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– Parece que a todos les ha ido bien. No sabía que el ducado de Whitley fuera tan rico -balbució Miranda, dándose cuenta de que estaba siendo de lo más grosera.

– Y no lo es. Darius es un duque que vive bien, sobre todo gracias a su primera mujer. Pero nuestra madre tenía tres hermanos todos con título y todos solteros. Cada tío recibió a un Edmund como ahijado, y a cada uno de nosotros se nos hizo herederos de nuestros padrinos. Yo soy marqués de Wye, George es lord Studley y el joven John será barón algún día, aunque yo creo que preferiría ser obispo… -Rió Christopher Edmund. Le encantaba aquella joven simpática, y no le había molestado en absoluto su comentario acerca de la riqueza de la familia.

La puerta del salón se abrió y el capitán se puso en pie al entrar Dorothea y Amanda.

– Miranda, ¿quién es este caballero? -preguntó Dorothea intentando, como solía hacer a veces, recobrar su autoridad.

Miranda ignoró el tono de su madre y respondió con dulzura:-Mamá, permíteme que te presente al capitán Christopher Edmund, marqués de Wye. El capitán Edmund ha aceptado proporcionarnos pasaje a Londres en su barco, el Seahorse. Zarparemos mañana por la noche y, si sopla buen viento y no estalla ninguna tormenta, imagino que estaremos en Londres a mediados de mayo… con tiempo de sobra para la boda de Mandy. Capitán Edmund, mi madre, también señora Dunham. Creo que para evitar confusiones le permitiré que me llame por mi nombre, en privado.

– Solamente si usted me devuelve el cumplido llamándome Kit, como hacen todos mis amigos. -Se volvió a Dorothea e, inclinándose con elegancia, le besó la mano-. Señora Dunham, encantado, señora. Creo que mi madre tuvo el placer de tomar el té con usted, la temporada pasada, cuando mi hermano Darius estaba tan entusiasmado con su hija Amanda.

Totalmente desconcertada, Dorothea consiguió decir:

– En efecto, señor. Muy cordial, su madre.

– Y, capitán, mi hermana gemela, Amanda, que pronto se convertirá en lady Swynford.

Kit Edmund se inclinó de nuevo.

– Señorita Amanda, al conocerla por fin debo compadecer a mi hermano Darius por su pérdida. Pero la felicito por su sensatez al rechazarlo.

Los hoyuelos de Amanda aparecieron al sonreír.

– ¡Qué malo es usted! -Luego añadió con seriedad-: ¿Nos llevará de verdad a Inglaterra?

– Sí. ¿Cómo podía negarme a las súplicas de su hermana y cómo podría enfrentarme a Adrián Swynford si no las llevara?

– Gracias, señor. Sé lo peligroso que puede resultar para usted… pero…

– ¿Peligroso? ¡Tonterías! ¡Ni lo piense! Gran Bretaña gobierna los mares, ¿sabe?

– Se lo agradecemos, señor.

Jemima entró con la bandeja del café,

– ¿Dónde lo pongo? -preguntó.

– Capitán… Kit, ¿quiere acercar la mesa al fuego? Muchas gracias. Ponlo ahí. Mima, y luego puedes irte. Mamá, ¿quieres servir? Oh, cielos, no puedes, ¿verdad? Estás demasiado impresionada por nuestra suerte. -Miranda se sentó tranquilamente ante la mesita y, alzando la cafetera de plata, sirvió el oscuro líquido aterciopelado en las delicadas tacitas de porcelana-. Ésta para mamá, por favor, Amanda-dijo Miranda con dulzura, contemplando con ojos inocentes a Dorothea, que se había desplomado postrada en un sofá.

– ¿Nos acompañarán su padre y su marido en este viaje. Miranda? -preguntó Kit Edmund al recibir su taza de café.

– Papá murió hace unos meses, Kit. Y mi marido desgraciadamente no puede venir debido a sus negocios.

– ¿Miranda?

– ¿Mamá?

Dorothea se recobraba rápidamente.

– ¡Jared había prohibido este viaje!

– No, mamá, no lo prohibió. Solamente dijo que no había barcos debido al bloqueo, y que no quería arriesgar uno de sus propios barcos. En ningún momento dijo que no podíamos ir.

– Entonces, ¿por qué tanta prisa? Espera a que regrese Jared.

