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Amanda salió a regañadientes de la cama, protestando por la frialdad del suelo.

– Será mejor que empecemos a prepararnos -suspiró.

En aquel momento llegó Jemima con una bandeja muy cargada.

– No me digan que no van a comer, porque Dios sabe cuándo volverán a hacerlo, sobre todo con la plaga de langosta que hay abajo. «Sírvales un desayuno ligero», dijo mamá, así que la cocinera ha preparado seis jamones y montones de huevos, pan, café, té y chocolate. Tres de los jamones ya han desaparecido y falta aún la mitad de los invitados. -Plantó la bandeja encima de la mesa-. Dentro de una hora tendré el agua caliente para sus baños. -Luego salió disparada.

– ¡Estoy hambrienta! -anunció Miranda.

– ¿De verdad? -Amanda se asombró-. ¿Hambrienta en la mañana de tu boda? Siempre has tenido nervios de acero, hermana.

– ¡Puedes ponerte nerviosa por mí, Mandy, y me comeré también tu parte!

– ¡No, no lo harás! Además, no es mi boda-rió Amanda descubriendo la bandeja. Había dos platos con huevos revueltos ligeros como plumas y finas rebanadas de jamón-. ¡Oh, deliciosos! Nunca he probado huevos como los que hace nuestra cocinera -observó.

– Es por la crema de leche, el queso de la granja y los cebollinos-respondió Miranda, quien embadurnaba de mantequilla un cruasán perfecto para luego recubrirlo generosamente de mermelada de frambuesa.

Amanda se quedó con la boca abierta.

– ¿Cómo sabes todo esto?

– Lo pregunté. Sírveme chocolate, ¿ quieres, cariño? El secreto del chocolate es el toque de canela.

– ¡Santo Dios! -exclamó Amanda.

Terminado el desayuno, ambas bañeras fueron preparadas y llenadas de agua caliente. Se habían lavado el pelo el día anterior, sabiendo que no tendrían tiempo por la mañana. Ya secas y en bata, esperaron a que les trajeran los trajes. Dorothea había deseado que Miranda luciera su traje de novia, pero era demasiado alta y delgada.

Si el traje se hubiera modificado para que pudiera llevarlo Miranda, Amanda no habría podido lucirlo en junio, y tal como estaba era perfecto para la menor. Así que madame Dupre, una conocida modista de Nueva York, había sido traída de la ciudad para que cosiera el traje de Miranda, el de Amanda como dama de honor y el trousseau.

El blanco puro no favorecía a Miranda, así que su traje era de terciopelo color marfil. El traje era de última moda, con mangas cortas bordeadas de encaje y una cintura justo debajo del pecho. El escote profundo y cuadrado estaba también ribeteado de encaje y la falda estaba rematada por una banda de cinco centímetros de plumas de cisne. Miranda lucía una hilera de perlas perfectamente regulares alrededor de su esbelto cuello.

El cabello oro pálido de Miranda estaba partido en el centro y recogido en un moño bajo en la nuca, excepto por un par de delgados rizos a ambos lados de su cara en forma de corazón. Como remate llevaba una coronita de pequeñas rosas blancas que sujetaba un velo largo y tan fino que parecía tejido de luz. La coronita de rosas procedía del pequeño invernadero de la mansión y hacía juego con el ramo que llevaba hojas de helecho verde además de las rosas pequeñas y blancas. El ramo llevaba un lazo de cinta oro pálido.

La menuda Amanda parecía un delicioso bombón vestida de terciopelo rosa pálido de idéntico diseño que el de su hermana. Las rosas sobre su cabello rubio eran de color rojo chino, lo mismo que las que formaban, junto con pino, su ramillete.

A las diez menos diez, las gemelas estaban listas y Amanda ordenó:

– Que llamen al tío Cornelius y empecemos ya la ceremonia.

– ¿Tan pronto? -exclamó Miranda, divertida pese a las cosquillas que de pronto se le habían manifestado en la base de su estómago-. ¿Tienes miedo de que me eche atrás, Amanda?

– ¡No! ¡No! Pero trae suerte empezar una boda cuando las agujas del reloj se mueven hacia arriba, no hacia abajo.

