Ser una mujer casada presuponía ciertas responsabilidades. Pero si incluso podía ser madre al cabo de un año. ¡Madre! La idea le produjo un montón de dudas. Desde luego, tendría que madurar antes de poder criar a un hijo. ¡Oh, Dios! ¿En qué se estaba metiendo?
En los días siguientes. Miranda estuvo extrañamente mansa y su madre temió que hubiese caído enferma. No montaba a caballo, sino que se quedaba en casa, vagando por la mansión y haciendo preguntas sobre cosas domésticas. Amanda comprendía y se preguntó qué podía haberle dicho Jared para transformar a su rebelde hermana en semejante y dócil criatura. También se preguntó cuánto tiempo duraría. La pregunta quedó contestada en el curso de la semana, cuando una Miranda apagada y exhausta por todo un día de hacer mermelada rompió a llorar en la mesa.
Jared se levantó de un salto y estuvo al instante a su lado, claramente preocupado, para gran diversión de Amanda.
– ¡No puedo hacerlo! -sollozaba Miranda-. Simplemente, no puedo. ¡Odio las tareas del hogar! Oh, Jared, ¿cómo puedo llegar a ser una buena ama de casa? He quemado la mermelada, he estropeado todo un bacalao al salarlo demasiado, mis tartas de calabaza están demasiado especiadas, el jabón que he hecho huele más a cerdo que a perfume, y mis velas humean.
Jared, tranquilizado, contuvo la risa.
– Oh, fierecilla, no me comprendiste. No quiero que seas lo que no eres. Sólo quería que comprendieras cómo se lleva una casa. No es necesario que tú hagas mermelada, o jabón o que sales el bacalao. Tenemos servicio para estos trabajos. Tú sólo necesitas saber cómo se hace, para supervisar. -Le cogió una mano y le besó la palma-. Esta manita es más hábil para otras cosas -murmuró de modo que sólo ella pudiera oírlo, y el rubor tiñó las mejillas de Miranda.
Dorothea se preguntó acerca de esta intimidad entre su hija y Jared. Cierto, iban a casarse dentro de poco, pero ¿era correcto que rodeara a Miranda con su brazo? Se había enterado por Jemima que la otra noche él había subido la bandeja al dormitorio de Miranda y que tardó más de media hora en salir. Dorothea descubrió sorprendida que estaba celosa. Después de todo, aún era joven para amar. La visión de Miranda y Jared le dolía al recordar cómo estaban las cosas entre ella y Thomas. Suspiró por lo bajo. ¿Había terminado la vida para ella? ¿Quién sabía?
Las siguientes semanas transcurrieron rápidamente como preparación final para la boda. Tanto el novio como la novia las pasaron por alto, cabalgaban por la isla cuando el tiempo era bueno y se encerraban en la biblioteca cuando era malo. A veces Amanda los acompañaba, y estaba entusiasmada al ver lo bien que se adaptaban.
Los Dunham de Plymouth llegaron en masa: seis adultos y cinco niños. Después de un primer momento incómoda, ambas familias encajaron. Elizabeth Lightbody Dunham y Dorothea van Steen Dunham se hicieron amigas rápidamente. La madre de Jared estaba encantada con Miranda, que se portaba de maravilla. Dorothea, que estaba más acostumbrada a que la felicitaran por Amanda, lo reconoció.
– Naturalmente -asintió Elizabeth-. Tu pequeña Amanda es una perfección y sin duda será una esposa perfecta para lord Swynford. Pero no habría servido para Jared. Miranda tiene espíritu. Llevará a mi hijo por el camino de la amargura, que es exactamente lo que necesita. Nunca estará del todo seguro de ella y en consecuencia siempre la tratará divinamente. Sí, mi querida Dorothea, estoy más que satisfecha con Miranda.
El día de San Nicolás amaneció claro y frío. Apenas asomó el sol por el horizonte, proyectando sus cálidos dedos dorados sobre el agua azul de la bahía, cuando los botes zarparon de ambas rías de Long Island en dirección a Wyndsong Manor. Entre los invitados estarían los Horton, Young, Tutill, y Albertson; Jewel, Boisseau, Latham, y Goldsmith; Terry, Welles y Edwards. Los Sylvester de Sheker Island asistirían, así como los Fiske de Plum Island y los Gardiner de la isla vecina de Wyndsong. La casa estaba ya llena de Dunham y, desde unos días antes, habían empezado a llegar parientes y amigos íntimos de Dorothea desde el valle del Hudson y de la ciudad de Nueva York.
