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– Amados hermanos -empezó el sacerdote anglicano. Había venido de Huntingtown para celebrar la ceremonia, porque los Dunham de Wyndsong pertenecían a la Iglesia anglicana. Miranda estaba tan absorta en las palabras que ni siquiera tuvo oportunidad de mirar a Jared-. Espero y requiero de vosotros lo mismo que responderéis el terrible día del Juicio Final, cuando todos los secretos del corazón queden al descubierto -pronunció ominosamente el sacerdote, y el pulso de Miranda se aceleró. Nunca había pensado tan seriamente en el matrimonio. Lo único que quería era Wyndsong y la fortuna de papá, lo cual significaría la felicidad de Amanda con lord Swynford.

¿Estaba haciendo lo apropiado casándose con Jared cuando no lo amaba? Bueno, al menos había dejado de aborrecerlo.

Como si captara sus pensamientos, Jared estrechó su mano, tranquilizándola.

– Jared, ¿quieres tomar esta mujer por esposa, para vivir juntos según la ley de Dios en el santo estado del matrimonio? ¿La amarás, honrarás, consolarás y la mantendrás en la enfermedad y en la salud y olvidando a todas las demás, la tendrás sólo para ti mientras viváis?

– Sí, quiero. -Su voz profunda resonó con firmeza.

– Miranda Charlotte…

Se sobresaltó al oír su nombre completo y por un instante se distrajo.

– Lo amarás, honrarás, consolarás y obedecerás…

¡no lo sé! Sí, sí… pero no siempre, no sí se equivoca y yo tengo razón, pensó obstinada. ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué me lo pones tan difícil?

– … mientras viváis? -terminó el sacerdote.

La respuesta se le atragantó un instante ante la terrible idea. «Esto es para siempre», pensó fugazmente. Enloquecida, miró a través de una bruma a su hermana y a su tío, que la contemplaban ambos como si esperaran que estallara un volcán. Sus ojos se posaron en Jared y, aunque los labios del hombre no se movieron, Miranda hubiese jurado que le oyó decir dulcemente: «Calma fierecilla.» Recobró la razón:

– Sí, quiero -respondió a media voz.

La ceremonia continuó. Un precioso aro de oro salpicado de estrellitas de diamantes fue colocado suavemente en su dedo y, por alguna curiosa razón, sintió que las lágrimas le escocían. Finalmente fueron declarados marido y mujer y el sonriente sacerdote dijo a Jared: «Puede besar a la novia, señor.» Jared se inclinó con ternura y la besó mientras los asistentes aplaudían.

A los pocos minutos se encontraron en la entrada del salón recibiendo felicitaciones. Miranda no tardó en estar sonrojada por los besos de los invitados varones, quienes insistieron en el tradicional beso de suerte para la novia. Lo soportó todo, saludando graciosamente a cada invitado, cada tributo, con una palabra amable para todos. Jared se enorgulleció de ella. Ante el reto, había reaccionado bien.

Algunas de sus amistades femeninas trataron celosamente de llevarla a una demostración de su famoso carácter, pero Miranda las manejó como una veterana.

– ¡Por Dios, Miranda! -murmuró Susannah Terry con dulzura-.¡Qué noviazgo tan corto! Pero claro, no ibas a hacer lo convencional.

– Papá lo quiso así -respondió Miranda con la misma dulzura-.¿Todavía esperas a que Nathaniel Horton se te declare? ¿Cuánto tiempo lleva cortejándote? ¿Dos años?

Susannah Terry se escabulló y Miranda oyó la risita de su marido:-¡Qué lengua tan venenosa tienes, señora Dunham!

– Ah, señor mío, tenía que proteger nuestra reputación. Todos saben que Susannah es una cotilla.

– Entonces, démosle algo de qué cotillear -murmuró, besándola en el cuello, lo que la hizo sonrojarse-. Que se comente que ya deseo a mi mujer apenas terminada la ceremonia.

– ¡Jared! -suplicó.

– ¿Acaso la molesta el caballero, señora? Siempre ha sido un descarado. ¡Santo cielo, hermano, compórtate!

– La moza me enloquece, Jonathan.

– ¿Queréis dejar de hacer el tonto los dos? Me estáis poniendo en evidencia -protestó Miranda-. Voy a dejaros para dar una vuelta entre los invitados antes de que sirvan el refrigerio. -Y se perdió entre la gente.