– Entonces, ¿a qué esperamos? Además, todas las chismosas locales dirán lo ansiosa que estaba por casarme con Jared. Las decepcionaría si hiciera lo establecido.

Amanda se echó a reír encantada. Ésta era la hermana que conocía y quería. Corrió en busca de su tío, que protestó por empezar antes de hora, hasta que Amanda le sugirió con picardía que la novia había estado dudando del matrimonio. Horrorizado por la posibilidad de un escándalo, el presumido y convencional Cornelius van Steen se apresuró a llevar a su sobrina al altar, agradecido al hacerlo de que el Señor le hubiera dado solamente hijas dóciles.

La ceremonia matrimonial se celebró en el salón principal de la casa. La estancia rectangular estaba pintada de amarillo pálido, lo que la hacía luminosa y alegre. El techo tenía molduras de yeso en forma de hojas, y una pieza central adornada con una decoración oval de rosetones en relieve.

Los largos ventanales, dos mirando al sur y tres al este, tenían cortinajes de raso blanco y amarillo. Los suelos de roble pulido y brillante se cubrían con una extraordinaria alfombra de Tabriz del siglo XVI, bordada con todo tipo de animales. Para la ceremonia se habían retirado todos los muebles de caoba Reina Ana y Chippendale, y los sillones tapizados habían sido trasladados a otra parte. Se había montado un pequeño altar delante de la chimenea decorada a ambos lados por grandes cestas de mimbre llenas de rosas, pino, nueces doradas y piñas, y encima de la chimenea pendía una corona a juego.

La estancia estaba ya abarrotada cuando Amanda, dulce y grave, precedió a su hermana a través del salón hacia el altar, donde Jared, Jonathan y el sacerdote las esperaban. La menuda gemela provocó exclamaciones de envidia por parte de las jóvenes que asistían a la ceremonia y suspiros de pena de los jóvenes del país, quienes se habían enterado de que Amanda había entregado ya su corazón a un milord inglés. El sol de la mañana inundaba la preciosa estancia, haciendo las velas innecesarias. El calor del fuego y el del sol que penetraba por las ventanas se unían para caldear la habitación y las decoraciones florales se abrieron ansiosas por perfumar el salón.

Todos los ojos se habían vuelto a la entrada del salón, donde la bella y encantadora novia apareció del brazo de su nervioso tío, y se deslizó adelante para encontrarse con su destino. Dorothea, Elizabeth y la anciana Judith lloriquearon visiblemente cuando la novia pasó ante ellas, y la hermana de Jared, Bess y su cuñada Charity se llevaron delicadamente el pañuelo a los ojos. Miranda miró la estancia repleta de gente, maravillada de que una boda pudiera haberles hecho llegar a través de varías millas de mar abierto en un día de diciembre.

Jared contemplaba tranquilo cómo venía hacía él, preguntándose qué estaría pensando. Se le hizo un nudo en la garganta al verla, porque estaba más hermosa que ninguna otra vez. Había en ella una elegancia, una serenidad que no había visto antes y halagaba su vanidad creer que en parte era responsable de esta nueva belleza.

Miranda salió de su ensueño al acercarse al pequeño altar. ¡Qué guapo estaba! Vio a varias jovencitas observándola con envidia y sonrió para sí. Realmente, era un hombre magnífico. Nunca había prestado demasiada atención a su forma de vestir, pero naturalmente hoy era diferente. Llevaba pantalones blancos ceñidos hasta la rodilla y sus altas botas de piel negra bruñidas para que brillaran. Se preguntó si empleaba para ello champaña y betún negro como hacían en Londres. Su camisa blanca era de última moda londinense, con cuello alto. La casaca era de terciopelo verde oscuro, con faldones detrás, corta por delante v adornada con botones de oro. La corbata estaba anudada al estilo llamado Cascada.

Junto a Jared se encontraba Jonathan, con un traje igual al de su hermano. Miranda había descubierto que algunas personas apenas podían distinguirlos, pero a sus ojos eran tan diferentes como el día y la noche.

Miranda, sobresaltada, sintió que su tío Cornelius entregaba su mano a Jared.