor de la mansión el resto de sus dominios.

Furiosa, Miranda corrió a su caballo, con la intención de huir al galope. Que se las compusiera solo. Con suerte, se metería en un marjal salado. Pero él, riendo, la alcanzó. Le hizo dar media vuelta y besó su boca rabiosa.

– ¡Te odio! -le gritó Miranda-. Eres odioso y demasiado superior para convenirme. ¡Nuestro matrimonio será terrible! ¡He cambiado de idea!

– Pero yo no. Después de que el recuerdo de tu adorable trasero me haya tentado estos últimos días, no me echaría atrás ni por mil islas con mansión.

A Miranda se le fue la mano. Le pegó con todas sus fuerzas, y la mano fina chocó con su mejilla con un ruido seco y fuerte. Después se lanzó sobre Sea Breeze y huyó galopando a través del bosque.

– Maldición -juró Jared entre dientes.

No había pretendido molestarla. Pero ahora la había ofendido. Era una criatura bastante más complicada de lo que había creído, y tan arisca como un pequeño erizo. Se frotó la mejilla sonriendo. Pese a su aire de seguridad, era sumamente vulnerable debido, sospechaba Jared, a su temporada londinense.

Le sorprendió que aquellos jovenzuelos perfumados de Londres hubieran preferido a la gatita bonita que era Amanda a su encantadora hermana. La belleza de Miranda era insólita y cuando madurara y aprendiera a vestirse se convertiría en una mujer elegante y formidable. Algún día volvería a llevarla a Londres y contemplaría cómo la sociedad la aclamaba.

Pero ahora, sin embargo, su tarea consistía en llevarlas al altar y ponerlas a salvo en el matrimonio. ¡La vida! ¿Quién podía predecirla? Pocos días atrás apenas conocía la existencia de Miranda Dunham y ahora faltaban pocas semanas para que se convirtieran en marido y mujer. Era tan joven… quizá demasiado joven… y excesivamente voluntariosa. No obstante, la deseaba y eso, de por sí, lo intrigaba.

Ya en su adolescencia, a Jared nunca le habían faltado mujeres. Él y su hermano mayor, Jonathan, con sólo dos años de diferencia, habían tenido juntos infinidad de aventuras amorosas hasta que, a los veinte años, Jonathan conoció a la señorita Charity Cabot, se enamoró perdidamente y -con la satisfecha aprobación de su padre- se casó con ella. Jared, no obstante, continuó con sus breves amoríos, aunque nunca se enamoraba muy profundamente de las mujeres implicadas.

Pero a Jared también le había llegado el amor, como a su hermano. Había llegado a él puños en alto, cabello platino alborotado, de un modo muy poco convencional, dado que el cadáver de su padre estaba entre ellos. Se había enamorado a primera vista de la fierecilla, pero la pequeña Amanda tenía razón al advenirle que no alardeara de su amor. Hasta que Miranda estuviera dispuesta a declarar sus sentimientos, él no debía exponer los suyos.

A través del estanque vio aparecer un gran gamo saltando entre los árboles para ir a beber. Jared se quedó quieto, sin apenas moverse, cuando el animal bajó la cabeza de magnífica cornamenta. Era un macho de por lo menos dieciocho puntas, marrón oscuro y precioso.

Jared pensó en cuánto se parecía esta hermosa criatura salvaje a Wyndsong y a Miranda. El gamo terminó de beber y, alzando la cabeza, emitió una especie de respingo. Inmediatamente, de entre las matas apareció una delicada hembra y dos crías, que se adelantaron y se acercaron al agua. Cuando hubieron terminado de beber, los cuatro volvieron al bosque dejando a Jared Dunham con una extraña sensación de pérdida.

Montó a caballo y volvió por el camino que había tomado en la ida, siguiendo Hill Brook, que desembocaba al estanque, y luego Short Creek, que empezaba a dos colinas de la mansión. Solamente había visto una tercera parte de la isla, pero tendría tiempo de sobra para explorar Wyndsong cuando estuvieran casados. Se hacía tarde, el sol anaranjado se hundía por momentos y de pronto el aire se hizo frío. Sin embargo, se detuvo un momento en la cresta de la colina que dominaba la casa para mirar a su alrededor.

Hacia el norte, el cielo ya tenía un color azul oscuro, y la estrella vespertina se alzaba brillante como una joya. El bosque a sus espaldas aún tenía luz porque el sol poniente se reflejaba en el rojo y el oro de los árboles otoñales. Una leve bruma violeta se extendía sobre los campos y los marjales del sur y el oeste. En la punta de la isla, los pinares parecían envueltos en luz dorada. Mientras miraba, una pequeña bandada de patos canadienses pasó sobre su cabeza cruzando el cielo nocturno y fue a posarse en Hill Pond, cerca de la casa.

– ¡Maldición, me gusta esta isla! -dijo en voz baja.

– Qué suerte entonces que ya sea tuya -replicó una voz impertinente.

– ¿De dónde sales? -preguntó, volviéndose a ella. Le divertía que lo hubiera pillado.

– Oh, Sea Breeze y yo fuimos a pasarnos el mal humor. He vuelto a buscarte. No estaría bien que te perdiera. Sabe Dios quién sería entonces el nuevo lord, y yo tendría que casarme con él. Por lo menos contigo ya sé lo que tengo. No eres demasiado viejo y supongo que podría decir que eres razonablemente atractivo.

Jared disimuló una sonrisa. Miranda no iba a ceder ni un centímetro, pero él tampoco.

– Muy amable por tu parte. Miranda -murmuró-. ¿Seguimos hasta la casa?

Sus caballos avanzaron juntos colina abajo y hasta la próxima cuesta hacia la casa donde Jed, el mozo de cuadra, los estaba esperando.

– Unos minutos más y habría salido a buscarlos con los perros-les espetó secamente.

– Pero ¿por qué? -preguntó Miranda-. He recorrido esta isla a caballo toda mi vida.

– Pero él no.

– Estaba conmigo.

– Ya -replicó el mozo, taciturno-. Eso era precisamente lo que me preocupaba.

– No necesitas temer por Miranda, Jed -dijo Jared sin alzar la voz-. Me ha hecho el honor de aceptarme en matrimonio. Nuestra boda se celebrará el seis de diciembre. Mi primo Thomas dejó dispuesto que el luto durara solamente un mes.