– He estado observándote con ella toda la semana, Jared, y esta mañana, cuando ha tenido aquel momento de pánico, has estado más angustiado que nunca. La amas, pero ella aún no. ¿Sabe acaso lo que sientes por ella?

– No. Aconsejado por la dulce Amanda, no debo confesárselo hasta que ella admita sentir lo mismo por mí. Es tan inocente, Jon, que no quisiera asustarla por nada del mundo.

– Siempre has sido demasiado romántico, Jared, pero si estuviera en tu lugar la dejaría embarazada en cuanto pudiera. Nada calma a una mujer tanto como un niño.

Jared se echó a reír.

– Lo que me faltaba, Jon, una esposa infantil con un niño. No, gracias, espero pasar los próximos meses cortejando a mi mujer.

– Hacer la corte suele ocurrir antes del matrimonio, Jared, no después.

– Sólo cuando se trata de una mujer corriente, y creo que ambos estamos de acuerdo en que Miranda no lo es. Ni la situación tampoco. Ahora, hermano, pese a lo mucho que te quiero, sé que me perdonarás si me reúno con mi mujer.

Jon miró afectuosamente a su hermano. No tenía la menor duda de que con el tiempo Jared se ganaría a la esquiva Miranda. El mismo no sabía bien si hubiese tenido tanta paciencia. Prefería con mucho a su dulce y tranquila Charity. Las mujeres complicadas e inteligentes eran un agobio. Buscó a su esposa y la encontró con la mujer de Cornelius van Steen, Annette, comparando recetas de cocina. Rodeando con su brazo su cómoda cintura, la besó en la mejilla y ella se ruborizó de placer.

– ¿Por qué haces esto, Jon?

– Porque tú eres tú -le respondió.

– ¿Has tomado ponche de ron?

– Aún no, pero es una idea excelente. Señoras -galantemente les ofreció el brazo-, permitidme que os acompañe al bufé.

El comedor de gala de Wyndsong estaba frente al salón principal del otro lado del vestíbulo. Las puertas estaban abiertas de par en par. La estancia estaba pintada de un azul grisáceo y adornada con molduras blancas. Los largos ventanales tenían cortinas de raso azul oscuro salpicado de color beige y la araña de cristal con sus pantallas a prueba de viento era relativamente nueva, ya que fue el regalo del décimo aniversario de matrimonio, de Thomas a Dorothea. La mesa y las sillas Hepplewhite de caoba procedían de la tienda de Duncan Phyfe, en Nueva York. Las sillas estaban tapizadas de raso azul y beige. El aparador Hepplewhite de caoba con marquetería procedía también de Nueva York, de la tienda del ebanista Albert Anderson, que se encontraba en Maiden LaKe. A cada extremo del aparador había unas preciosas cajas de caoba para cuchillos, con un escudo de plata.

La mesa central había sido montada como un gran bufé. Cubierta con un mantel de hilo blanco, la mesa sostenía un centro de pino, acebo y rosas blancas montado sobre un gran cuenco de estaño. Estaba flanqueado por unos elegantes candelabros de plata donde ardían velas de cera perfumada.

Sobre la mesa había fuentes de ostras, mejillones y almejas, langostas pequeñas y patas de cangrejo preparadas con salsa de mostaza, así como ostras a la parrilla con mantequilla y a las hierbas. Había incluso una fuente de carne de cangrejo fría, acompañada de una salsera de estaño con mahonesa. También se veían diversas variedades de bacalao, platijas y pescado azul, abundantes en las aguas de Wyndsom.

Se habían asado cuatro enormes jamones recubiertos de azúcar moreno y salpicados de los caros y escasos clavos. Había medio ternero y medio venado, así como el plato preferido de Miranda: pavo relleno. También había dos ocas, ambas asadas y crujientes, rellenas de arroz silvestre.

Las verduras de por sí eran como un cuadro del cuerno de la abundancia. Junto a grandes cuencos de porcelana llenos de puré de calabacín regado con mantequilla fundida, había judías verdes con almendras, coliflores enteras, cebollas hervidas en leche, mantequilla y pimienta negra, y salsas. La receta de Dorothea para el puré de calabacín era la que había utilizado la cocinera, dado que era una favorita de la familia.