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– Pensé que a todas las mujeres les gustaba preparar sus bodas.

– Si les hace ilusión su boda, supongo que sí, Pero yo no te amo. ¡No te amo!

– Me amarás, Miranda. Ya lo creo. ¡Haré que me ames! -murmuró. La volvió hacia él, se inclinó y cubrió su boca con un beso.

¡Y ocurrió de nuevo! Miranda se estremeció violentamente. Su corazón empezó a latir desbocado. La sangre se agolpó en sus oídos. «¡Lucha! -dijo su cerebro-, ¡Lucha o te dominará!» Pero sus miembros habían perdido toda su fuerza. Se derretía contra él y sus labios le devolvían los besos. Jared alzó la cabeza, dejó sus labios y le besó los párpados cerrados y estremecidos.

– ¡Me amarás, Miranda! -le susurró-. Así lo quiero y no soy un hombre que acepte negativas. -Después la mantuvo tiernamente abrazada hasta que su respiración se calmó y dejó de temblar.

Miranda se sentía impotente contra él y se preguntó si sería siempre igual entre ellos. ¿Por qué la debilitaba con sólo un beso? Se sentía confusa y casi lo odiaba por ello.

– No te veré mañana por la mañana, fierecilla -le anunció con ternura-. Zarpamos con la primera marea mucho antes de que abras esos ojos tuyos verde mar. Te autorizo a comprar cualquier cosa que consideres necesaria para la boda.

Miranda se apartó bruscamente y él inmediatamente experimentó una sensación de pérdida. Furiosa, replicó:

– ¿Me autorizas? No necesito tu permiso para gastar mi dinero-declaró, indignada.

Jared trató de hacérselo comprender con la máxima diplomacia.

– Me temo que sí. Miranda. Legalmente eres menor de edad y soy tu tutor.

– Oh.

– Mi dulce Miranda, no pelees conmigo.

– Nunca dejaré de pelear contigo -murmuró de pronto, rabiosa-. ¡Nunca!

– Creo -le respondió gravemente- que llegará el día en que tendrás que hacerlo, querida. -Se inclinó para volver a tomarla en sus brazos, tocó sus labios en un beso rápido y salvaje que la dejó sin aliento. Luego la soltó y le dijo-: Buenas noches, querida fierecilla. Te deseo felices sueños.

Y se fue.

Miranda permaneció al aire frío de la noche arrebujándose nerviosamente en su chal. Todo estaba sucediendo demasiado deprisa. Iba a casarse con un hombre a quien ni siquiera conocía, un hombre que podía dejarla desarmada con un beso y que prometía… no, que la amenazaba con voz que no admitía negativas de que un día lo amaría.

¿Por qué tenía tanto miedo de enamorarse? Los hombres, según le habían enseñado, eran superiores a las mujeres. ¿Acaso no decía la Biblia que Dios creó primero al hombre, y después, como si se le ocurriera de pronto, creó a la mujer? Miranda se había preguntado muchas veces cómo, sí las mujeres eran tan insignificantes, se había molestado Dios en crearlas. No quería tener dueño. Se casaría con Jared Dunham porque era el único medio de conservar Wyndsong y la fortuna de su padre, pero nunca lo amaría. Porque amarlo sería como darle ventaja sobre ella.

Resuelto el problema, volvió al salón. Estaba vacío, solamente iluminado por el rescoldo, cuidadosamente recogido para la noche.

Fuera, en el vestíbulo, le habían dejado una palmatoria encendida; la cogió y subió. La casa estaba en silencio. Utilizó la vela para encender sus propios candelabros y encontró su camisón preparado, así como una palangana de agua tibia.

Se desnudó rápidamente porque el aire era fresco, y se lavó la cara, las manos y los dientes. Deslizándose bajo los cobertores agradeció a Jemima que hubiera colocado un ladrillo caliente envuelto en franela a los pies de la cama.

– ¡Miranda! -le llegó un susurro.

– Mandy, te creía dormida.

– ¿Puedo pasar?

– Sí -respondió Miranda, apartando la ropa de cama.

Amanda dejó su palmatoria sobre la mesita y se apresuró a meterse en la cama de su hermana.

– ¿Estás bien, hermana? -preguntó Amanda, angustiada.

– Sí.

– Jared es muy autoritario. Estoy encantada de haber estado ya comprometida con Adrián. ¿Te desmayaste cuando te besó?