– El capitán Edmund no puede esperar una semana o más, mamá. Tenemos suerte de haber encontrado un barco y estoy sumamente agradecida a Kit por estar dispuesto a llevarnos.

– ¡No pienso acompañaros! No quiero ser cómplice de semejante comportamiento.

– Está bien, mamá, debemos enfrentarnos a una alternativa. Amanda y yo vamos a cruzar el Atlántico solas, lo que por supuesto parecerá muy extraño a nuestra familia y amigos ingleses. La segunda solución -ahí se detuvo para lograr un mayor efecto- es que Amanda se vaya a vivir contigo y tu nuevo marido en Highlands. Dudo, no obstante, de que Pieter van Notelman o sus feas hijas estén entusiasmadas con tal belleza en su casa, robándoles todos los pretendientes. La elección, mamá, es toda tuya.

Dorothea entornó los ojos, pasando la mirada de Miranda a Amanda. Ambas tenían expresiones angélicas. Se volvió al capitán Edmund, quien bajó rápidamente sus ojos azules pero no antes de que la señora Dunham hubiera captado el brillo burlón que bailaba en ellos. Realmente no tenía elección, y tanto ella como sus hijas lo sabían.

– Realmente eres un mal bicho. Miranda -dijo sin alzar la voz. Después añadió-: ¿Qué tipo de camarotes puede ofrecernos, capitán Edmund?

– Dos camarotes contiguos, señora, uno relativamente grande, el otro más pequeño. No dispongo de mucho espacio porque en realidad no estoy preparado para llevar pasaje.

– No te preocupes, mamá. En cuanto lleguemos a Londres tendremos un vestuario nuevo.

– Pareces tener respuesta para todo, Miranda -dijo Dorotea con aspereza, mientas se levantaba-. Le deseo una buena noche, capitán, de pronto me encuentro con mucho trabajo y poco tiempo para hacerlo.

Christopher Edmund se levantó y se inclinó.

– Señora Dunham, estoy ansioso por tenerla a bordo del Seahorse.

– Gracias, señor -respondió Dorothea. Sin siquiera mirar a sus hijas, abandonó el salón.

– Es usted un duro-adversario, Miranda -observó el inglés.

– Quiero que mi hermana sea feliz, Kit.

– ¿Ha prohibido su marido este viaje?

– No. Es tal como lo he dicho.

– Me parece que a su marido se le olvidó decir precisamente lo más importante.

– ¡Oh, por favor, capitán!-suplicó Amanda-. ¡Debe llevarnos!-Sus ojos azules se llenaron de lágrimas.

– He dado mi palabra, señorita Amanda -respondió, envidiando a Adrián Swynford a cada minuto que pasaba. Quizás haría bien quedándose en Londres la próxima temporada y buscar una dulce jovencita. Quizá necesitaba una esposa.

– Amanda, por favor, deja de llorar. Has impresionado al pobre Kit, que ya estaba bastante abrumado. Ahora no podría negarte nada.-Miranda se echó a reír-. Anda, ve corriendo a hacer el equipaje mientras yo termino los arreglos económicos.

– Oh, gracias, señor -replicó Amanda, iniciando una sonrisa en su boquita de rosa. Hizo una perfecta reverencia y salió corriendo de la estancia.

– Va a ser la perfecta esposa de un lord -suspiró el joven capitán.

– En efecto -murmuró Miranda, con sus ojos verde mar bailando divertidos. Se repetía la escena. Curiosamente, el dolor que experimentó un año antes al ver que no le hacían caso, había desaparecido. ¡Jared tenía razón! ¡Jared! Sintió una punzada de culpabilidad, que ignoró rápidamente. ¡Se iba a Londres! Acercándose al escritorio, abrió el cajón secreto del centro y sacó una pequeña bolsa-. Esto debería cubrir sobradamente el pasaje, creo -dijo al entregársela.

El capitán aceptó la pequeña bolsa de terciopelo y por el peso dedujo que la joven había sido más que generosa.

– Anclaremos en su bahía al amanecer, Miranda. Entonces pueden empezar a subir las provisiones. Pero debo pedirle una cosa. Tendrán que quedarse en sus camarotes lo más posible, durante la travesía, y cuando salgan a andar para hacer ejercicio les ruego que se vistan del modo más modesto posible y se cubran la cabeza con un velo. Verán, mi tripulación no está compuesta de caballeros. La larga cabellera de una mujer flotando al viento puede ser de lo más incitante.