– Tranquila, fierecilla -murmuró-. Tranquila, mi amor.
– ¡Oh, no! ¡Por favor, no! -suplicó medio llorando.
– Chiss, chiss, fierecilla, no te haré daño, pero debo averiguarlo.
– Y sus dedos siguieron tanteando con dulzura.
– ¿A… averiguar qu… qué? -Dios del cielo, empezaba a doler terriblemente-. ¡No! -Un dedo penetró en ella y suavemente se movió adelante y atrás con una cadencia que la atormentaba y que Miranda iba imitando involuntariamente con las caderas, empujando para encontrarlo.
La besó en la boca y encontró la sangre salada del labio mordido.
– Debo averiguar cómo está situada tu virginidad. Miranda -le respondió-. No quiero lastimarte más de lo preciso, mi amor.
– ¿Me harás daño? -Su voz tenía un toque de histeria y Jared lo percibió.
Lentamente, retiró los dedos de su cuerpo tembloroso.
– ¿Te habló tu madre de los deberes de una esposa, Miranda?
– No, dijo solamente que cuando Amanda y yo nos casáramos, nuestros maridos nos dirían todo lo que precisáramos saber.
Juró entre dientes. Su frívola suegra podía haberle facilitado las cosas. De pronto dijo su flamante esposa:
– Amanda me contó algo de las cosas de la vida.
– ¿Qué te dijo? -preguntó, preparado para oír un montón de sandeces, pero cuando Miranda le repitió las cosas que le había contado su hermana, Jared asintió-Lo que te dijo Amanda es básicamente correcto, fierecilla. Sólo quiero decirte una cosa y es que la primera vez sentirás dolor porque hay que romper tu virginidad, y eso te dolerá. -Miranda empezó a temblar, pero él la tranquilizó-. Sólo será un momento, mi amor, sólo un momento. Ven, amor mío, tócame como hace unas semanas.-Guió la mano de Miranda a su virilidad y ella, otra vez valiente, le acarició.
Ya se había endurecido y su tacto suave le hizo gemir.
– Quiero que lo mires. Sólo lo desconocido asusta, mi amor. Quiero amarte, no atemorizarte.
La joven alzó la cabeza y sus ojos lo recorrieron hacia abajo, desorbitándose a medida que se acercaba a la meta. El emblema de su hombría estaba erguido, como una pálida torre de marfil veteada de azul.
– Es enorme -murmuró y Jared le sonrió desde la penumbra de la alcoba iluminada solamente por el fuego. En su inocencia no se daba cuenta de la verdad de sus palabras, porque era mayor que el de muchos hombres.
El hombre alargó la mano y le acarició el rostro.
– Deseo amarte -declaró con voz profunda y apasionada que la estremeció-. Déjame amarte, cariño.
La mano resbaló a su hombro, al brazo, a la curva de su cadera. Tiernamente la recostó sobre las almohadas y fue besándola en los labios y en los senos estremecidos.
– No tengas miedo de mí. Miranda.
Pero Miranda notó que su resistencia se debilitaba. En aquel momento no comprendía por qué luchaba contra Jared. Deseaba terminar de una vez con su maldita virginidad y resolver el misterio. Una vez solucionada esta cuestión, seguramente quedaría libre de aquel deseo que la roía. Colocando las palmas de las manos contra el pecho de Jared, posó los ojos verde mar en las oscuras pupilas de su esposo y la asombró la intensidad de la pasión que vio en ellos. Comprendió, sorprendida, lo mucho que se controlaba en aquel momento, y el descubrimiento la conmovió.
– Ámame -le murmuró-. Quiero que me ames.
Cuando se puso encima de ella, la luz del fuego hizo brillar los ojos de Jared. Descansó sobre los talones y fue acariciándola suavemente. Miranda, a su contacto, sintió crecer su pasión y su abandono.
Lo observó como si su mente se separara de su cuerpo y él sonrió ante su curiosidad. Jared jugueteó con sus pezones, que se irguieron endurecidos. Sus manos siguieron acariciándola, moviéndose constantemente sobre su cuerpo excitado. La respiración de Jared se aceleró, así como su ansia de poseerla. Pero aún se contuvo.
