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– Así lo creía, Jon. Les dije que, siendo un hombre casado, no podía trabajar para ellos como en el pasado. Querían que hiciera un viaje más a Europa, y rechacé la oferta. Pero he cambiado de idea. Volveré a verlos esta noche y les diré que lo haré. Si podemos evitar una guerra entre Europa y América, lo consideraré un buen trabajo. Pese a la opinión del presidente Madison, Napoleón no nos tiene ningún cariño. Todos esos congresistas jóvenes y maleducados procedentes de las tierras del oeste ansían la guerra. Para ellos, una guerra con Inglaterra no es sino otra escaramuza de taberna, y están impacientes por pelear. ¡Qué maravilloso resulta visto en retrospectiva! El pequeño David retando y venciendo a Goliath. ¡Qué harto estoy de guerras, grandes y pequeñas! Si este país quiere crecer y progresar, debemos construir una economía fuerte, y la guerra sólo sirve para malgastar vidas. -Después se rió de sí mismo-. Jon, ya me has vuelto a disparar.

– Deberías presentarte para el Congreso, Jared. Lo he dicho otras veces.

– Tal vez lo haga, algún día, pero de momento ni siquiera tengo control sobre mi propia casa -concluyó con tristeza,

– ¿No fue un error, entonces? ¿Realmente la amas?

– ¡Dios santo, sí! Tanto que me enfurece tan deprisa como me lleva a la pasión. ¿Sabes, hermano? En los cuatro meses que llevamos casados jamás ha admitido el menor afecto por mí, pero las dos primeras palabras de su carta son «te quiero». ¿Lo dice de corazón o se burla de mí? Me propongo averiguarlo tan pronto como pueda. -De nuevo su puño se crispó sobre la carta.

Su humor no había variado cuando, varias semanas más tarde, esperaba en los muelles de la West India Company contemplando cómo amarraban al Seahorse. Había salido de Plymouth el catorce de abril y, merced a una combinación de vientos favorables y experta navegación, y también al hecho de que su Dream Witch era más puro de líneas y construido para la velocidad, logró arribar a Londres tres días antes que su presa. Roger Bramwell se había sorprendido al verlo, pero su habitual eficiencia había puesto en marcha la casa de Jared en Londres.

– Milord, cuánto me alegro de verlo -lo saludó su secretario-, No lo esperaba tan pronto.

– Me ha obligado la boda de mi pupila con lord Swynford, Bramwell. Y ¿por qué milord?

– Su título, señor, fue una concesión real. Tiene derecho a utilizarlo aquí, en Inglaterra. Sugiero que en interés de sus negocios y de su posición social no prescinda de él. En cuanto a la boda de la señorita Amanda Dunham, según las malas lenguas y gracias a lady Swynford, se ha ido al garete. Lord Adrián circula de muy mal talante y han visto a las mamás de varias herederas hablando con lady Swynford en Almack's. Todo el mundo asumió que los problemas políticos entre Inglaterra y América impedirían la llegada de la novia.

– Y así habría sido, Bramwell, de no ser tan testaruda mi esposa. Mande una nota a lord Swynford invitándole a cenar esta noche conmigo. Dígale que mi pupila está ya camino de Inglaterra. Es mejor librarle de su tristeza cuanto antes. Asegúrese de que lord Swynford recibe personalmente la nota.

Miranda tenía razón, se dijo Jared, y de no haber tomado la iniciativa, su hermana hubiera perdido al joven Swynford.

El viento traía el tufo del río hasta él, y Jared se llevó un pañuelo perfumado a la nariz. Adrián Swynford había llegado puntualmente a las siete aquella noche, y Jared jamás había visto a nadie tan feliz.

Sonrió al recordarlo. Lord Swynford era de estatura y complexión mediana. Tenía los ojos azules, cabellos rubio oscuro, cortado corto por detrás y con un rizo caído sobre la frente despejada. Tenía la tez clara típicamente inglesa y mejillas sonrosadas que acreditaban su buena salud. Los ojos eran inteligentes; la nariz, recta; la boca, bien formada sobre una barbilla decidida. En conjunto resultaba un rostro agradable.

