Выбрать главу

En la habitación de Amanda, su gemela la consoló.

– No te preocupes, Mandy, irás a casarte con Adrián. Te lo prometo.

– ¿Cómo? ¡Ya has oído lo que Jared ha dicho: no hay barcos!

– Hay barcos, hermanita. Solamente tenemos que encontrarlos.

– Jared no nos dejará.

– Jared debe ir a Plymouth. Ha retrasado el viaje por nuestro cumpleaños, pero dentro de unos días estará fuera. Cuando vuelva, ya nos habremos ido. Te casarás en St. George, en Hannover Square, el veintiocho de junio, tal como estaba previsto. Te lo prometo.

– Nunca me has hecho una promesa que no cumplieras, Miranda. Pero me temo que esta vez no podrás mantenerla.

– Ten fe, hermanita. Jared cree que me he vuelto una gatita mansa, pero no tardaré en demostrarle lo equivocado que está.

Miranda inició una sonrisa curiosamente picara y seductora.

– Sólo tenemos el dinero que él que nos da -observó Amanda.

– Olvidas que hoy la mitad de la fortuna de papá pasa a ser mía y puedo hacer con ella lo que quiera. Heredaré el resto cuando cumpla veinte años. Soy una mujer rica y las mujeres ricas consiguen siempre lo que se proponen.

– ¿Y si Jared tiene razón y estalla la guerra entre Inglaterra y América?

– ¿Guerra? ¡Bobadas! Además, si no llegamos a Inglaterra, perderás a Adrián con toda seguridad. Jared está penándose como un viejo amedrentado.

Llamaron a la puerta y apareció la cara redonda de Jemima.

– El amo Jared les pide que bajen las dos a tomar el postre y el café en el salón principal.

– Ahora mismo bajamos, Mima -asintió Miranda, cerrando la puerta con firmeza-. Finge estar desesperada, aunque resignada a la voluntad de Jared, Mandy. Sígueme en todo. Ambas hermanas bajaron al salón principal de la casa donde su madre y Jared esperaban. Miranda se sentó majestuosamente ante la mesita que sostenía el postre y empezó a cortar el pastel.

– Mamá, ¿querrás servir tú el café?

– Por supuesto, cariño.

Jared miró a su mujer con suspicacia.

– No puedo creer que te hayas resignado tan pronto a mis deseos, Miranda.

– No estoy resignada. Opino que te equivocas y pienso que estás destrozando la felicidad de Amanda. Pero ¿qué puedo hacer si no quieres llevarnos a Inglaterra?

– Me tranquiliza pensar que has madurado lo suficiente para aceptar mi decisión.

– Por favor, reconsidérala -dijo, a media voz.

– Mi amor, la gravedad del tiempo en que vivimos y no mi propia voluntad me ha hecho decidir. Voy a ir a Plymouth mañana, pero cuando regrese dentro de unos diez días, si la situación se ha calmado, zarparemos inmediatamente para Inglaterra. Si la guerra sigue pareciendo inminente, escribiré yo mismo a lord Swynford en nombre de Amanda.

El yate de la familia Dunham apenas había salido de Little North Bay, a la mañana siguiente, cuando Miranda galopaba ya a través de la isla hacia Pineneck Cove, donde mantenía fondeada su propia chalupa. Dejó que el caballo pastara en Long Pond, cruzó la bahía en dirección a Oysterpond, amarró su barca en el muelle del pueblo y se dirigió hacia la taberna local. Pese a su vestimenta de muchacho, saltaba a la vista que se trataba de una mujer y las aldeanas la recibieron con cierto desagrado. Entró en El ancla y el arado con gran consternación del tabernero, que se precipitó hacia ella desde su mostrador.

– ¡Oiga, señorita, no puede entrar aquí!

– ¿De veras, Eli Latham? ¿Por qué no?

– ¡Santo Cielo, si es la señorita Miranda! Es decir, la señora Dunham. Pase hacia el comedor, señora. No está bien que la vean en la taberna -dijo el hombre, nervioso.

Miranda lo siguió hasta el comedor soleado, con sus mesas de roble y los bancos. Las estanterías estaban repletas de jarras de estaño bruñidas y había jarrones azules de narcisos a cada extremo de la repisa de roble tallado de las chimenea. Los Latharn alimentaban a los viajeros que cruzaban el agua hacia y desde Nueva Inglaterra.

Miranda y los Latham se sentaron ante una mesa de la estancia vacía y, después de rehusar una invitación a sidra. Miranda preguntó:

– ¿ Qué barco inglés está ahora mismo fondeado, oculto en la costa, Eli?