La larga cabellera color platino estaba desordenada, y una fina capa de sudor cubría el cuerpo de Miranda. Con gran suavidad, Jared deslizó una mano entre los muslos de su esposa, y ella exhaló un grito ahogado.
– Tranquila, mi amor -la calmó y sus dedos trataron de nuevo de abrir sus labios inferiores.
Miranda estaba temblando y Jared comprendió que retrasarlo más sería una crueldad. Guiándose hacia el portal de su inocencia, penetró con cuidado. Ella lanzó un grito de dolor y él se detuvo, dando a su cuerpo la oportunidad de acostumbrarse a su invasión.
– Oh, amor mío -murmuró, ansioso-, sólo un poquito más de dolor, sólo un poco más y después te juro que todo será delicioso.
Y su boca cubrió la de Miranda, amortiguando su sollozo de dolor al romper su himen, al tiempo que hundía su virilidad hasta lo más hondo de ella. Besó las lágrimas que mojaban las mejillas de Miranda, moviéndose adelante y atrás, con cuidado, hasta que para su mayor felicidad ella empezó a imitar sus movimientos, alzando las caderas para coincidir con su cadencia.
El dolor había sido terrible, y cuando su enorme verga la invadió por primera vez Miranda creyó que no podría soportarlo. Pero el dolor empezó a remitir y en su lugar apareció una deliciosa y atormentadora pasión que la envolvió. De pronto lo deseó. ¡Lo deseaba! Deseaba a aquel hombre orgulloso y tierno que la montaba con tanta dulzura. Quería proporcionarle placer y quería gozar a su vez. Hundió los dientes en la parte carnosa del hombro de Jared y él rió y aumentó el ritmo de sus acometidas. Miranda le arañó la espalda y él balbució burlón:
– Veo que muerdes y arañas, eh, fierecilla. Supongo que tendré que domarte y transformarte en una garita casera.
– ¡Jamás! -jadeó con fiereza.
– ¡Sí! -Y su cuerpo dominó el de Miranda, con acometidas profundas, rápidas hasta que la joven se entregó con un grito ahogado y se sumió en un mundo resplandeciente que la hacía girar. Se había propuesto contenerse en su primer clímax, se proponía doblar el placer de ella, pero fue demasiado hasta para un amante hábil como Jared Dunham. La expresión de su rostro, una expresión de incredulidad y maravilla seguida de un placer total, desbarató su control y su semen caliente la inundó.
– ¡Oh, fierecilla! -gimió.
Su recuperación fue más rápida que la de ella; al separarse, la joven siguió medio inconsciente, respirando apenas, con su precioso cuerpo vibrando aún. Ahuecando las almohadas de pluma, Jared se incorporó, la atrajo a la protección de sus brazos y tiró de las sábanas para cubrirse. Al hacerlo descubrió la sangre en los pálidos muslos de Miranda. «Oh, fierecilla -pensó-, te he arrancado la inocencia y has perdido la mocedad. Ahora debes ser una mujer y me pregunto si alguna vez podrás perdonarme. Me he esforzado por no hacerte daño, porque, que Dios me ampare, te amo.»
Miranda se movió a su lado y sus ojos verde mar se abrieron despacio. Ninguno de los dos habló de momento. Después, Miranda alargó la mano y acarició la mejilla de su esposo. Jared se estremeció y ella preguntó con ternura:
– ¿De veras te hago sentir esto? -El asintió y, aunque la carita no cambió de expresión, le pareció ver en ella una luz de triunfo-. ¿Te he hecho gozar, Jared?
– No creía que lo desearas, Miranda.
– No hasta el final -admitió con sinceridad-. No hasta que empecé a ver lo maravilloso que podía ser, y entonces quise que también fuera maravilloso para ti- ¡Oh, Jared!
– Me has complacido. Miranda. Me has proporcionado un enorme placer, pero es sólo el principio. Hay más… mucho más, mi amor.
– ¡Enséñamelo!
– Me temo, señora mía, que tendrás que darme un poco de tiempo para reponerme. Además -y lo dijo seriamente-, estás recién abierta, mi amor, y puede que aún te doliera.
Miranda ya había olvidado su desfloramiento. Una pasión ardiente corría por sus venas, ansiaba más amor. Apartó la ropa de la cama y buscó, juguetona, su virilidad, pero de pronto una expresión de horror apareció en su rostro.