– ¡Jared! ¡Estás sangrando!
Él contuvo la risa, maldiciendo en silencio, de nuevo, a su suegra.
– No, cariño, no estoy sangrando -respondió-. Has sido tú, pero no volverá a ocurrir. Es solamente la prueba de tu virginidad.
Entonces Miranda se miró los muslos, se ruborizó intensamente y exclamó:
– Oh, se me había olvidado. Maldita sea, Jared, estoy harta de toda esta inocencia. ¿Qué otra cosa no sé? ¿Son acaso todas las chicas de mi edad tan idiotas en su noche de bodas?
– Tú eres más inocente que algunas mujeres de tu edad, Miranda, pero como marido tuyo esto halaga más mi vanidad que demasiados conocimientos. A partir de ahora puedes preguntarme cualquier cosa que te sorprenda y yo te enseñaré lo mejor que pueda, mi amor.
Le besó la punta de la nariz y se sintió feliz cuando ella le devolvió el beso, con la boca jugosa apretada contra sus labios, saboreándolo, mordisqueando las comisuras. Le dejó que hiciera su voluntad, pensando en qué hija de Eva era realmente. Su recién despertado ardor aumentó hasta que él no pudo ya ignorarlo y rápidamente se movió de modo que Miranda quedara debajo de él. Jugueteó con sus senos y se sorprendió cuando ella le bajó la cabeza.
– Por favor -murmuró Miranda.
De buen grado la satisfizo chupando su dulce fruto hasta que empezó a gemir y a retorcerse, tirando de él y abriendo las piernas, invitándolo.
– Oh, fierecilla -murmuró, conmovido por su impaciencia, acariciándola tiernamente en un esfuerzo por calmar su estado de gran excitación.
– Tómame, Jared-reclamó-. ¡Oh, Jared, estoy ardiendo!
No podía negarse. Asombrado por su pasión, penetró profundamente su cuerpo ansioso, gozando de su dulzura. Disfrutó en su estrecho pasaje, que ceñía su verga latente en un abrazo apasionado.
Después, en medio del fuego de la lujuria la oyó gritar. Miranda arqueó el cuerpo y, por un instante, sus ojos se encontraron. Jared vio en la profundidad verde mar de los de Miranda el despertar del conocimiento, antes de que ella cayera rendida por la fuerza del orgasmo.
Sin pasión, dejó su semen y se retiró de ella. Estaba estupefacto, asombrado por aquella mujer que yacía inmóvil, respirando apenas, sumida en la agonía delapetite morte. Una hora antes había sido una virgen temblorosa y ahora yacía inconsciente como resultado de su intenso deseo. Un deseo que aún no podría comprender del todo.
Volvió a tomarla en brazos, estrechándola, calentando aquel frágil cuerpo con el suyo. Era muy joven, inexperta en la pasión, pero cuando despertara sería en la tierna seguridad de su amor.
Miranda gimió dulcemente y él apartó un mechón de cabellos de su frente. Los ojos verde mar se abrieron y, con el recuerdo de su pasión reciente, se ruborizó. Jared sonrió para tranquilizarla.
– Miranda, mi dulce y apasionada mujercita, aquí me tienes a tus pies, lleno de admiración.
– No te burles de mí -protestó, ocultando su rostro ardiente en su pecho.
– No lo hago, amor.
– ¿Qué me ha ocurrido?
– Lapetite morte.
– ¿La muerte pequeña? Sí, fue como si muriera. Pero la primera vez no me ocurrió.
– No suele ocurrir, amor. Estabas… estabas sobreexcitada por el deseo. Estoy impresionado contigo.
– ¡Te burlas de mí!
– ¡Oh, no! -se apresuró a tranquilizarla-. Estoy simplemente asombrado por tu reacción de esta noche.
– ¿Ha estado mal?
– No, Miranda, mi amor, ha estado muy bien. -La besó en la frente-. Ahora quiero que duermas. Cuando despiertes tomaremos una cena tardía y después, quizá, nos dedicaremos a refinar tu maravilloso talento natural.
– Creo que eres muy malo -murmuró tiernamente.
– Y yo creo que eres deliciosa -respondió, dejándola sobre las almohadas y cubriéndola con las sábanas.
