– ¡Santo Cielo, no! -Y con curiosidad añadió-: ¿Y tú?
– ¡Yo sí!
– Oh, Amanda, ¿qué has hecho?
Su hermana se echó a reír, encantada.
– ¡Vaya, Miranda, creo que te he escandalizado! -Volvió a reírse-. ¿Recuerdas el verano pasado cuando me fui de excursión con unos amigos fuera de Londres? Éramos todo un grupo y llevábamos a lord y lady Bradley de carabinas. Era un día muy caluroso y a eso de media tarde decidimos bañarnos en el arroyo que cruza el prado en el que habíamos comido.
"Los chicos se fueron a un recodo del arroyo, mientras que nosotras nos quedamos allá. Nos quitamos los trajes y las enaguas y nos dejamos sólo las chambras y los pantalones. Gracias a ti sé nadar y lo mismo mi amiga Suzanne. Decidimos ir arroyo abajo y esperar a los hombres, y así lo hicimos.
“Conseguimos mucho más de lo que esperábamos, te lo aseguro. ¡Los chicos estaban completamente desnudos! Miranda… ¿te has fijado en cómo están hechos los caballos?
Al ver que su hermana guardaba silencio, Amanda continuó. Miranda estaba silenciosa, bien porque no supiera nada, o porque prefería no discutir lo que había observado en el reino animal. Miranda, siendo como era, no iba a hablar a menos que deseara hacerlo. Respirando profundamente, Amanda prosiguió:
– Los hombres tienen, bueno… unos apéndices que les cuelgan entre las piernas, lo mismo que los animales. Unos los tienen grandes y otros, pequeños, unos más largos, otros cortos. Pero todos los tienen. Y tienen un triángulo peludo, como nosotras. Algunos incluso tienen pelo en el pecho y en brazos y piernas.
– ¡Y os quedasteis allí, mirándolos! -exclamó Miranda, horrorizada.
– ¡Óyeme! No tardaron en llegar unas muchachas. Eran gitanas, estoy segura… muchachas descaradas con grandes pechos y pelo oscuro. Llamaron a los chicos, bromearon con ellos, y luego las invitaron a nadar. Pues bien. Miranda, esas chicas se quitaron la ropa, faldas y blusas… no llevaban nada debajo: ni chambras, ni medias, ni nada… y se quedaron tan desnudas como los hombres.
»No les daba ninguna vergüenza saltar en el agua y juguetear con los hombres. Durante un rato fue lo único que hicieron y entonces los apéndices de los hombres cambiaron de aspecto, crecieron y sobresalieron de sus cuerpos.
«Poco después, las muchachas se tendieron en la hierba con las piernas abiertas y cada hombre se arrodilló entre las piernas de una muchacha, luego empujaron el apéndice tieso adentro y afuera de sus cuerpos hasta que ellos se desplomaron. Las muchachas gritaban, pero no parecía que lo hicieran por dolor. Vimos que cuando los hombres se incorporaron sus apéndices volvían a estar blandos.
– ¿Y qué hacían los hombres con las gitanas?
– ¡Hacían el amor! Caroline dice que tener a un hombre dentro de una es una sensación deliciosa, aunque debo confesar que las gitanas me parecieron raras. Lo mismo que los hombres. En todo caso, Caroline asegura que la primera vez duele, cuando una es virgen todavía, pero que después de esa vez no vuelves a sentir dolor. Y…
Amanda se calló, casi impresionada por su propio conocimiento.
Luego añadió alegremente:
– ¡Oh, sí! Los niños nacen por la abertura que utilizamos para hacer el amor.
– Pero ¿cómo puede ser, Amanda? -Miranda empezaba a experimentar dudas-. ¿Todo un niño pasando por allí? No me parece normal.
– Caroline dice que el cuerpo se ensancha. Debería saberlo. ¡Ya tiene un hijo! -exclamó Amanda, defendiendo valientemente a su amiga.
– Por lo visto Caroline sabe muchas cosas -bufó Miranda-. Me pregunto por qué no dejó que esto lo explicara mamá.
– El día en que te cases con Jared Dunham -rió Amanda- mamá no te explicará nada. Te dirá que confíes en Dios y que obedezcas en todo a tu marido. Si se ha tomado suficiente ponche de ron, te dirá que hay ciertas cosas en el matrimonio que son necesarias pero desagradables. ¡Te dejará creyendo que los niños se encuentran bajo las setas y las coles!