La abuela Van Steen de las gemelas, Judith, vivía aún con su cabello rojizo ahora completamente blanco, pero con los ojos tan azules como siempre. Lo mismo que su hija Dorothea y su nieta Amanda, era menuda y llenita. Cuando vio a Jared por primera vez, comentó:
– Parece un pirata… un pirata elegante, pero pirata al fin. Será la pareja perfecta para esa salvaje Miranda, no cabe duda.
– ¡Santo Dios, madre! ¡Qué cosas dices! -Cornelius van Steen, el joven dueño de Torwyck Manor, parecía turbado-. Debo excusarme por mi madre, damas y caballeros. -Se inclinó ante los Dunham y Van Steen reunidos.
– Nadie, Cornelius, debe excusarse en mi nombre -exclamó la vieja señora Van Steen-. ¡Válgame Dios, qué puritano eres! No puedo entender cómo engendré semejante hijo. Mi observación quería ser un cumplido y Jared lo entendió así, ¿no es cierto, muchacho?
– En efecto, señora, he comprendido exactamente lo que ha querido decir -respondió Jared, y los ojos le brillaron cuando alzó la enjoyada y gordezuela mano para besarla.
– ¡Bendito sea! ¡Y además es un pícaro! -añadió la anciana.
– ¡En efecto, también lo soy!
– Ja, ja, ja -rió la vieja señora-. ¡Ah, ojalá fuera treinta años más joven, muchacho!
– No me cabe la menor duda de cómo sería, señora -fue la inmediata respuesta y para puntuar su observación alzó una de sus negras cejas.
Miranda rió al recordar el incidente. Estaba mirando por la ventana de su alcoba la salida del sol. Iba a ser un día maravilloso. Detrás de ella el fuego de leña de manzano crepitaba en la chimenea. Amanda, adormilada, preguntó desde la cama:-¿Ya estás levantada? -El número de invitados hacía necesario que compartieran una cama aquellos últimos días.
– Sí, estoy despierta. No podía dormir.
Miranda miró a su alrededor. Hoy dormiría en la habitación principal, recién decorada, y durante muchos días había vivido con aquella idea. Toda su vida, ésta había sido su alcoba. Su cama ancha, de baldaquino con doseles de lino blanco y verde tejido en casa. Las columnas de la cama, de cerezo, eran torneadas. De pequeña, tendida en la cama, había imaginado lo que sería deslizarse por ellas, girando y girando hasta que se quedara mareada y dormida. Había una preciosa cómoda de cerezo con remates flameados contra un macetero de la habitación, con sus tiradores de cobre siempre relucientes. El tocador se lo regalaron cuando cumplió catorce años, con un espejo incluido, precioso, perfecto, sin manchas. Había una mesilla redonda junto a la chimenea y al otro lado un sillón de madera, de brazos, con un cojín de terciopelo verde.
La alcoba principal había sido redecorada de nuevo para ella y Jared. El trabajo había durado semanas. No tenía ni idea de cómo sería, porque él había querido darle una sorpresa. Por lo menos no había sido el dormitorio de sus padres, pensó con alivio. Cuando Thomas y Dorothea se casaron, los abuelos aún estaban viviendo en la casa. Su bisabuelo había muerto en 1790 y sus abuelos habían pasado a ocupar la habitación principal. Pero cuando su abuela Dunham murió, el abuelo no abandonó el dormitorio. Cuando falleció, cuatro años atrás, sus padres decidieron quedarse en la alcoba donde habían vivido durante más de veinte años. Así que en realidad era la alcoba del abuelo la que se había rehecho para ella y Jared.
El pequeño reloj de la repisa de la chimenea, con su esfera pintada, marcaba las siete y media y Amanda protestó:
– ¿Por qué demonios elegiste las diez de la mañana para casarte? Yo no pienso hacerlo hasta la tarde.
– Fue idea de Jared.
– ¿Hace buen día?
– Sí. Cielo azul, sin nubes, soleado. La bahía está llena de barcos; vienen de todas partes. Me recuerda los desayunos de caza que solía organizar papá.