– ¿Cómo? -Su rostro plácido la miró con inocencia.

– Maldita sea, hombre. ¡No soy ningún agente! No me digas que tus latas de té, café y cacao no tienen fin, porque no me engañas. Los barcos ingleses y americanos que burlan el bloqueo fondean en la costa, pese a todo. Yo necesito un barco inglés de confianza.

– ¿Por qué? -preguntó Eli Latham.

– La boda de Amanda está anunciada para el veintiocho de junio, en Londres. ¡Debido al maldito bloqueo, mi marido dice que no podemos ir, pero tenemos que hacerlo!

– No sé, señorita Miranda, si su marido se opone…

– ¡Eli, por favor! Es por Amanda. Está desesperada y temo que se consuma de dolor si no puedo llevarla a Inglaterra. Cielos, hombre, ¿qué nos importa a nosotros la política?

– Bueno, hay un barco que seguramente las llevaría sanas y salvas. Pertenece a un lord importante, así que supongo que es de confianza.

– ¿Su nombre?

– Espere, señorita Miranda. No puedo darle su nombre antes de averiguar si está dispuesto a llevar pasajeras -protestó Eli, mirando a su mujer.

– Bien, entonces que se ponga en contacto conmigo en Wyndsong.

– ¿En la mansión?

– Naturalmente, Eli. -Luego se echó a reír, al comprender su preocupación-. Mi marido ha zarpado hoy hacia Plymouth y no volverá hasta dentro de diez días.

Con todo, el posadero remoloneó.

– No sé si está bien lo que hacemos, señorita Miranda.

– ¡Por favor, Eli! Que no se trata de ningún capricho. Es por Amanda. Yo preferiría no volver a ver Londres, es un lugar sucio y ruidoso. Pero a mi hermana se le partirá el corazón y morirá si no puede casarse con Adrián Swynford.

– ¡Ponte en contacto con el inglés, Eli! No quiero tener el dolor de la pequeña sobre mi conciencia -suplicó Rachel-. Buenos días, señorita Miranda.

– Buenos días, Rachel y gracias por apoyar nuestra decisión.

– ¿Está al corriente su madre de estos proyectos?

– Lo estará. Viene con nosotras. No podemos irnos sin ella.

– No le gustará. Tengo entendido que se propone casarse otra vez.

– ¿Cómo diablos se ha…? ¡Ah, claro, Jemima!

– Verá, es mi hermana y vive con nosotros cuando no está en la isla. Vuélvase a casa ahora, señorita Miranda. Eli se pondrá en contacto con el barco que pensamos y el capitán irá a visitarla.

– No dispongo de mucho tiempo, Rachel. Preferiría llevar fuera una semana cuando volviera mi marido.

– Las seguirá. Nunca he visto a un hombre tan enamorado de una mujer como lo está de usted.

– ¿Jared? -exclamó Miranda, sorprendida.

– Cielos, ¿acaso no le ha dicho que la ama?

– No.

– ¿Le ha dicho usted alguna vez que le quiere?

– No.

Rachel Latham rió de buena gana.

– Salta a la vista que está enamorada de su marido y él de usted, y ambos probablemente se empeñan en no confesárselo. ¿Es que su frívola madre no les ha dicho nunca que la sinceridad es la primera condición de todo buen matrimonio? Cuando su marido la alcance, muchacha, dígale que le quiere y le garantizo que se salvará de los azotes que habrá estado pensando darle. -La mujer abrazó a Miranda y añadió-: Vuelva corriendo a casa, niña, Eli la ayudará a organizarlo todo.

Miranda volvió en su barquita a Wyndsong y la dejó en su amarre de Pineneck Cove. Encontró a su caballo pastando tranquilamente donde lo había dejado. Lo montó y regresó despacio, pensando en lo que Rachel Latham le había dicho. ¿Jared enamorado de ella? ¿Cómo podía ser? Nunca se lo había dicho y siempre la criticaba o se burlaba de ella. ¡No creía que esto fuera amor! En cuanto a la suposición de Rachel de que ella estaba enamorada de Jared, era una idiotez. Le parecía un hombre arrogante y testarudo, y aunque no lo odiaba, ella… ella… Miranda detuvo su caballo, confusa. Si no lo odiaba, ¿qué sentía entonces por él? Se dio cuenta de que ya no entendía nada. Fastidiada consigo misma, espoleó a Sea Breeze para que galopara y corrió a casa para darle la noticia a Amanda.