– ¿Mi marido te contrató?
– Sí, señora. Me dijo que creía que sería usted más feliz teniendo su propia doncella, y una de edad parecida. Palabra que la vieja Jemima se disgustó mucho al principio, pero su hermana le dijo: ¿Y quién se ocupará de mí, Mima, si tú no estás?. Esto gustó tanto a Jemima que no volvió a pensar en el asunto. -Sally Ann trabajaba tan deprisa como hablaba y pronto, avergonzada, Miranda se encontró desnuda. La doncella le pasó un sencillo y delicioso camisón de seda blanca con un gran escote y mangas anchas y flotantes rematadas por encajes-.Ahora siéntese en su tocador y le cepillaré el cabello. Cielos, qué precioso color, es como oro plateado.
Miranda permaneció sentada en silencio mientras Sally Ann charlaba, y sus ojos verde mar se fijaron en la habitación. Las ventanas con sus asientos acolchados, esquinados, mirando al oeste. Las paredes estaban pintadas de oro pálido y las molduras del techo y maderas eran de color blanco marfil. Los muebles eran todos de caoba, y entre ellos destacaba la cama de estilo Sheraton con altas columnas talladas.
El dosel y las caídas eran de algodón francés de color crema estampado con pequeñas espigas verdes; se llamaba toile dejouy. Por un instante, Miranda no pudo apartar los ojos de la cama. ¡Nunca había visto nada tan grande! Con un gran esfuerzo de voluntad, apartó los ojos de aquella cama para fijarlos en el resto del mobiliario de la alcoba. Había candelabros a ambos lados de la cama, cada uno con su soporte de plata y sus matacandelas. Frente a la cama estaba la chimenea con su preciosa repisa georgiana y con la parte delantera recubierta de mosaicos pintados con ejemplares de la flora local. A la izquierda de la chimenea había un gran sillón de orejas tapizado de damasco color oro viejo. A la derecha, una mesita redonda de Filadelfia, de tres patas, de caoba de Santo Domingo con los tres pies tallados, y dos butacas también de caoba, de Nueva York, tapizadas de satén color crema con espigas verdes. Los cortinajes de las ventanas hacían juego con las caídas de la cama, y sobre el suelo había una rara y preciosa alfombra china en color blanco y oro.
– Ya está, señora. ¡Dios mío!, si yo tuviera semejante cabello sería una princesa.
Miranda miró a su doncella; en realidad es como si la viera por primera vez. Le sonrió. Sally Ann era una muchacha fuerte y torpona con un rostro bondadoso y una atractiva sonrisa. Tenía el cabello color zanahoria, los ojos oscuros. Estaba cubierta de pecas y en conjunto resultaba tan sosa como el algodón blanco.
– Gracias, Sally Ann, pero yo encuentro que mi cabello es de un color un poco raro.
– ¿Tan raro como la luz de la luna, señora?
Miranda se conmovió.
– Hay algo de poeta en ti.
– ¿Necesitará algo más, señora?
– No. Puedes retirarte, Sally Ann.
La puerta se cerró tras la doncella y Miranda se levantó del tocador para seguir explorando. A la izquierda de la chimenea había una puerta abierta; al echar un vistazo comprendió que aquello sería ahora su vestidor. Estaba recién amueblado con un armario de Newport y una cómoda panzuda. Se adelantó más y descubrió que el vestidor de Jared estaba a continuación del suyo, con un arca de cajones de Charleston. El cuarto olía a tabaco y a hombre, y huyó nerviosa hacia su alcoba, donde se sentó ame una de las ventanas. El cielo era de color fuego y morado, oro y melocotón por la puesta del sol, y la bahía estaba oscura y en calma. Los árboles, ahora sin hojas, resaltaban en relieve sobre el poniente.
Al oír que Jared entraba en la alcoba. Miranda permaneció inmóvil. El cruzó la estancia silenciosamente y se sentó a su lado, luego le pasó el brazo por la cintura y la atrajo hacia él. En silencio contemplaron cómo huía el día hacia el oeste y el cielo se llenaba de oscuridad, adquiriendo un color azul profundo, mientras el horizonte se perfilaba en oro oscuro y la estrella vespertina resplandecía. Los dedos de Jared hicieron que el camisón se deslizara del hombro y sus labios depositaron un beso en la piel sedosa. Miranda se estremeció y él murmuró:
– Oh, Miranda, no tengas miedo de mí, sólo quiero amarte.