Se quedó dormida casi inmediatamente, como él suponía que sucedería. Se tendió a su lado y no tardó en acompañarla.
No hubo cena tardía para ellos, porque Miranda durmió toda la noche de un tirón y Jared, sorprendido, también. Despertó cuando la grisácea luz del alba iluminó la alcoba. Permaneció quieto un momento, luego se dio cuenta de que ella había desaparecido. Su oído percibió rumores en el vestidor. Se desperezó, saltó de la cama y descalzo se dirigió a su propio vestidor.
– Buenos días, mujer -gritó alegremente mientras llenaba de agua la palangana de su lavabo.
– B… buenos días.
– ¡Maldición! ¡Este agua está helada! Miranda,… -Cruzó la puerta de comunicación.
– ¡No entres! -exclamó-. ¡No estoy vestida!
Pero él abrió la puerta y entró. La joven se cubrió con una toalla pequeña de lino, pero él se la arrancó.
– ¡No va a haber falsa modestia entre nosotros, señora mía! Tu cuerpo es exquisito y yo me complazco con él. ¡Eres mi mujer!
Miranda no dijo nada, pero sus ojos se desorbitaron al verlo. Jared bajó los ojos a su erección y masculló en voz baja:
– Maldita sea, fierecilla, desde luego, hay que ver el efecto que produces sobre mí.
– ¡No me toques!
– ¿Y por qué no, esposa?
– ¡Porque es de día!
– ¡En efecto! -Dio un paso hacia Miranda que, gritando, saltó a toda prisa del vestidor. Se encogió de hombros, recogió su jarra de agua caliente y, silbando, se la llevó a su vestidor, donde vertió el contenido en su palangana. Se lavó, y luego, con fingida indiferencia, volvió a la alcoba donde ella trataba frenéticamente de vestirse. Se colocó detrás de Miranda, la sujetó con brazo de hierro y, con dedos atrevidos, le desabrochó la blusa y le acarició el pecho.
– ¡Ohhh!
La blusa cayó, al igual que los pantalones de montar y los pantaloncitos de batista y encaje. La volvió hacia sí, pero ella empezó a golpearle el pecho.
– ¡Eres un monstruo! ¡Una bestia! ¡Un animal!
– ¡Soy un hombre, señora mía! Tu marido. Deseo hacer el amor contigo, y te aseguro que lo haré.
Su boca se posó, salvaje, sobre la de Miranda, forzando los labios a separarse, acariciándola con la lengua, vertiendo el dulce fuego que recorría sus venas. Elia siguió golpeándole, pero la ignoró como si se tratara de un insecto y la llevó a la cama. Su cuerpo se tendió junto al de ella y Miranda se encontró prisionera de su abrazo.
Ahora la boca de Jared se volvió tierna y apasionada, buscando su dulzura hasta que la oyó gemir. Movió las manos libremente y las deslizó por debajo de ella, acariciando su larga espalda, abarcando sus nalgas, atrayéndola hacia sí en un abrazo tan tórrido que Miranda sintió como si su cuerpo fuera abrasado por el de su marido.
Separó la cabeza, se ahogaba, y mientras estaba distraída, Jared fue bajando y sus labios le recorrieron el vientre. De pronto lanzó la lengua en busca del interior de sus muslos.
– Jared! ¡Jared! -murmuró tirando del oscuro cabello.
El se estremeció.
– Está bien, mi amor -aceptó de mala gana-, pero, maldita sea, me gustas tanto… Un día dejaré de hacerte caso y entonces vas a desearlo tanto como yo. -Se incorporó y montándola rápidamente, la tomó con un cuidado y una ternura que lo asombraron-. Ven conmigo, mi amor -le murmuró, moviéndose despacio y sintiendo la tormenta que iba creciendo dentro de ella. En el momento en que ella coronó la punta de su palpitante verga con la humedad del amor, él entregó su ardiente tributo.
Miranda se sintió vacía, pero llena; machacada, pero amada; débil, pero fuerte. Una gran calma la inundó y lo abrazó.
– Sigues siendo una bestia -murmuró débilmente a su oído.
– Te he amado bien, señora mía -sonrió al responder-, a plena luz del día, y la casa no se ha caído.
– ¡Villano! -se retorció para desasirse-. ¿Acaso no tienes vergüenza?