– No he dicho que me hubiera besado.

– Bien, pero no puedo creer que no lo hiciera.

– Pues, sí.

– ¿Y no te desmayaste?

– ¡Claro que no!

– ¡Vamos, hermanita! Sé perfectamente que Jared ha sido el primero en besarte. ¿Vas a decirme que no sentiste nada? No puedo creerte.

– Yo… ¡me sentí poseída! No me gustó.

– Oh, Miranda, Jared compartió tus sentimientos porque, si te sentiste poseída, también lo poseíste a él. Es el efecto de un beso entre dos personas -explicó dulcemente Amanda.

– Hablas con mucha autoridad, hermanita -fue la burlona respuesta, pero Amanda notó confusión en la burla.

– ¡0h, Miranda, qué boba eres! Claro que hablo con autoridad, puesto que he estado besando desde que tenía doce años. Y en cinco años y medio he aprendido algo acerca de besos. -Soltó una risita-. Debes escucharme, hermana, porque mamá no te dirá nada el día de tu boda, excepto que obedezcas a tu marido. Y aunque los hombres dan una gran importancia a la virginidad de la novia, la absoluta inocencia puede resultar peligrosa. Nuestro tutor es un hombre magnífico y me imagino que cuando finalmente hagáis el amor, será como una tormenta maravillosa y desatada.

– ¡Amanda! -Miranda estaba avergonzada y de pronto la intimidó su gemela, porque le parecía una desconocida-. ¿ Cómo puedes saber tantas cosas? ¡Espero que no te habrás atrevido a hacer algo inconveniente!

Al principio Amanda pareció ofendida, después se echó a reír con picardía.

– Oh, hermanita, si pasaras más tiempo con mujeres y menos tiempo con tus libros, sabrías lo mismo que yo… y sin poner tu virtud en peligro. Las mujeres intercambian información.

– Tengo sueño, Mandy -murmuró Miranda, turbada.

– ¡Ah, no, Miranda! No te escaparás de mis lecciones. Vamos, cariño, ¿no me ayudabas tú con los estudios cuando éramos pequeñas? Déjame que ahora te devuelva el favor.

Miranda suspiró.

– Si no hay más remedio… Estoy viendo que no vas a dejarme en paz hasta que me lo hayas contado todo. -Se incorporó, cruzó las piernas y empezó a trenzar su larga cabellera, una tarea que había olvidado hacer antes de acostarse.

Amanda disimuló una sonrisa mientras tiraba del cobertor sobre sus hombros para calentarse. Sus ricitos rubios escapaban de su gorro de dormir de batista y encaje. El gorro se sujetaba bajo la barbilla con cintas de seda rosa.

– ¿Te ha tocado Jared? -preguntó.

– ¿Qué? -El tono de voz de Miranda era una confirmación.

– ¡Vaya, veo que es atrevido! -murmuró Amanda-. Casi te envidio, pero no creo que fuera capaz de soportar tanta pasión como veo en esos ojos verdes. ¿Dónde te tocó?

– En… en el pecho -fue la respuesta musitada.

– ¿Te gustó?

– ¡No! ¡No! Me hizo sentir calor y frío… y desamparo. ¡No quiero tener esa sensación!

– Bien, también él lo sentirá más tarde -fue la sorprendente respuesta.

– ¿También?

– Si. Primero debes ceder tú a él, luego él cederá contigo y al fin, juntos, alcanzaréis el paraíso.

– ¿Cómo puedes saber tantas cosas?

– Mis amigas de Londres, Miranda. Las que tú consideras demasiado tontas para disfrutar su compañía.

– Pues las considero aún más tontas después de haber oído lo que me has contado hasta ahora, Mandy. ¿Cómo puedes creer semejantes sandeces?

– Sé que cuando Adrián me besa, muero mil veces, y cuando me acaricia los pechos me siento en la gloria. ¡Deseo que llegue el día en que podamos ser realmente uno solo! Había esperado tener la oportunidad de instruirte en estos asuntos por experiencia personal, pero de pronto vas a casarte antes que yo, así que sólo puedo contarte lo que he aprendido hasta ahora y lo que me han contado mis amigas casadas.

– Vamos a acostarnos, Amanda.

– No. ¿Has visto alguna vez a un hombre desnudo?