Miranda estaba asombrada. ¡Durante todos esos años había creído que protegía a Amanda, la dulce, la menos lista, de la brutalidad del mundo! Ahora resultaba que la pequeña Amanda sabía bastante más de lo necesario para sobrevivir en un mundo de hombres. A su modo plácido, Amanda era muy fuerte.
– ¿Tienes más preguntas? -preguntó Amanda, tranquila.
– No. Parece que las has contestado todas.
– ¡Bien! La verdad, no es justo mandar a una chica al lecho matrimonial ignorante de todo -concluyó Amanda.
– Una cosa más, hermana.
– Si se supone que una joven es virgen en su noche de bodas, entonces, ¿de dónde han sacado los hombres su experiencia?
– Miranda, en el mundo hay chicas buenas y chicas malas. No todas las malas son necesariamente gitanas.
El gran reloj del vestíbulo dio las diez.
– Acuéstate, Amanda -dijo la hermana mayor.
– ¡Muy bien! Me siento mucho mejor después de haber hablado contigo, Miranda. -Bajó de la cama, recogió su vela casi extinguida y le dijo-: Sueña con los angelitos, cariño. -Luego se marchó y cerró la puerta tras ella.
Miranda ahuecó los almohadas, tiró del cobertor hasta cubrirse los hombros y pensó irritada: «Vaya sarta de molestias va a ser todo esto.»
«Ahora voy a ser una mujer -se dijo con tristeza-, y creo que no me gustará en absoluto, Pero ¡oh, papá!, no voy a abandonar Wyndsong. Haré lo que debo.»
Con esta resolución se sumió en un sueño tranquilo.
4
Una muerte trágica, y maldita sea… perdón, señoras… condenadamente innecesaria -exclamó John Dunham, acariciándose las grises patillas-. Así que, Jared, estás en posesión de tu herencia y vas a ser lord de Wyndsong Manor, ¿Has tenido oportunidad de ver si en la isla hay espacio para un astillero? No te preocupes por los trabajadores especializados, porque tenemos más que suficientes; les construiremos una aldea junto al astillero. Tengo entendido que hay un gran bosque de maderas duras y blandas. ¡Bien! No tendremos que importar madera para construir los barcos.
Imaginando la reacción de Miranda al discurso de su padre, Jared casi se echó a reír. En cambio dijo con voz tranquila:
– No construiremos ningún astillero en Wyndsong, padre. La finca es extremadamente próspera como granja y los caballos que se crían en ella tienen merecida fama. Un astillero dejaría aquella tierra verde y fértil completamente yerma en pocos años. Mi herencia no valdría gran cosa. Si destruyo Wyndsong, ¿qué recibirán mis hijos?
– Debes casarte para tener hijos, Jared -observó su madre, cazando la oportunidad al vuelo.
– Otra parte de mis noticias, madre, es que voy a casarme dentro de poco. He venido precisamente a casa para invitaros a que asistáis a mi boda.
– ¡Cielos! -Elizabeth Lightbody Dunham se recostó en su silla, jadeando. Su hija, Bess Cabot, y su nuera Charity empezaron a abanicarla Inmediatamente y a darle palmadas en las muñecas.
– ¡Enhorabuena! -exclamó Jonathan, sonriente-. No me cabe duda de que estará hecha a tu medida.
– Hermano, John, no tienes idea de cuánta razón tienes
– Aunque tengas treinta años -tronó John Dunham-, debo aprobar la elección o no tendrás mi bendición. Has evitado a toda muchacha respetable de Plymouth desde que te hiciste hombre y ahora me vienes con que has heredado Wyndsong y que vas a casarte. ¿Quién diablos es esta mujer? ¡Alguna cazadora de fortunas sin duda! ¡Nunca has tenido cabeza! ¡Te negaste a ocupar tu puesto aquí en los astilleros y yéndote a Europa continuamente!
Jared sintió que la indignación bullía en su interior, pero logró contenerse. Le divertía oír a su padre amenazándolo con dejarlo sin su bendición. El viejo le había estado atosigando durante años para que se casara.
– Creo que aprobarás mi elección de esposa, padre. Es joven, es una heredera y de una familia distinguida que tú conoces personalmente. Como John, me enamoré a primera vista.