No dijo nada y el otro lado del camisón resbaló también hasta llegar a la cintura. Las grandes manos de Jared abarcaron sus senos y apretaron dulcemente la carne, y ella exhaló un suspiro entrecortado mientras se volvía a él, que empezaba a besar su pecho.
– ¡Oh, por favor, Jared! ¡Por favor!
– ¿Qué sucede? -murmuró con voz ronca.
Miranda olió el coñac en su aliento y se sorprendió.
– Has estado bebiendo -lo acusó, sintiéndose más valiente y decidida a apartarlo. Pero Jared la miró y ella se sobresaltó al ver sus ojos.
– Sí, he estado bebiendo, fierecilla. Es lo que se llama valor holandés.
– ¿Por qué?
– Para no perder los estribos contigo, novia mía. Para que tus bonitas protestas seguidas de tu genio vivo no entorpezcan mí propósito. Oh, no estoy borracho, Miranda, no te preocupes. Sólo he bebido una copa, lo bastante para endurecer mi corazón contra tus súplicas.
– ¿Cómo puedes desearme sabiendo que no te quiero?
– Mi amor, tú no sabes lo que quieres. Las vírgenes, lo sé por experiencia, en el mejor de los casos son muy caprichosas. ¡Deshagámonos de semejante inconveniente y después veremos!
Se puso en pie para levantarla y el camisón cayó a sus pies. Entonces la cogió en brazos y se la llevó a la cama, donde la dejó caer sin ceremonias. Miranda se revolvió para incorporarse y él, medio desnudo, quedó en desventaja. La joven esposa miró enloquecida alrededor, pero no tenía dónde refugiarse. Cautelosamente, se miraron a través de la cama, ella a un lado agarrada al cobertor para cubrir su desnudez; él en el otro, sereno y desnudo.
Lo miró retadora y él se excitó con sus pequeños y hermosos senos, con sus grandes pezones. Jadeaban de pasión y él, para poseerlos de nuevo, estaba tentado de atacarla. Miranda, intuyendo su preocupación, se atrevió a su primera mirada de cerca a un cuerpo masculino.
Los hombros y el pecho eran anchos, y terminaban en un vientre plano y unas caderas estrechas, Las piernas eran largas, así como los píes. Tenía el pecho ligeramente cubierto de vello oscuro, que terminaba en una línea trazada entre el ombligo y el triángulo oscuro que destacaba entre las piernas. Apartó los ojos rápidamente, evitando el sexo, y levantó la mirada hasta sus ojos fríos y escrutadores..
Esperó rígida a que él rodeara la cama y la tomara entre sus fuertes brazos. Sus bocas se encontraron y cuando Jared sintió el primer asomo de respuesta, le abrió dulcemente los labios y tomó su boca. Su lengua sedosa acarició la de ella con un ardor que la dejó vencida.
Su propia pasión la debilitó. Al percibirlo, Jared cayó con ella sobre la cama, sin abandonar sus labios en ningún momento. Miranda cayó sobre él y, avergonzada, sintió su cuerpo duro y viril bajo el suyo. Sus muslos poderosos estaban ligeramente cubiertos de vello oscuro y suave, y ella hubiese jurado que podía sentir la sangre que circulaba por sus piernas. El tierno vientre de Miranda estaba encima de su erección. Su mano acarició la larga espalda, sus nalgas redondas y ella se debatió para escapar a su contacto, apartando la cabeza de él con una sollozante negativa.
En respuesta la hizo resbalar a su lado, sujetándola debajo de él. Le besó los ojos, la nariz, la boca, el pecho y luego fue deslizando los labios hacia el vientre. Ella le agarró la cabeza, enloquecida, y Jared gimió frustrado, pero volvió a subir para besarle los senos mientras la buscaba con los dedos. Cuando aquellos elegantes dedos encontraron su objetivo, ella se mordió el labio para contener un grito.