Vestía a la última moda de Londres, con pantalones de color tórtola ceñidos hasta el tobillo, una casaca de faldones azul claro, una sencilla camisa de seda blanca, una corbata anudada al estilo conocido como «amor perdido» y botas altas negras. El traje indicaba que tenía buen gusto, pero que no era ningún petimetre.

– ¿Lord Dunham? -Se había acercado a Jared con la mano tendida-. Soy Adrián Swynford. Su nota decía que Amanda está camino de Inglaterra. ¿Por qué no ha venido con usted?

– Porque yo prohibí el viaje-respondió Jared, mientras le estrechaba la mano-. Pero mi esposa… ¿recuerda a Miranda?… me desobedeció y salió corriendo con su madre y su hermana en cuanto le dejé el camino libre. ¿Jerez?

– ¡Santo Dios! -exclamó Adrián Swynford, quien se dejó caer en una silla.

– ¿Jerez? -repitió Jared, ofreciéndole una copa del ambarino líquido.

– ¡Sí! ¡Sí, gracias, señor! -Adrián cogió la copa, bebió un sorbo, inclinado hacia delante, preguntó con ansiedad-: ¿Tiene alguna objeción acerca de mí como marido de Amanda?

Jared se sentó en el sillón de brocado frente a su invitado.

– En absoluto. Durante meses, mi esposa y su madre han estado cantándome sus alabanzas y Amanda ha sido muy franca respecto a sus sentimientos. Yo no prohibí su matrimonio, pero no quería que las mujeres cruzaran el Atlántico debido al desagradable clima político reinante entre nuestros países. Sin embargo, Miranda estaba decidida a que la boda no se retrasara y en mi ausencia arregló su pasaje en un barco inglés de los que burlan el bloqueo.

– ¡Dios mío! -exclamó lord Swynford-. ¡Qué irresponsable! ¡Qué locura! ¿Acaso Miranda ignora el tipo de hombres que se dedican a burlar el bloqueo?

Jared esbozó una sonrisa triste.

– Debo confesar que yo también lo he hecho. No obstante, estoy de acuerdo con usted. La ingenuidad de mi mujer es asombrosa. Afortunadamente, el capitán de su barco es Christopher Edmund, el marqués de Wye. Tengo entendido que su hermano mayor fue también un pretendiente de Amanda. Supongo por tanto que están relativamente seguras.

– Si salió usted después que Amanda, ¿cómo puede haber llegado antes que ellas?

– Mi yate es más marinero y más rápido.

– Y usted muy determinado, ¿eh, milord? -observó Adrián Swynford, riendo.

– Mucho más que determinado -aseguró Jared a media voz-. Puesto que vamos a ser cuñados, espero que me llames Jared y yo te llame Adrián. Ahora, antes de que mi cocinero sufra un ataque, entremos a cenar.

El lord inglés de veinte años y el americano de treinta se hicieron amigos. Adrián Swynford comprendió que tenia un gran aliado contra su menuda pero formidable madre cuando al día siguiente la dama miró a través de sus impertinentes al advenedizo americano y se encontró encantada con él, pese a su predisposición en contra.

– Sus modales son impecables y es extraordinariamente distinguido -confesó a una amiga.

– Como americano, querrás decir -fue la gélida respuesta.

– Como cualquier auténtico caballero -declaró la viuda lady Swynford.

Tres días después de su cita, ambos caballeros se encontraban en el muelle, batido por la lluvia, de la West India Company, contemplando cómo colocaban la pasarela del Seahorse. El capitán apareció en lo alto llevando a Miranda del brazo. Tras él venían Dorothea y Amanda. Mientras bajaban por la escala. Miranda observó alegremente:

– Vaya, Kit, ¿cómo podremos agradecerle que nos haya traído tan de prisa y a salvo? Le estaré eternamente agradecida.

– Ha sido un placer tenerla a bordo, señora, pero si realmente quiere agradecérmelo con un beso, me sentiré feliz.

Habían llegado al pie de la escala.

– ¡Cielos, señor, es usted muy atrevido! -protestó Miranda, pero sonreía. Luego le dio un rápido beso en la mejilla-. Ahí tiene, k.k.

– Ha sido usted bien recompensado, señor -dijo Jared, quien salió del porche del almacén-. Bienvenida a Londres, señora.